Unas palabras acerca de Guerra y paz[637]
Al mandar a imprenta una obra en la que he empleado cinco años de incesante y extenuante trabajo, en las más favorables condiciones de vida, me gustaría exponer mi opinión acerca de ella y salir así al paso de algunos malentendidos que pudieran surgir en el lector.
No querría que los lectores buscasen ni vieran en el libro lo que yo no quise o no supe expresar, y concentraran su atención en lo que he querido decir, aunque, por las características de la obra, no haya podido explayarme. Ni el tiempo ni mi propia capacidad me han permitido lograrlo que me había propuesto; así pues, aprovecho ahora la hospitalidad que me brinda una revista especializada para exponer, aunque sea breve y no plenamente, la opinión del autor acerca de su obra para quienes pueda interesar.
1) ¿Qué es Guerra y paz? No es una novela ni un poema y todavía menos una crónica histórica: Guerra y paz es lo que el autor ha querido y podido expresar, en la forma en que está expresado. Semejante manifestación de negligencia por parte de un autor con las formas convencionales de una obra en prosa podría parecer presunción si fuera intencionado y no tuviera precedentes. Pero la historia de la literatura rusa, desde los tiempos de Pushkin, no sólo ofrece múltiples ejemplos de obras que se apartan de esa forma que podríamos llamar europea, sino que no nos ofrece un solo caso contrario. Desde Almas muertas, de Gógol, hasta La casa de los muertos, de Dostoievski, en el nuevo período de la literatura rusa no hay una obra de arte en prosa, por encima de la mediocridad, que se ajuste a la forma de novela, poema épico o relato.
2) El carácter de la época. Algunos lectores, después de la aparición de la primera parte, me dijeron que el carácter de la época no estaba suficientemente definido en mi obra. A este reproche contesto: sé bien en qué consiste el “carácter de la época” que algunos lectores no hallan en mi obra: los horrores de la servidumbre de la gleba, las mujeres encerradas entre cuatro paredes, los latigazos a los hijos adultos, etcétera. No creo que este “carácter de la época” que vive en nuestra imaginación se ajuste a la verdad, y no he querido representarlo. En mis estudios de cartas, diarios y tradiciones no he hallado atrocidades ni violencias mayores que las que pueden encontrarse hoy o en cualquier otra época. También entonces los hombres amaban y envidiaban, buscaban la verdad, aspiraban a la virtud y se dejaban arrastrar por las pasiones. La misma vida intelectual y moral compleja existía entre las clases superiores, a veces aún más refinada que hoy. Si en nuestras mentes se ha formado una idea sobre el carácter arbitrario y brutal de aquel tiempo es sólo porque en las tradiciones, en las memorias, en los relatos y novelas se nos han legado los casos más excepcionales de violencia y brutalidad. Deducir que el carácter predominante de aquella época fuera la violencia sería tan injusto como si un hombre, viendo desde una montaña solamente las copas de los árboles, dedujera que en aquella comarca no había más que árboles. Aquel tiempo tiene su carácter (como lo tiene cada época), que se deriva de la mayor alienación de las clases altas con respecto a las otras clases, de la filosofía religiosa de entonces, de las particularidades de la educación, de la costumbre de usar la lengua francesa, etcétera. Éste es el carácter que intenté expresar como mejor supe.
3) El uso del francés en una obra rusa. ¿Por qué en mi obra no sólo los rusos, sino también los franceses, hablan unas veces en ruso y otras en francés? El reproche de que los personajes de un libro ruso hablen y escriban en francés es como el reproche de alguien que mira un cuadro y observa manchas negras (sombras) que no existen en la realidad. El pintor no tiene la culpa de que la sombra puesta por él en la figura parezca a algunos una mancha negra que no hay en la realidad; sólo será culpable cuando aquellas sombras estén dispuestas de cualquier modo o de manera tosca. Al escribir un libro sobre los comienzos de este siglo y presentar a personajes rusos de cierta clase social, a Napoleón y otros franceses que intervinieron tan directamente en la vida de aquel tiempo, me he dejado llevar, sin quererlo y tal vez más de lo necesario, por su modo de pensar en francés. Y por eso, sin negar la probable inexactitud y tosquedad de las sombras puestas por mí en el cuadro, querría que esas personas a quienes parece ridículo que Napoleón hable ya en ruso, ya en francés, comprendieran que así les parece porque, como la persona que mira el retrato, no ven una figura con sus luces y sombras sino solamente una mancha negra bajo la nariz.
