X

El día 30 Pierre regresó a Moscú. Casi en las mismas puertas de la ciudad se encontró con un ayudante del conde Rastopchin.

—¡Y nosotros buscándolo por todas partes!— le dijo el ayudante. —El conde necesita verlo sin falta. Le ruego que vaya ahora mismo. Se trata de un asunto muy importante.

Pierre, sin pasar por su casa, tomó un coche de punto y se dirigió a la residencia del general gobernador.

El conde Rastopchin había llegado aquella misma mañana de su villa de Sokólniki. En la antesala y en la sala de recibir se agrupaban los funcionarios, unos que habían sido llamados y otros que acudían a pedir órdenes. Vasílchikov y Plátov habían visto ya al conde y le habían explicado que era imposible la defensa de Moscú y que la ciudad iba a ser entregada. Aunque la noticia se ocultaba a la población, los funcionarios y jefes de las diversas administraciones sabían que Moscú iba a ser abandonada al enemigo, igual que lo sabía el conde Rastopchin; todos ellos, para eludir responsabilidades, acudían a preguntar al general gobernador qué debían hacer con los servicios encomendados.

Cuando Pierre entraba en la sala de recibir, un correo del ejército salía del despacho del conde.

A las preguntas que le hicieron se limitó a contestar con un gesto desesperado y cruzó la sala.

Mientras esperaba, Pierre miró con ojos cansados a los funcionarios, jóvenes y viejos, militares y civiles, importantes y poco importantes, que allí aguardaban. Todos parecían disgustados e inquietos. Pierre se acercó a un grupo de funcionarios entre los que había un conocido suyo. Lo saludaron y siguieron conversando.

—Exiliarlo y hacerlo volver no sería una desgracia, pero en estas condiciones no se puede responder de nada.

—Pero fíjese en lo que escribe…— dijo uno, enseñando un papel impreso que tenía en la mano.

—Eso es otra cosa. Es necesario para el pueblo— replicó el primero.

—¿Qué es?— preguntó Pierre.

—Mire: un nuevo pasquín.

Pierre lo tomó y se puso a leer.

El Serenísimo, para unirse lo antes posible a las tropas que van a su encuentro, ha pasado Mozhaisk, ocupando una fuerte posición que el enemigo no podrá conquistar tan fácilmente. De aquí se le han enviado cuarenta y ocho cañones con munición, y el Serenísimo anuncia que defenderá Moscú hasta la última gota de sangre y que está dispuesto, si es necesario, a luchar en las calles. No importa, hermanos, que las oficinas públicas hayan cerrado sus puertas; había que ponerlas a salvo; nosotros mismos con nuestros propios medios, acabaremos con los malhechores. Cuando sea preciso necesitaré valientes de la ciudad y del campo. Los llamaré dos días antes. Ahora callo, porque no hace falta. Vendrá bien el hacha, un venablo y, lo mejor de todo, la horquilla de tres dientes. Un francés no pesa más que una gavilla de trigo. Mañana, después de la comida, acompañaré a Nuestra Señora de Iverisk al Hospital de Catalina para visitar a los heridos. Bendeciremos el agua y así curarán antes. También yo he curado: tenía un ojo malo y ahora tengo ojo avizor.

—Pues algunos militares me han dicho que es imposible luchar aquí y que las posiciones…— comenzó Pierre.

—De eso precisamente hablábamos— lo interrumpió el primer funcionario.

—¿Qué quiere decir eso de “tenía un ojo malo y ahora tengo ojo avizor”?— preguntó Pierre.

—El conde tenía un orzuelo— sonrió el ayudante de campo —y se inquietaba mucho cuando le decía que la gente se preocupaba y venía a verlo. ¿Y bien, conde?— se volvió inesperadamente a Pierre. —He oído que tiene disgustos de familia. Dicen que la condesa, su esposa…

—No sé nada— dijo Pierre con indiferencia. —¿Qué ha oído usted?

