IV
Era un día tibio y lluvioso de otoño. El cielo y el horizonte presentaban el mismo color de agua turbia. A veces parecía descender la niebla; a veces llovía con grandes gotas oblicuas. Denísov, con su burka y su chorreante gorro caucasiano de piel, montaba un flaco caballo de raza, de flancos hundidos. Lo mismo él que su caballo —que torcía la cabeza y contraía las orejas— se encogían bajo la lluvia. Denísov miraba preocupado hacia delante. Su adelgazado rostro, cubierto por una barba negra, espesa y corta, parecía enfadado. A su lado cabalgaba, también con burka y gorro caucasiano, en un fuerte y bien nutrido potro del Don, un capitán de cosacos, compañero de Denísov.
El tercer jinete, el capitán de cosacos Lavaiski, igualmente vestido, era un hombre alto, liso como una tabla, rubio, de rostro blanco, ojos pequeños y claros. Lo mismo su fisonomía que toda su persona y apostura poseían una expresión de calma y satisfacción propia. Aun cuando resultara imposible definir cuál era la peculiaridad del jinete y de su caballo, a primera vista se advertía que Denísov se sentía incómodo y molesto por el agua. Era un hombre que se había subido a un caballo. El capitán cosaco, por el contrario, se mostraba tan tranquilo y satisfecho como siempre. Era un hombre que formaba un todo con su cabalgadura, un ser único de fuerza duplicada.
Delante de ellos, calado hasta los huesos, marchaba el guía, un mujik que vestía caftán gris y gorro blanco.
Algo atrás, sobre un flaco caballo kirguiz de larga cola, largas crines y belfo ensangrentado, avanzaba un joven oficial con el capote azul del ejército francés.
A su lado iba un húsar, que llevaba a la grupa a un muchacho francés, con el uniforme roto y un gorro de dormir blanco. Con las manos ateridas de frío, el muchacho se agarraba al húsar, movía los pies descalzos para entrar en calor y miraba en torno sorprendido, con las cejas enarcadas. Era el tambor que habían apresado aquella mañana.
Detrás, sobre el camino húmedo e irregular del bosque, avanzaban en filas de a tres o de a cuatro los húsares, seguidos de los cosacos; algunos llevaban burka; otros vestían capote francés, y no pocos se tapaban las cabezas con gualdrapas. Los caballos, tanto los bayos como los alazanes, parecían negros por la lluvia. Sus flancos despedían vaho y, bajo las crines empapadas, los cuellos parecían extraordinariamente delgados. Tanto las ropas como las sillas y bridas estaban mojadas y viscosas como la tierra y las hojas caídas que cubrían el camino. Los hombres, encogidos, procuraban no moverse, para templar el agua que los empapaba, evitando que la nueva, fría, que corría bajo sus sillas, sus rodillas y cuello, entrara dentro de la ropa. Entre los cosacos avanzaban dos furgones, tirados por caballos franceses con aparejos cosacos, que hacían crujir las ramas y hundían, chapoteando, sus ruedas en los charcos.
Al evitar un charco, el caballo de Denísov se acercó tanto a un árbol que el jinete se dio un golpe en la rodilla.
—¡Diablos!— exclamó Denísov furioso, mostrando los dientes, y descargó tres fustazos sobre la bestia, salpicándose de barro y manchando a sus camaradas.
Denísov estaba de mal humor por la lluvia y el hambre (nadie había comido desde la mañana) y, sobre todo, porque no tenía noticia alguna de Dólojov ni había regresado el hombre que saliera en busca de un francés.
“Es poco probable que tengamos una ocasión como ésta para apoderarnos del convoy. Atacar solos es arriesgar demasiado; y si lo dejamos para otro día, cualquier partida grande nos puede arrebatar el botín en nuestras mismas narices”, pensaba sin dejar de mirar hacia delante, con la esperanza de ver al enviado de Dólojov.
Al llegar a un claro, en un punto donde se podía ver una extensa superficie a la derecha, Denísov se detuvo.
—¡Alguien viene!— dijo.
El capitán de cosacos miró en la dirección que Denísov indicaba.