4) Los nombres de los personajes. Los nombres de Bolkonski, Drubetskói, Bilibin, Kuraguin y otros personajes recuerdan nombres rusos muy conocidos. Al relacionar personajes imaginarios con otros que pertenecen a la historia, yo mismo advertí cierta falsedad si el conde Rastopchin hablaba con el príncipe Pronski, con Strieltski o con cualquier otro príncipe o conde de nombre ficticio. Bolkonski o Drubetskói, aunque no son Volkonski ni Trubetskói, suenan a algo conocido y natural en un grupo aristocrático ruso; no he sabido inventar para todos mis personajes nombres que no me sonaran a falso, como Bezújov o Rostov, ni supe evitar esa dificultad más que tomando al azar los apellidos más conocidos para un ruso y cambiando en ellos alguna letra. Me dolería mucho que la semejanza de estos nombres imaginarios con los verdaderos indujera a pensar que mi intención haya sido describir a esta u otra persona real. Y ello, sobre todo porque este trabajo literario, que consiste en describir a personas que existen o existieron realmente, no tiene nada que ver con la literatura de que yo me ocupo.
María Dmítrievna Ajrosímova y Denísov son las únicas personas a las que, sin querer y sin premeditación, he dado nombres que se aproximan bastante a los de dos personajes verdaderos, especialmente notables y queridos por la sociedad de entonces. Esto fue por mi parte un error, derivado de la especial singularidad de aquellas dos personas; pero tal error se ha limitado a ello, y mis lectores sabrán seguramente que a esos personajes no les pasa en la novela nada que se parezca a la realidad. Todos los demás son enteramente imaginarios y ni siquiera tienen —a mi entender— modelos precisos en la tradición ni en la vida real.
5) La discordancia entre mi descripción de los acontecimientos históricos y la de los historiadores. No se trata de una discordancia casual; pero era inevitable. El historiador y el artista que describe una época histórica tienen objetivos muy diferentes. Se equivocaría el historiador que tratara de presentarnos a un personaje histórico en su totalidad, con toda la complejidad de sus relaciones en todos los aspectos de la vida. De la misma manera, erraría el artista que nos presentara a su personaje siempre en su significado histórico. Kutúzov no montaba siempre un caballo blanco ni tenía siempre en la mano el anteojo para seguir la marcha del enemigo. Rastopchin no estuvo siempre en la actitud de aplicar una tea a su casa de Vóronovo (de hecho, nunca lo hizo), ni la emperatriz María Feodórovna se presentaba siempre erguida con su manto de armiño y con una mano apoyada en el código de leyes. Pero la verdad es que la imaginación popular siempre ve así a esos personajes.
Para el historiador, que narra acciones dirigidas a un determinado objetivo, existe el héroe. Para el artista, que expresa las relaciones de ese mismo personaje con todos los aspectos de la vida, no pueden ni deben existir héroes sino hombres.
El historiador se ve obligado (a veces alterando la verdad) a hacer converger todos los actos de un personaje histórico en la idea que él atribuye a ese personaje. Por el contrario, el artista ve incompatible el esbozo de esa idea única con su objetivo y procura únicamente comprender y mostrar no a un determinado actor, sino a un hombre.
Mayor y más sustancial es aún esta diversidad en cuanto a la descripción de los acontecimientos históricos.
El historiador se ocupa de los resultados de un hecho; el artista, de la esencia del hecho. El historiador, al describir una batalla, dice: “el ala izquierda de tal cuerpo de ejército avanzó contra tal aldea, rechazó al enemigo y se vio obligada a retroceder…”, etcétera. El historiador no puede hablar de otra manera. Para el artista esas palabras carecen de sentido y ni siquiera se refieren al hecho. De su experiencia o de cartas, memorias e informes, el artista recoge el hecho; con frecuencia (por ejemplo, al describir una batalla), las deducciones del historiador acerca de la actuación de tales o cuales tropas son diametralmente opuestas a las conclusiones del artista. Esta diversidad de resultados se explica por las fuentes que uno y otro han consultado para sus informaciones. Para un historiador (por seguir con el ejemplo de la batalla), las fuentes principales son los informes de los jefes del ejército y los del general en jefe. El artista no puede sacar nada en limpio de tales fuentes porque no le dicen ni le explican nada. Más aún; el artista rechaza tales informes porque encuentra en ellos una inevitable mentira. Sin hablar de que, después de cada batalla, los adversarios la describen de manera completamente opuesta, en cada descripción hay una dosis de mentira necesaria, por tener que describir en pocas líneas la acción de miles de hombres esparcidos en algunos kilómetros y sumidos en la más fuerte excitación de ánimo, dominados por el miedo, la vergüenza y la muerte.