—Ya sabe, conde, que se inventan muchas cosas. Le decía que había oído…

—¿Qué ha oído?

—Dicen— respondió con la misma sonrisa el ayudante —que la condesa se dispone a salir para el extranjero. Seguramente son invenciones…

—Puede ser— dijo Pierre, mirando distraído en derredor. —¿Quién es?— preguntó señalando a un anciano más bien bajo, que vestía una limpia blusa azul, de barba y cejas blancas como la nieve y rostro sonrosado.

—¿Aquél? Un mercader, mejor dicho, posadero, Vereschaguin… Habrá oído usted hablar de la historia con proclama, ¿verdad?

—¡Ah, es Vereschaguin!— dijo Pierre, fijándose en el viejo y buscando en su cara firme y tranquila una señal que delatara su traición.

—No, no se trata de él… Es el padre del que escribió la proclama— aclaró el ayudante. —El hijo está en el calabozo y creo que acabará mal.

Un viejo con una condecoración y un funcionario alemán, que llevaba una cruz al cuello, se acercaron al grupo.

—Es una historia muy embrollada— dijo el ayudante. —La proclama apareció hace ya dos meses y en seguida lo pusieron en conocimiento del conde, quien ordenó que se abriera una investigación, lo que hizo Gavrilo Ivánich. La proclama pasó exactamente por sesenta y tres manos. En cuanto le llegaba a alguno, se procedía al interrogatorio: “¿Quién te la dio?”. “Me la dio fulano de tal.” Se dirigían, entonces, al fulano de tal con la misma pregunta, y de ese modo acabaron por dar con Vereschaguin… un mercader de poca categoría, sin estudios, simpático él…— explicaba el ayudante sonriendo. —Le preguntaron: “¿Quién te la dio?”. Lo importante es que sabían quién se la había proporcionado. No podía haberla recibido más que del jefe de Correos; pero, evidentemente, estaban de acuerdo. Vereschaguin respondía: “Nadie. La he escrito yo”. No valieron ni amenazas, ni ruegos, seguía en sus trece y mantenía lo dicho. Se lo dijeron al conde y éste lo hizo llamar. “¿Quién te ha dado esa proclama?”. “Yo la escribí.” Bueno— continuó el ayudante con una sonrisa alegre y orgullosa, —ya conocen ustedes al conde. Se enfureció terriblemente; así que… imagínense cómo se pondría con tanta insolencia, mentira y obstinación…

—Comprendo— dijo Pierre. —El conde necesitaba que denunciase a Kliuchárov.

—Nada de eso— dijo el ayudante, asustado. —Kliuchárov era culpable aun sin eso. Por eso se lo deportó. Pero el conde estaba muy indignado. Le preguntó: “¿Cómo has podido escribirla tú?”. Tomó de la mesa él Diario de Hamburgo. “¡Aquí la tienes! Tú no la has escrito. ¡La has traducido y, por cierto, bastante mal, imbécil, porque ni siquiera sabes francés!” ¿Y qué creen ustedes? El chico contestó: “No, no he leído ningún periódico. ¡La he inventado yo!”. “Pues entonces eres un traidor. Te mandaré a los tribunales y te ahorcarán. Dime de una vez quién te la dio”. “No he visto ningún periódico. La escribí yo.” Y así quedó la cosa. El conde hizo llamar al padre. El joven insistió y fue a parar a los tribunales; creo que lo han condenado a trabajos forzados. Ahora el padre viene a interceder por él. Es un mal chico; uno de esos hijos de mercader, presumido y conquistador. Ha debido de oír algunas conferencias y ahora se cree superior a todos. ¡Así es el chico! Su padre tiene una posada cerca del puente de Piedra. Al parecer, en la posada hay una gran imagen de Dios Todopoderoso con el cetro en una mano y el mundo en la otra. Pues él se llevó el cuadro a casa por unos días, se buscó a un pintor, un canalla que…

Guerra y paz
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