XXIV

El 1 de septiembre, por la tarde, después de su entrevista con Kutúzov, el conde Rastopchin volvió a Moscú, dolorido y molesto porque no lo hubieran invitado al Consejo Superior de Guerra y el Serenísimo no prestara atención alguna a su propuesta de tomar parte en la defensa de la capital. Le había producido también asombro la nueva opinión recogida en el ejército; según ella, la seguridad de la capital y sus propios sentimientos patrióticos eran no sólo secundarios, sino absolutamente inútiles e insignificantes.

Disgustado, molesto y sorprendido por todo ello, el conde Rastopchin regresó a Moscú.

Después de cenar se tumbó en un diván sin desnudarse. A la una, lo despertó un correo que le traía una carta de Kutúzov. Considerando que el ejército retrocedía al camino de Riazán, más allá de Moscú, decía la carta, el conde debía mandar fuerzas de policía para guiar a las tropas en su paso por la ciudad. Eso no era una novedad para Rastopchin. No sólo a raíz de la entrevista con Kutúzov el día anterior en Poklónnaia, sino desde la batalla de Borodinó, cuando todos los generales que llegaban a Moscú opinaban unánimemente que aún no se podía presentar batalla, y desde que, con su permiso, todas las noches evacuaban de la ciudad los bienes estatales y la mitad de los habitantes de Moscú se habían marchado, el conde Rastopchin sabía que la capital sería abandonada. Sin embargo, esa noticia, comunicada por Kutúzov como una orden en forma de simple nota y recibida de noche, en pleno sueño, extrañó e irritó al conde.

Más tarde, explicando lo que entonces había hecho durante aquel tiempo, el conde Rastopchin escribió en sus memorias, repetidas veces, que se preocupaba entonces de objetivos importantes: de maintenir la tranquillité à Moscou et d’en faire partir les habitants.[478] Admitida esa doble finalidad, todos los actos del gobernador son irreprochables. Pero, ¿por qué no se sacaron los objetos sagrados? ¿Por qué quedaron los depósitos de armas y municiones, la pólvora y los graneros? ¿Por qué se engañó a miles de ciudadanos, que se vieron arruinados, afirmándoles que Moscú no sería abandonada al enemigo? “Para mantener la tranquilidad en la capital”, responde el conde Rastopchin. ¿Por qué se sacaron de Moscú las oficinas administrativas llenas de papeles inútiles, el globo de Leppich y tantos otros objetos? “Para dejar vacía la ciudad”, contesta el conde Rastopchin. Basta con admitir que algo amenazaba la tranquilidad pública y todo acto resulta justificado. Todos los terribles excesos del Terror se cometieron con el pretexto de la tranquilidad pública.

¿En qué se basaba, pues, el temor del conde Rastopchin respecto a la tranquilidad de los moscovitas en 1812? ¿Qué le hacía suponer que la ciudad tendía a sublevarse? Los habitantes se iban; las tropas, en plena retirada, llenaban las calles. ¿Por qué iba a rebelarse el pueblo?

No sólo en Moscú, sino en toda Rusia, la entrada del enemigo no había provocado nada que se pareciera a una revuelta. Los días 1 y 2 de septiembre quedaban en Moscú más de diez mil habitantes y, excepto la aglomeración en el patio de la casa del general gobernador (aglomeración provocada por él mismo), no se produjo nada. Menos aún se habría podido temer un motín popular si después de la batalla de Borodinó, cuando el abandono de Moscú parecía inminente o al menos probable, en vez de soliviantar al pueblo con la distribución de armas y pasquines, el gobernador hubiera tomado medidas oportunas para hacer evacuar los objetos sagrados de las iglesias, las municiones y el dinero, y hubiese anunciado abiertamente al pueblo que la ciudad iba a ser abandonada.

Rastopchin, hombre exaltado y sanguíneo, que siempre había vivido en las altas esferas de la administración, a pesar de sus sentimientos patrióticos no conocía en absoluto al pueblo que creía gobernar. Desde la entrada del enemigo en Smolensk, Rastopchin creyó ser el rector de los sentimientos populares, ser el corazón de Rusia. No sólo le parecía (como ocurre a todo jefe de administración) que gobernaba los actos externos de los habitantes de Moscú, sino que orientaba también sus estados de ánimo por medio de sus proclamas y pasquines, escritos en aquel lenguaje artificioso que el pueblo desprecia en su medio y no entiende cuando procede de las altas esferas. Ese hermoso papel de dirigente de los sentimientos populares agradaba tanto a Rastopchin, se había identificado tanto con él, que la necesidad de abandonarlo y entregar la ciudad sin hecho heroico alguno lo cogía de sorpresa; perdió de pronto el terreno en que se asentaba y quedó sin saber qué hacer. Aunque sabía que Moscú iba a ser abandonado al enemigo, hasta el último instante creyó profundamente que ese hecho no se produciría y no se preparó para los acontecimientos inevitables.

