I

A finales del año 1811 comenzó el armamento intensivo y la concentración de fuerzas de la Europa occidental. En 1812, esas fuerzas —millones de hombres, contando los encargados de transportar y aprovisionar a los ejércitos— avanzaron de oeste a este, en dirección a la frontera rusa, hacia donde, también desde 1811, acudían igualmente las tropas del Zar. El 12 de junio los ejércitos de la Europa occidental cruzaron las fronteras de Rusia y la guerra comenzó; es decir, se produjo un acontecimiento contrario a la razón y a toda la naturaleza humana. Millones de hombres de uno y otro bando cometieron una cantidad tan enorme de crímenes, engaños, traiciones, robos, falsificaciones de billetes y su puesta en práctica, saqueos, incendios y matanzas que la historia de todos los tribunales del mundo no reuniría en el transcurso de varios siglos; y, sin embargo, la gente que los cometía no llegaba a considerarlos delitos.

¿Qué motivó tan extraordinario suceso? ¿Cuáles fueron sus causas? Los historiadores, con ingenua convicción, aseguran que las causas fueron: la ofensa inferida al duque de Oldenburgo, el fracaso del bloqueo continental, la ambición de Napoleón, la firmeza de Alejandro, los errores de los diplomáticos, etcétera.

Por consiguiente habría bastado con que Metternich, Rumiántsev o Talleyrand, entre una velada o una recepción cualquiera, se hubiesen esforzado en redactar lo mejor posible un documento compuesto en hábiles términos o bien que Napoleón escribiera a Alejandro: “Monsieur mon frère je consens a rendre le duché au duc d’Oldenbourg”[336], para que la guerra no hubiese estallado.

Se comprende que los acontecimientos se vieran de esa manera por los contemporáneos; se comprende que Napoleón considerase que la verdadera causa de la guerra radicaba en las intrigas de Inglaterra (como escribió en Santa Elena); se comprende que los miembros de la Cámara inglesa atribuyesen la guerra a las ambiciones napoleónicas; que el duque de Oldenburgo la viera en la violencia cometida contra él; los comerciantes, en el bloqueo continental que arruinaba a Europa; los soldados veteranos y generales, en la perentoria necesidad de proporcionarles trabajo; los legitimistas de aquel tiempo, en la necesidad de restablecer les bons principes[337]; y los diplomáticos de entonces, en el hecho de que la alianza de 1809 entre Rusia y Austria no se había ocultado hábilmente a Napoleón y que el memorándum núm. 178 estaba mal redactado. Se comprende que estas causas y otras muchas, cuyo número varía según los diferentes puntos de vista, parecieran verdaderas a los contemporáneos. Pero a nosotros, sus descendientes, que juzgamos en toda su magnitud el terrible acontecimiento, que estamos en condiciones de entender su simple y terrible sentido, las causas expuestas no nos parecen suficientes. No podemos comprender la razón de que millones de cristianos se matasen y torturasen unos a otros por la razón de que Napoleón fuera ambicioso, o Alejandro firme, o astuta la política inglesa, o, en fin, por la ofensa inferida al duque de Oldenburgo. No entendemos qué nexo pueda haber entre esas circunstancias y el asesinato y la violencia; ni por qué la ofensa de que se hizo objeto al duque de Oldenburgo tuviese suficiente fuerza para que miles y miles de hombres, desde el otro extremo de Europa, fuesen a matar y arruinar a los habitantes de las provincias de Smolensk y Moscú y perecer, a su vez, a manos de ellos.

Para nosotros, que no somos contemporáneos de esos hechos ni historiadores entregados a la investigación, aquellos acontecimientos vistos con sentido común —claro y simple— tienen infinitas causas. A medida que profundizamos en la búsqueda de sus razones y analizamos cada una separadamente, o la serie de todas ellas, nos parecen igualmente justas en sí mismas e igualmente falsas por su nulidad en comparación con la magnitud de los hechos y por su insignificancia para darles origen (sin la participación de las demás causas concordantes). El hecho de que Napoleón se negara a retirar sus tropas al otro lado del Vístula y a devolver los territorios de Oldenburgo tiene para nosotros idéntico valor que el deseo o la desgana del primer cabo francés de reengancharse, pues si ese cabo no hubiera querido continuar en el servicio, y si otros y otros miles de cabos y soldados franceses lo hubieran imitado, el ejército de Napoleón no habría sido tan poderoso y la guerra habría sido imposible.

Si Napoleón no se hubiera ofendido ante la conminación de retirarse a la otra orilla del Vístula y no hubiese dado a sus tropas la orden de avanzar, la guerra no habría comenzado. Pero la guerra habría sido igualmente imposible si todos los sargentos se hubiesen negado a reengancharse. Tampoco habría habido guerra si Inglaterra no hubiera intrigado, si el príncipe de Oldenburgo no hubiese existido, si Alejandro no hubiera sido tan susceptible, si no hubiesen existido ni la autocracia rusa, ni la Revolución francesa, ni el Directorio y el Imperio que la siguieron, ni todo aquello que produjo la revolución, y así sucesivamente. Descartada cualquiera de esas causas, nada habría podido ocurrir. Y, por consiguiente, todas esas causas —miles de millones— coincidieron para producir ese acontecimiento que, por tanto, no tenía causas exclusivas y se produjo porque debía producirse. Millones de hombres, olvidando sus sentimientos humanos y razón, debían avanzar de Occidente a Oriente y matar a sus semejantes, como siglos antes otras masas de hombres se movieron de Oriente a Occidente asesinando a sus semejantes.

