XVIII
Cuando Pierre volvió a su casa le entregaron dos pasquines de Rastopchin traídos aquel día.
En el primero se decía que el rumor de que el conde Rastopchin prohibía salir de Moscú era falso, y que, por el contrario, el conde estaba contento de que las damas y las mujeres de los mercaderes abandonasen la ciudad. “A menos miedo, menos habladurías —decía un pasquín—. Pero respondo con mi vida que esos malvados no entrarán en Moscú.” Tales palabras hicieron ver claramente a Pierre, por primera vez, que los franceses llegarían a Moscú. El segundo decía que el Cuartel General ruso estaba en Viazma, que el conde Vitgenstein había derrotado a los franceses; pero, ya que muchos ciudadanos deseaban armarse, en el arsenal encontrarían armas preparadas para ellos: sables, pistolas, fusiles, que podrían adquirir a buen precio.
El tono de los dos pasquines no era ya tan burlón como en las anteriores conversaciones de Chiguirin. Ante aquellos dos manifiestos Pierre quedó pensativo: era evidente que aquella terrible nube borrascosa que él anhelaba con toda la fuerza de su alma y que despertaba, al mismo tiempo, un terror involuntario en su ánimo se estaba acercando.
Por centésima vez se hizo la misma pregunta: “¿Debo incorporarme al ejército o esperar?”. Tomó la baraja que había sobre la mesa y se puso a hacer un solitario.
“Si me sale este solitario —se dijo, barajando las cartas y levantando los ojos, —si sale…, quiere decir… ¿qué quiere decir?…”
Pero aún no había terminado de contestarse cuando se oyó la voz de la mayor de las princesas que le preguntaba si podía entrar.
“Entonces significa que debo ir al ejército”, concluyó Pierre.
—Entre, entre— agregó volviéndose hacia la puerta.
Sólo la mayor de las princesas, la del talle largo y rostro petrificado, seguía viviendo en la casa de Pierre, las dos menores se habían casado.
—Perdóneme, mon cousin, si vengo a molestar— dijo con un timbre de emoción y reproche. —Pero hay que tomar por fin alguna decisión. ¿Qué va a suceder? Todos se van de Moscú y el pueblo se subleva. ¿Es que nosotros nos quedamos?
—Por el contrario, ma cousine, parece que todo va muy bien— dijo Pierre con el tono bromista que siempre empleaba al hablar con la princesa, para ocultar la confusión que le producía su calidad de bienhechor de aquella mujer.
—Sí, todo va muy bien… ¡Vaya manera de ir bien las cosas! Varvara Ivánovna me ha contado lo bien que se distinguen nuestras tropas. No hay motivos para enorgullecerse. Y el pueblo anda revuelto, deja de obedecer. Hasta mi sierva me contesta groseramente. No tardarán mucho en pegarnos. No se puede andar por las calles; y lo peor es que cualquier día se presentan aquí los franceses. ¿A qué esperamos, pues? Sólo le pido, mon cousin, que dé orden de llevarme a San Petersburgo. Sea yo como sea, pero no puedo vivir sometida a Bonaparte.
—Pero, cálmese, ma cousine. ¿De dónde saca esas noticias? Ocurre todo lo contrario…
—No me someteré a su Napoleón. Los demás, que hagan lo que quieran… Y si usted no quiere hacerlo…
—Claro que lo haré: ahora mismo daré la orden.
La princesa estaba visiblemente fastidiada por no tener con quien enfadarse. Mascullando algo, tomó asiento en una silla.
—No la han informado bien— añadió Pierre. —En la ciudad todo permanece tranquilo y no hay peligro alguno. Mire, acabo de leer esto…— y enseñó a la princesa los pasquines. —Dice el conde que responde con su vida de que el enemigo no entrará en Moscú.
—¡Ah!— dijo la princesa, furiosa. —Ese conde suyo es un hipócrita, un miserable; él mismo excita al pueblo a la rebeldía. ¿No escribió, acaso, en esos estúpidos pasquines que a cualquiera, fuese quien fuera, había que agarrarlo por el copete y llevarlo a la cárcel? Vaya tontería. La gloria y el honor, dice, serán de quien lo haga. Y mire el resultado de sus buenas palabras. Varvara Ivánovna me ha contado que el pueblo casi la mata porque habló en francés…
—Eso no tiene importancia… Usted toma demasiado a pecho las cosas— dijo Pierre, y se dedicó al solitario.
El solitario salió bien, pero Pierre se quedó en Moscú —en la ciudad casi vacía—, presa de la misma inquietud, indecisión, del mismo temor y alegría, a la espera de algo horrible.
Al atardecer del día siguiente la princesa se fue y el administrador se presentó a Pierre para decirle que no tenía el dinero necesario para equipar el regimiento, a no ser que se vendiera una de las fincas. El administrador trató de hacer ver a Pierre que la empresa del regimiento acabaría por arruinarlo. Pierre, al oír tales palabras, disimuló a duras penas una sonrisa.
—Bueno, véndala— dijo, —¿qué le vamos a hacer? Ahora no puedo volverme atrás.
Cuanto más empeoraba la situación general y la suya propia, más grata le parecía y más inminente veía la catástrofe que esperaba. Casi todas sus amistades se habían ido ya de Moscú. También Julie y la princesa María; de sus amigos más íntimos no quedaban más que los Rostov, pero Pierre no iba a visitarlos.