Los habitantes salían de la capital en contra de los deseos de Rastopchin; las oficinas fueron evacuadas, por insistencia de los funcionarios, a cuyas peticiones cedió el conde de muy mala gana; por su parte, el general gobernador no se preocupó más que del papel que él mismo se había atribuido. Como es frecuente en personas dotadas de exaltada imaginación, sabía desde mucho antes que Moscú iba a ser entregado, pero llegó a tal conclusión tan sólo en virtud del razonamiento; en el fondo de su alma no lo creía y su imaginación era incapaz de llevarlo a la nueva situación.

Toda su enérgica actuación (hasta qué punto fue útil y se reflejaba en el pueblo es otra cuestión) estaba encauzada a suscitar en la población el sentimiento que él mismo experimentaba: el odio patriótico a los franceses y la confianza en sí mismo.

Pero cuando los acontecimientos alcanzaron proporciones verdaderamente históricas, cuando las palabras resultaron insuficientes para expresar tan sólo el odio a los franceses, cuando este aborrecimiento no podía manifestarse ni siquiera en el campo de batalla, cuando la confianza en sí mismo se hizo inútil con relación a Moscú únicamente, cuando toda la población, como un solo hombre, abandonó sus bienes y huyó de la ciudad, mostrando con ese acto negativo toda la fuerza de sus propios sentimientos nacionales, el papel escogido por Rastopchin se vio falto de sentido. Y el general gobernador se sintió muy solo, débil y ridículo, sin terreno firme bajo sus pies.

Al recibir, tan pronto como despertó, la fría e imperiosa nota de Kutúzov, Rastopchin se sintió tanto más irritado cuanto más culpable se reconocía. En Moscú quedaba todo aquello que se le había encargado evacuar: todos los bienes públicos, que debería haber sacado de la ciudad. Y sacarlo todo ahora era imposible.

“¿Quién tiene la culpa de que hayamos llegado a esta situación? Yo no, desde luego. Por mí, todo estaba preparado. ¡He mantenido Moscú en un puño! ¡Y he aquí adonde nos han llevado! ¡Miserables! ¡Traidores!”, pensaba sin llegar a definir bien quiénes eran los miserables y traidores, pero sintiendo la necesidad de odiar a esos ignorados culpables de la situación falsa y ridícula en que se hallaba.

Toda aquella noche la pasó el conde Rastopchin dando órdenes. Venían a recibirlas desde todos los puntos de Moscú. Los que lo rodeaban no lo habían visto nunca tan sombrío e irritado.

“Excelencia, han venido del Departamento del Patrimonio… en nombre del director, a recibir órdenes… Vienen del Consistorio, de la Universidad, de los tribunales, del asilo… El vicario… pregunta… ¿Qué órdenes hay que dar a los bomberos?… También pregunta el director de la cárcel… y del manicomio…”

Y así durante toda la noche. A todas esas preguntas contestaba con frases breves e irritadas, que mostraban la inutilidad de aquellas órdenes y que toda su obra, preparada con tanto cuidado, se había venido abajo por culpa de alguien; ese alguien era el que cargaría con toda la responsabilidad de cuanto iba a suceder ahora.

—Di a ese imbécil— respondió a la pregunta del Departamento del Patrimonio— que se quede él guardando sus documentos. ¿Qué tonterías preguntas sobre los bomberos? Tienen caballos, pues que se vayan a Vladimir. No los vamos a dejar a los franceses…

—Excelencia, está aquí el director del manicomio. ¿Qué le ordena?

—¿Qué le ordeno? ¡Que se vayan todos! Que suelte a los locos en la ciudad… ¡Si nuestro ejército lo mandan locos, es señal de que Dios lo ha dispuesto!

Cuando le preguntaron qué había que hacer con los presos encadenados, el conde respondió airado al director de la cárcel:

—¿Qué quiere usted? ¿Que le dé dos batallones de escolta, que no tengo? ¡Póngalos en libertad, y se acabó!

—Excelencia, hay delincuentes políticos: Meshkov, Vereschaguin…

—¿Vereschaguin? ¿Todavía no lo han ahorcado?— gritó Rastopchin. —¡Tráigamelo!

Guerra y paz
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