Ordinariamente, en las descripciones de batallas se cuenta que tales y tales tropas fueron enviadas para asaltar cierto punto y después se les ordenó replegarse, etcétera, como suponiendo que esa misma disciplina que somete a decenas de miles de hombres a la voluntad de uno solo en un campo de maniobras o en una parada puede producir el mismo efecto cuando está en juego la vida. Quien haya vivido una guerra sabe cuán inexacto es todo esto;[638] y, sin embargo, los informes se basan en esa suposición, y de ella derivan las descripciones militares. Recorred las tropas inmediatamente después de una batalla, aun al segundo y tercer días, antes de que se hayan escrito los informes, preguntad a los soldados y oficiales, desde el más alto hasta el más bajo, cómo se ha desarrollado la acción: os contarán lo que han experimentado y visto, y en vuestra mente surgirá una impresión majestuosa, complicada, infinitamente multiforme, penosa y confusa; pero de ninguno de ellos, ni siquiera del general en jefe, podréis saber cómo se ha desarrollado la batalla. Al cabo de dos o tres días empiezan a llegar los informes; los charlatanes comienzan a contar cómo ha sucedido lo que ellos no han visto; por último, se forma un relato común y, sobre la base de ese informe, se configura la opinión general del ejército. Para todos es un alivio poder cambiar las propias dudas e incertidumbres por una representación engañosa, pero clara y siempre lisonjera. Y, pasado un mes o dos, preguntad a una persona que haya participado en aquella batalla: ya no escucharéis en su relato aquel material vivo que había antes; este nuevo testimonio de ahora os cuenta sus impresiones fundadas en la mentira de los informes. Así me contaron a mí la batalla de Borodinó muchas personas inteligentes que habían participado en esa jornada. Todos decían las mismas cosas y todos estaban de acuerdo con las falsas descripciones de Mijailovski-Danílevski, de Glinka y otros; coincidían hasta en los detalles, aun cuando los narradores hubieran estado a varios kilómetros de distancia unos de otros.
Después de la conquista de Sebastopol, el comandante de artillería Krizhanovski me envió los informes de los oficiales artilleros de todos los bastiones y me encargó reunir todos aquellos informes, que eran más de veinte, en una única relación. Lamento no haber sacado copia. Constituían el mejor ejemplo de esa mentira militar tan ingenua e inevitable como necesaria de que están compuestas todas las relaciones de este tipo. Supongo que muchos de mis compañeros que entonces redactaban tales informes sonreirán al leer estas líneas y recordarán cómo, por orden de los superiores, escribían lo que en modo alguno podían saber. Quienes tienen experiencia de la guerra saben hasta qué punto los rusos son capaces de alcanzar sus objetivos en una batalla y qué poco capaces son de describirla con la vanidosa mentira necesaria para esta clase de informes. Todos saben que en nuestro ejército este oficio de redactar informes está casi siempre en manos de extranjeros.
Si digo todo esto es para demostrar que la mentira es inevitable en las descripciones militares, las cuales sirven de fuente de información a los historiadores; y también para demostrar hasta qué punto son inevitables las abundantes discordancias entre el artista y el historiador en la interpretación de un hecho histórico.
Pero, además de este engaño inevitable en la exposición de los acontecimientos históricos, he hallado en los historiadores de la época de que hablamos (seguramente como consecuencia de la costumbre de agrupar los sucesos, narrarlos brevemente y conformarse con su trágica entonación) una especial forma de lenguaje ampuloso en el cual, con frecuencia, la falsía y la alteración de los hechos se extienden no sólo a los acontecimientos sino a la comprensión de su significado. Muchas veces, al estudiar las dos principales obras históricas de la época, las de Thiers y Mijailovski-Danílevski, me dejaba perplejo que tales obras pudieran salir a la luz y ser leídas. Sin hablar de sus relatos de acontecimientos idénticos, mantenidos en el tono más grave y autorizado, con abundantes citas de documentos, diametralmente opuestas unas a otras, encontraba en ambos historiadores descripciones que, al leerlas, no sabía si reír o llorar cuando recordaba que aquellos dos libros son monumentos singularísimos de una época y cuentan con millones de lectores. Citaré un solo ejemplo del libro del célebre Thiers. Después de contar que Napoleón había llevado a Rusia rublos falsos, Thiers dice:
Relevant l’emploi de ces moyens par un acte de bienfaisance digne de lui et de l’armée française, il fit distribuer des secours aux incendiés. Mais les vivres étant trop précieux pour être donnés longtemps à des étrangers, la plupart ennemis, Napoléon aima mieux leur fournir de l’argent, et il leur fit distribuer des roubles papier.