Las decisiones de Napoleón y Alejandro, de cuyas palabras dependía, al parecer, la realización o no realización de la guerra, eran tan libres como las de cualquier soldado que tomaba parte en la campaña o por sorteo o reclutamiento. Y no podía ser de otra manera, pues para que la voluntad de Bonaparte y de Alejandro llegaran a cumplirse debían concurrir un sinfín de circunstancias incalculables. La falta de una sola de ellas lo habría impedido. Era menester que millones de hombres en cuyas manos estaba la fuerza real —los soldados que disparaban y hacían avanzar provisiones y baterías— estuvieran de acuerdo en cumplir la voluntad de unos individuos aislados y débiles; y a esto los llevó una multitud de causas complicadas y diversas.

En la historia es inevitable el fatalismo para explicar sucesos irracionales (es decir, aquellos cuya sensatez no comprendemos). Y cuanto más intentamos explicar racionalmente esos fenómenos históricos, tanto más faltos de razón e incomprensibles nos parecen.

Cada ser humano vive para sí mismo, goza de libertad para lograr sus objetivos personales y siente, en su fuero íntimo, que puede o no realizar una determinada acción. Pero en cuanto la realiza, esa acción, ejecutada en un momento dado, se convierte en irreparable, pasa a ser patrimonio de la historia y no significa un acto libre sino predeterminado.

El hombre vive conscientemente para sí, disfruta de libertad para conseguir sus objetivos personales y realizar uno u otro acto, pero tan pronto lo realiza, la acción cumplida, en un momento determinado, se hace irrecuperable y adquiere importancia histórica. Y cuanto más arriba está el hombre en la escala social, cuanto mayor es el número de hombres con los cuales se relaciona, tanto mayor es su poder sobre sus semejantes y más evidentes resultan la predestinación e inevitabilidad de cada uno de sus actos.

Hay dos aspectos en la vida de cada individuo: el personal, tanto más independiente cuanto más abstractos son sus intereses, y la existencia espontánea, gregaria, en la cual el hombre obedece inevitablemente las leyes que le vienen impuestas.

“El corazón del Zar está en las manos de Dios.”

El Zar es esclavo de la historia.

La historia, es decir, la vida inconsciente, gregaria de la humanidad, aprovecha cada momento de la vida de los reyes como un arma para cumplir sus fines.

Aun cuando en 1812 Napoleón estuviera más que nunca convencido que de él dependía derramar o no verser le sang de ses peuples[338] (como le escribió Alejandro en su última carta), la verdad es que nunca como entonces había estado tan sujeto a las inevitables leyes que lo forzaban (aunque le pareciera obrar libremente) a realizar para la causa común, para la historia, lo que debía cumplirse.

Hombres de Occidente avanzaban hacia Oriente para matar y ser muertos. Según la ley de coincidencia de causas, correspondían a este hecho y coincidían con él miles de otras pequeñas causas necesarias para la realización de ese movimiento y para la guerra: los reproches por la violación del bloqueo continental, el duque de Oldenburgo, el movimiento de tropas hacia Prusia, emprendido (según Napoleón) para lograr la paz armada únicamente, la afición a la guerra y a las costumbres bélicas del Emperador francés, compartida por su pueblo, el gusto por los grandiosos preparativos y los dispendios, la necesidad de obtener unas ventajas que compensaran tamaños gastos, los homenajes y halagos en Dresde y las negociaciones diplomáticas que, según la opinión de sus contemporáneos, se llevaban con un sincero deseo de llegar a la paz y que no hicieron más que exacerbar el amor propio de unos y otros e innumerables causas diversas concurrieron en el acontecimiento que había de cumplirse.

Cuando una manzana madura cae, ¿por qué cae? ¿Tal vez porque la tierra la atrae o porque esté seco su tallo o porque pesa más calentada como está al sol? ¿Puede caer sacudida por el viento o porque el chiquillo que está bajo el árbol quiere comerla?

Nada de eso es la causa; todo ello no es más que la coincidencia de circunstancias en las cuales suele producirse todo hecho vital, orgánico y espontáneo. Y el botánico que opina que la caída del fruto se debe a una descomposición de los tejidos celulares u otros similares tendrá tanta razón como el chiquillo que espera debajo del árbol y asegura que la manzana ha caído porque quería comérsela y pedía a Dios que la hiciese caer.

Quien sostenga que Napoleón se dirigió a Moscú porque quería ir y fracasó porque Alejandro quiso su perdición tendrá tanta razón y sinrazón para afirmarlo como quien diga que una montaña que pesa miles de kilos se ha desmoronado porque —después de socavarla— el último obrero la golpeó por última vez con su pico. En los hechos históricos, los llamados grandes hombres son como etiquetas que denominan el acontecimiento; y como sucede con las etiquetas, son quienes menos están relacionados con el hecho mismo.

Cada uno de sus actos, que a su parecer dependía de su voluntad, era arbitrario en sentido histórico pero estaba relacionado con todo el curso histórico y predeterminado para siempre.

Guerra y paz
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