VII

La terrible noticia de la batalla de Borodinó, con las pérdidas rusas entre muertos y heridos, y la noticia más terrible aún del abandono de Moscú llegaron a Vorónezh hacia mediados de septiembre. La princesa María acababa de enterarse por los periódicos de que su hermano estaba herido, y, sin noticia alguna de él, se preparaba para salir en su busca. Así se lo contaron a Nikolái, que no la había visto.

Desde la noticia de la batalla de Borodinó y del abandono de Moscú, Rostov se encontraba en Vorónezh a disgusto y aburrido, aunque no por desesperación, cólera, deseos de venganza o cualquier otro sentimiento análogo. Todas las conversaciones que oía le parecían igualmente falsas; no sabía qué opinión formarse acerca de los acontecimientos y se daba cuenta de que sólo en el regimiento comenzaría a ver las cosas claras. Así pues, se daba prisa en concluir su misión, la compra de caballos, y, sin motivo alguno, se enfurecía frecuentemente con el asistente y el sargento que lo acompañaban.

Pocos días antes de la marcha de Rostov se celebraba en la catedral un tedéum con motivo de una victoria, lograda por las tropas rusas y Nikolái acudió al templo. Se colocó detrás del gobernador y, procurando guardar el aspecto debido, se abandonó a los más diversos pensamientos. Cuando el oficio religioso hubo terminado, la esposa del gobernador lo llamó.

—¿Has visto a la princesa?— preguntó, indicándole con la cabeza a una dama vestida de negro que estaba detrás del coro.

Nikolái reconoció en el acto a la princesa María no tanto por su perfil, que se percibía debajo del sombrero, como por el sentimiento de cautela, temor y conmiseración que inmediatamente se adueñó de él. La princesa María, absorta evidentemente en sus pensamientos, hacía su última señal de la cruz antes de salir.

Nikolái contempló con asombro su rostro. Era el que conocía, el que había visto antes, con la misma expresión de vida espiritual interior, pero iluminada aquel día por una luz muy distinta. En esos rasgos había grabada una conmovedora expresión de pena, ruego y esperanza.

Como antes le ocurriera en presencia de María, Nikolái, sin esperar el consejo de la esposa del gobernador, sin preguntarse si era correcto o no hablar con ella en la iglesia, se acercó y le dijo que había oído hablar de su dolor y participaba de él con toda su alma. No bien oyó su voz, una luz vivísima encendió su rostro, iluminando a un tiempo su propio sufrimiento y su alegría.

—Querría decirle una cosa, princesa— dijo Rostov. —Si el príncipe Andréi Nikoláievich hubiera muerto, habría venido en los periódicos, puesto que es jefe de regimiento.

La princesa lo miraba sin comprender el sentido de sus palabras, pero contenta por la expresión de compasión que había en aquella cara.

—Y sé por muchos casos que una herida de casco de metralla (los periódicos hablan de una granada) o es inmediatamente mortal o, por el contrario, es leve— explicó Nikolái. —Hay que esperar lo mejor, y estoy convencido…

La princesa interrumpió:

—¡Oh! Sería tan terri…— y sin poder terminar, embargada por la emoción, con un movimiento gracioso (como todo cuanto hacía en su presencia), inclinó la cabeza, lo miró agradecida y siguió a su tía.

Por la tarde Nikolái no fue a ningún sitio; se quedó en casa para terminar las cuentas con los tratantes. Cuando hubo acabado era ya demasiado tarde para salir y muy temprano para acostarse; durante largo rato paseó de un lado a otro por la habitación, pensando en su propia vida, cosa que no le ocurría con frecuencia.

La princesa María había producido en él una impresión agradable en Smolensk. El hecho de verla entonces en tan especiales circunstancias y el que durante tanto tiempo su madre hablara de ella como de un excelente partido hicieron que la mirara con gran atención. Durante su estancia en Vorónezh, esa impresión no había sido solamente grata, sino muy fuerte.

Estaba impresionado por la particular belleza moral que había advertido en ella. Pero tenía que irse de Vorónezh y no se le ocurría pensar con tristeza que iba a perder la oportunidad de verla. Su encuentro con ella aquella mañana en la iglesia —Nikolái se dio cuenta de ello— lo había impresionado más profundamente de lo que pudiera prever y desear para su tranquilidad. Aquel semblante pálido, delicado y triste, aquellos ojos radiantes, aquellos movimientos graciosos y pausados y, sobre todo, la profunda y tierna melancolía que expresaban sus facciones lo inquietaban y exigían su participación.

Nikolái no soportaba en los hombres la manifestación de una profunda vida espiritual (por eso no le era simpático el príncipe Andréi) y solía calificarla despectivamente de filosofía y ensoñación. Pero en la tristeza de la princesa María, que ponía de manifiesto la intensidad de aquel mundo espiritual desconocido para él, hallaba un atractivo irresistible.

“¡Debe de ser una muchacha maravillosa! ¡Un verdadero ángel! ¿Por qué no soy libre? ¿Por qué me apresuré con Sonia?”, pensaba.