Este fragmento sorprende, separado del resto, no diré por su inmoralidad sino simplemente por su asombrosa insensatez. Pero en su conjunto no causa tanto estupor, puesto que concuerda perfectamente con el tono general, ampuloso, solemne, exento de todo significado directo.
Así pues, los objetivos del artista y del historiador son absolutamente distintos, y mi discordancia con respecto a los historiadores en la descripción de los acontecimientos y personajes de mi libro no debe sorprender al lector.
Pero el artista no debe olvidar que la representación popular de personajes y acontecimientos históricos no está basada en la fantasía, sino en los documentos que los historiadores han podido recoger. Por consiguiente, aunque de manera diversa, al representar esos personajes y acontecimientos el artista debe servirse, como el historiador, del material histórico. Siempre que en mi novela hablan o actúan personajes históricos, no los he inventado sino que me he servido de materiales históricos que han formado, durante mi trabajo, una verdadera biblioteca integrada por libros cuyos títulos no creo necesario citar aquí pero a los que puedo siempre remitir al lector.
6) Por último, la sexta consideración —para mí la más importante— se refiere a la poca trascendencia que, según mis ideas, tienen los llamados grandes hombres en los acontecimientos históricos.
Al estudiar una época tan trágica, tan rica en sucesos grandiosos y tan próxima a nosotros, y sobre la que aún perduran tantas y tan diversas tradiciones, he llegado a la convicción, para mí evidente, de que las causas de los hechos históricos son inaccesibles a nuestro entendimiento. Decir —cosa que parece a todos tan sencilla— que las causas de los sucesos de 1812 son el espíritu de conquista de Napoleón y la patriótica firmeza del zar Alejandro I es tan insensato como afirmar que las causas de la caída del Imperio romano deben buscarse en el hecho de que este o aquel bárbaro condujo sus pueblos a Occidente, o a que un determinado emperador romano gobernó mal, o a que una enorme montaña, socavada en sus bases, se hundió porque el último obrero dio el último golpe de pico.
Un acontecimiento así, en el que millones de hombres buscaron la manera de exterminarse mutuamente y mataron a millones de sus semejantes, no puede tener por causa la voluntad de un solo hombre: un solo individuo no puede ni socavar la base de una montaña ni obligar a morir a quinientos mil hombres. Pero entonces, ¿cuáles son las causas? Ciertos historiadores sostienen que el espíritu conquistador de los franceses o el patriotismo de los rusos. Otros hablan del espíritu democrático difundido por el ejército de Napoleón, o de la necesidad que Rusia tenía de entrar en relación con Europa, etcétera. Pero, ¿cómo millones de hombres empezaron a matarse, quién los indujo a ello? Parecería que todos tenían claro que esa matanza no beneficiaría a nadie, sino que dañaría a todos. ¿Por qué, entonces, lo hicieron? Es posible hacer, y se hacen, innumerables razonamientos retrospectivos sobre las causas de tan absurdo acontecimiento; pero el inmenso número de tales argumentos y el hecho de que responden a una finalidad común demuestran sólo que el número de causas es infinito y que ninguna de ellas merece ser considerada como verdadera.
¿Por qué millones de hombres trataron de matarse unos a otros, cuando, desde la creación del mundo, se ha demostrado que eso es un mal, física y moralmente hablando? Porque eso era tan inevitable, que, al hacerlo, los hombres obedecían a la misma ley natural y zoológica a que se someten las abejas cuando se destruyen al llegar el otoño, y por las cuales los animales machos se matan unos a otros. No puede darse otra respuesta a tan terrible pregunta.
Esto no sólo es evidente sino que resulta tan natural en la conciencia de todos que no valdría la pena probarlo si no hubiera en el hombre otro sentimiento que lo induce a creerse libre cada vez que lleva a cabo una acción.
Al considerar la historia desde un punto de vista general, se adquiere la certeza de una Ley Eterna en virtud de la cual se cumplen los acontecimientos. Pero si la contemplamos desde el punto de vista individual nos persuadimos de lo contrario.