Aquel día, para distraerse, fue a la aldea de Vorontsovo, con el fin de ver un enorme globo que estaba construyendo Leppich para destruir al enemigo, y otro globo de pruebas que soltarían al día siguiente. El globo no estaba aún terminado, pero Pierre sabía que se construía por deseo expreso del Zar. A ese propósito, el conde Rastopchin había recibido la siguiente carta:
En cuanto Leppich esté dispuesto, prepárenle una buena tripulación para la barquilla, compuesta de hombres seguros e inteligentes, y envíe un correo al general Kutúzov para advertirle. Yo le he avisado ya sobre ello.
Le ruego que recomiende a Leppich que esté bien sobre aviso acerca del lugar en que debe descender la primera vez, para que no se equivoque y caiga en manos del enemigo. Es indispensable que combine sus movimientos con el general en jefe.
Al volver de Vorontsovo, Pierre atravesó la plaza Bolótnaia y vio a una gran muchedumbre reunida en torno al patíbulo. Estaban azotando a un cocinero francés acusado de espionaje. El castigo acababa de terminar y el verdugo desataba del potro a un hombre grueso, de rojizas patillas, medias azules y chaquetón verde, que gemía lastimeramente. El otro criminal, flaco y pálido, estaba a su lado. Ambos debían de ser franceses, a juzgar por sus caras. Con aire asustado y dolorido, semejante al francés flaco, Pierre se abrió paso entre la muchedumbre.
—¿Qué sucede? ¿Quiénes son? ¿Por qué los castigan?— preguntaba.
Pero la atención de la gente, funcionarios, pequeños tenderos y mercaderes, mujiks y mujeres con abrigos y pellizas, estaba de tal manera concentrada en lo que ocurría en el patíbulo, que nadie contestó. El hombre grueso se levantó; frunció el ceño, se encogió de hombros y, sin mirar en derredor, se puso su chaquetón, con el evidente deseo de mostrarse entero. Pero sus labios temblaron de pronto y, reprochándose su propia debilidad, rompió a llorar como lloran los hombres maduros y sanguíneos. La gente comenzó a hablar en voz alta y Pierre creyó que lo hacían para sofocar los propios sentimientos de piedad.
—Es el cocinero de no sé qué príncipe…
—Está visto, musiú, que la salsa rusa les resulta agria a los franceses… Le ha dejado mal gusto de boca— dijo un funcionario de arrugado rostro que estaba junto a Pierre cuando el azotado comenzó a llorar.
El funcionario miró en derredor para comprobar el efecto que hacía su broma; algunos rieron, otros siguieron mirando asustados al verdugo, que estaba desnudando al segundo condenado.
Pierre resopló, frunció el ceño y se volvió a toda prisa al coche sin dejar de murmurar palabras sin sentido. A lo largo del camino se estremeció varias veces y lanzó algunas exclamaciones en voz alta, hasta que el cochero le preguntó:
—¿Manda algo, Excelencia?
—Pero, ¿adónde vas?— gritó Pierre al cochero, que entraba en la Lubianka.
—¿No me ordenó que fuéramos a la residencia del general gobernador?
—¡Idiota! ¡Bruto!— gritó Pierre, llenando de insultos al cochero, cosa que hacía raras veces. —¡Te dije que a casa! ¡Y deprisa, estúpido! Tengo que salir hoy mismo— añadió ya para sí mismo.
El espectáculo de los franceses azotados y de la muchedumbre, que presenciaba el castigo, lo había llevado a la conclusión de que no podía permanecer más tiempo en Moscú; estaba decidido a salir cuanto antes para el ejército y le parecía haber dicho al cochero sus intenciones o que el cochero debería haberlas adivinado.
Al llegar a casa avisó a Eustáfievich, el otro cochero que lo sabía todo, lo entendía todo y era conocido por todo Moscú, de que aquella misma noche iba a salir para Mozhaisk, al ejército, y que debía mandar allí sus caballos de silla. No era posible hacerlo todo en el mismo día y, siguiendo el consejo de Eustáfievich, Pierre hubo de retrasar la partida para el día siguiente, a fin de preparar los tiros de repuesto.
Después de unos días de mal tiempo, el 24 amaneció sereno y, después del almuerzo, Pierre salió de Moscú. Por la noche, al cambiar los caballos en Perjúshkovo, Pierre supo que esa misma tarde tuvo lugar una importante batalla. Contaban que allí, en Perjúshkovo, la tierra había temblado con el estruendo de los cañonazos. Pierre preguntó quién había sido el vencedor, pero nadie le supo responder. (Se trataba de la batalla de Shevardinó, librada el día 24.) Al amanecer Pierre llegó a Mozhaisk.
Todas las casas de Mozhaisk estaban ocupadas por las tropas, y en la posada, donde encontró a su caballerizo y al cochero, no quedaba sitio: todo estaba lleno de oficiales.
En Mozhaisk y más allá no se veían más que soldados por todas partes, a pie o montados: cosacos, infantería, carros, armones y piezas artilleras. Pierre tenía prisa en avanzar, y cuanto más se alejaba de Moscú y más se sumergía en aquel mar de tropas, más crecía su inquietud, su impaciencia y una sensación nueva, jubilosa, no experimentada antes. Era un sentimiento parecido al que había experimentado en el palacio de Slobodski el día de la llegada del Emperador: el sentimiento de que era preciso emprender algo y sacrificar algo. Le resultaba agradable ahora comprender que todo cuanto hace la felicidad humana, las comodidades de la vida, las riquezas y la vida misma no era nada en comparación con… ese algo. Pierre no podía darse cabal cuenta. No trataba de buscar explicación por quién y para qué se sentía tan inclinado a sacrificarlo todo. No lo preocupaba el móvil del sacrificio, sino el sacrificio en sí era el que despertaba aquel sentimiento jubiloso y nuevo.