Y sin darse cuenta comparó a las dos: la falta en una y la abundancia en otra de aquellos dones espirituales de los que él mismo carecía y por lo cual tanto estimaba. Trató de imaginarse qué ocurriría si fuese libre. ¿Cómo pediría su mano, de qué modo llegaría a ser su esposa? Pero no se lo podía imaginar. Lo invadía la angustia y todo resultaba confuso. Desde hacía bastante tiempo, en cambio, se había hecho una idea de su futura vida con Sonia y todo era simple y claro, puesto que ya estaba pensado, no había nada imprevisto en ella, a quien conocía muy bien. Por el contrario, ¡qué difícil era pensar en una vida futura con la princesa María, a la que no comprendía y únicamente amaba!

Soñar con Sonia fue siempre alegre y casi infantil. Pensar en la princesa era difícil y hasta le infundía cierto temor.

“¡Cómo rezaba! —recordó—. Lo hacía con toda su alma. Sí, ésa es la oración que mueve montañas y estoy convencido de que sus ruegos serán atendidos. ¿Por qué yo no pido en mis oraciones lo que necesito? ¿Y qué es lo que necesito? Libertad, romper con Sonia. Tenía razón la esposa del gobernador cuando decía que mi unión con Sonia sólo traería desgracias, confusiones… maman disgustada… los asuntos de casa… ¡líos, embrollos terribles! Además, ni siquiera la amo. No, no la amo como es debido. ¡Dios mío! Sácame de esta terrible situación sin salida”, y empezó a rezar de pronto. “La oración mueve las montañas, es verdad, pero hay que tener fe; no es cosa de rezar como lo hacíamos de niños Natasha y yo para que la nieve se convirtiera en azúcar y después correr al patio para comprobar el milagro. No, ahora no pido bagatelas”; y diciéndose eso, dejó la pipa y, con las manos juntas sobre el pecho, se detuvo ante el icono. Conmovido por el recuerdo de la princesa María, rezó como no lo había hecho en mucho tiempo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió un nudo en la garganta, cuando entró Lavrushka con unos papeles.

—¡Estúpido! ¿Por qué entras cuando no te llamo?— gritó Nikolái, cambiando repentinamente de actitud.

—Es del gobernador— dijo Lavrushka con voz adormilada. —El correo ha traído cartas para usted.

—Bueno, gracias. Puedes irte.

Nikolái tomó las cartas. Una era de su madre y la otra de Sonia. Reconoció las letras y abrió la de Sonia primero. No había leído más que unas líneas cuando palideció de repente y sus ojos se abrieron con susto y alegría.

—¡No, esto no puede ser!— exclamó en voz alta.

Incapaz de permanecer sentado y quieto, paseó por la habitación sin dejar la carta y leyéndola al mismo tiempo. Volvió a leerla una y otra vez y, encogiéndose de hombros, se detuvo en medio de la estancia, con la boca abierta y los ojos inmóviles. Aquello que acababa de pedir en su oración con la seguridad de que Dios cumpliría su ruego era ya una realidad. Nikolái vio en ello algo insólito, que jamás habría podido esperar. Y el hecho de que todo se cumpliera tan pronto parecía demostrarle que no procedía de Dios, a quien se lo acababa de pedir, sino de una pura casualidad.

Aquel problema que parecía insoluble y ataba su libertad para siempre quedaba resuelto con esa carta inesperada, que al parecer nadie había provocado. Sonia le escribía que la pérdida de casi todos los bienes de la familia Rostov y el deseo manifestado en varias ocasiones por la condesa de que su hijo se casara con la princesa Bolkónskaia, así como la frialdad y el silencio de Nikolái en los últimos tiempos, todo ello, tomado en conjunto, la habían decidido a devolverle la completa libertad renunciando a la promesa de él.

“Me resultaba muy penoso pensar que puedo ser causa de disgustos y disensiones en la familia que tanto me ha protegido —escribía—. La única finalidad de mi cariño es hacer felices a quienes amo. Le ruego, Nikolái, que se considere libre y sepa que, a pesar de todo, nadie lo amará más que su Sonia.”

Esa carta, como la de su madre, venía de Troitsa. La condesa, en la suya, le contaba los últimos días en Moscú, la partida, el incendio de la ciudad y la pérdida de todos los bienes. Añadía que el príncipe Andréi iba con ellos en un convoy de heridos; el estado del príncipe era muy grave, aunque, según los médicos, había esperanzas; Sonia y Natasha lo cuidaban como verdaderas enfermeras.

Al día siguiente Nikolái visitó a la princesa María y le mostró la carta de su madre. Ninguno de los dos hizo la menor alusión al sentido que pudieran tener las palabras “Natasha lo cuida”, pero, gracias a esa carta, entre Nikolái y la princesa María se establecieron unas relaciones casi familiares.

Al día siguiente Nikolái acompañó a la princesa hasta Yaroslavl y poco después salía para incorporarse a su regimiento.

Guerra y paz
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