Un hombre que mata a su semejante, Napoleón que da la orden de pasar el Niemen, vosotros y yo que presentamos una instancia para alistarnos, o levantamos o bajamos el brazo, estamos indudablemente convencidos de que cada uno de nuestros actos está fundado en motivos razonables y en nuestro libre albedrío, de tal modo que depende de nosotros mismos hacer esto o aquello. Y esa convicción está tan arraigada en nuestra naturaleza y es tan preciosa para nosotros que, a pesar de las pruebas de la historia y de las estadísticas sobre los delitos (que nos persuaden de la irresponsabilidad de los actos de otros hombres), extendemos la conciencia de nuestra libertad a todas nuestras acciones.
La contradicción parece insoluble. Al llevar a cabo un acto estoy convencido de que lo ejecuto en virtud de mi libre albedrío; pero si analizo el significado histórico de ese acto en conexión con la vida colectiva del género humano acabo por convencerme de que tal acto estaba determinado y era inevitable. ¿Dónde está el error?
Las observaciones psicológicas sobre la capacidad del hombre para explicar retrospectiva e instantáneamente un hecho con una serie completa de argumentaciones falsamente libres (como me propongo exponer en otro lugar con mayor detalle) confirman que la conciencia de libertad en el hombre al realizar un determinado acto es errónea. Pero esas mismas observaciones psicológicas demuestran que existe otra serie de actos en los que la conciencia de nuestra libertad no es retrospectiva, sino instantánea e indudable. Yo puedo, evidentemente y sea cual fuere la oposición de los materialistas, ejecutar una acción o abstenerme de ella en cuanto esa acción me afecta a mí solo. Es indudable que, por mi propia voluntad, acabo de levantar el brazo y ahora lo bajo. Puedo en este instante dejar de escribir. Vosotros podéis, en un segundo, dejar de leer. Por mi sola voluntad y fuera de todo obstáculo, puedo en un momento trasladarme con el pensamiento a América o pensar en un problema matemático. Puedo, poniendo a prueba mi propia libertad, levantar o bajar con fuerza mi brazo. Lo hago. Pero junto a mí hay un niño; levanto la mano y, con la misma fuerza, intento bajarla sobre él. No puedo hacerlo. Un perro se echa sobre ese niño, y yo no puedo dejar de golpear al perro. Estoy en filas y no puedo dejar de ir con el regimiento. En una batalla, no puedo dejar de ir al asalto con mi batallón, y no huir cuando todos huyen en derredor. No puedo. Cuando estoy en un tribunal, como defensor de un acusado, no puedo dejar de hablar o de conocer lo que voy a decir. No puedo por menos de cerrar los párpados cuando alguien dirige un golpe contra mi ojo.
Por tanto, existen dos clases de actos: unos dependen y otros no dependen de mi voluntad. Y el error que origina la contradicción proviene sólo de que la conciencia de ser libre que acompaña legítimamente cada uno de los actos que remiten a mi yo, a la parte más abstracta de mi ser, la extiendo ilegítimamente a mis actos realizados en unión con otras voluntades y dependientes del concurso de voluntades que no son la mía. Es bastante difícil delimitar el campo de la libertad y de la necesidad; la fijación de ese límite es objeto de la psicología; pero cuando observo las condiciones en que se manifiestan nuestra mayor libertad y nuestra mayor dependencia, no puedo dejar de reconocer que cuanto más abstracta y por consiguiente menos ligada a la actividad de otros hombres es nuestra actividad, tanto más libre es; y a la inversa, cuanto más ligada está nuestra actividad a la de los demás, menos libre es.
El vínculo más fuerte e indisoluble, más penoso y constante con los demás hombres es el llamado poder sobre los otros, que en su verdadero significado no es más que una mayor dependencia con respecto a los demás.
Equivocado o no, me he convencido plenamente de esta verdad a lo largo de mi trabajo. Y al describir los acontecimientos de 1805, 1807 y, sobre todo, de 1812, en los cuales se revela con mayor claridad esta ley de la fatalidad, no podía dar importancia a las acciones de quienes creían controlar los acontecimientos, y que en realidad pusieron en ellos mucha menos actividad humana que los demás participantes. La actividad de esos hombres me interesaba solamente como ilustración de esa ley de la fatalidad que, de acuerdo con mi íntima convicción, domina la historia; y de esa ley psicológica que obliga a un hombre a realizar con menor libertad sus actos y a crear en su fantasía toda una serie de razonamientos retrospectivos para demostrarse a sí mismo que ha obrado libremente.