—Son dos: un oficial y un cosaco. Pero no creo en la plausibilidad de que sea el teniente coronel— dijo el capitán, amigo de utilizar palabras desconocidas para los cosacos.
Los jinetes desaparecieron en un declive, mas no tardaron en reaparecer. Delante iba un oficial de cabello revuelto, calado hasta los huesos, que fustigaba su montura para que mantuviera el galope y traía los pantalones recogidos por encima de las rodillas. Lo seguía un cosaco, que trotaba erguido sobre los estribos. El oficial era muy joven, casi un niño, tenía el rostro colorado y ancho, de ojos vivos y alegres. Se acercó a Denísov y le tendió un sobre mojado.
—De parte del general— dijo. —Perdone el estado en que viene…
Denísov, frunciendo el ceño, tomó el sobre que le entregaba el joven oficial y lo abrió.
—Decían que era peligroso… peligroso— dijo el oficial volviéndose al capitán mientras Denísov leía el mensaje. —Aunque Komarov y yo— y señaló al cosaco —íbamos dispuestos. Llevamos cada uno dos pisto… ¿Quién es?— preguntó, al ver al joven tambor francés. —¿Un prisionero? ¿Han entrado ya en batalla? ¿Puedo hablarle?
—¡Rostov! ¡Petia!— gritó Denísov, que acababa de leer la misiva. —Pero ¿por qué no me has dicho que eras tú?— y, con una sonrisa, le tendió la mano.
El oficial era, en efecto, Petia Rostov.
Durante todo el camino venía pensando en el modo de comportarse delante de Denísov como correspondía a un adulto y a un oficial, sin aludir para nada a la amistad de otro tiempo. Pero en cuanto Denísov se volvió a él sonriente, su rostro se iluminó, enrojeció de alegría y olvidó el tono oficial que había decidido mostrar. Contó cómo había logrado pasar junto a los franceses, lo feliz que se sentía por haber recibido esa misión y que había intervenido ya en una batalla, en las cercanías de Viazma, en la cual se había distinguido cierto húsar.
—¡Encantado de verte!— lo interrumpió Denísov, cuyo rostro recobró su actitud pensativa.
—Mijaíl Feoklítich— se volvió al capitán. —Es otra vez el alemán. Él está a su servicio.
Y le explicó el contenido de la carta que Petia Rostov le acababa de traer: el general alemán insistía en que se unieran para atacar el convoy.
—Si no lo hacemos mañana, nos lo quitarán en nuestras propias narices.
Mientras Denísov conversaba con el capitán, Petia, un tanto confuso por su tono frío, que atribuía a sus pantalones arremangados, trató de bajárselos por debajo del capote, de manera que nadie lo viese, y procurando tener el aspecto más marcial posible.
—¿Tiene su Excelencia alguna orden para mí?— preguntó a Denísov llevándose la mano a la visera, volviendo al juego del ayudante y el general, para el que se había preparado. —¿O deberé quedarme en su destacamento?
—¿Ordenes…?— dijo pensativo Denísov. —¿Podrías quedarte aquí hasta mañana?
—¡Oh, por favor!… ¿Puedo quedarme con usted?— exclamó Petia.
—Pero, ¿te ordenó el general que volvieras en seguida?— preguntó Denísov. Petia se ruborizó.
—No me ordenó nada. Creo que puedo quedarme— respondió Petia en tono interrogativo.
—Bueno, de acuerdo— dijo Denísov.
Y volviéndose a sus subordinados ordenó que el destacamento fuera al lugar fijado en el bosque para el descanso, donde pasaría la noche; al oficial del caballo kirguiz (que hacía de ayudante) lo envió en busca de Dólojov, para saber dónde se encontraba y si acudiría aquella noche. Mientras tanto, él, acompañado de Petia y el capitán, se acercaría al lindero del bosque, por la parte de Shámshevo, con objeto de reconocer las posiciones de los franceses, a los que atacarían a la mañana siguiente.
—¡Ea, barbudo!— dijo al campesino que hacía de guía. —Llévanos a Shámshevo.
Denísov, Petia y el capitán, seguidos de algunos cosacos y del húsar que llevaba al prisionero, torcieron a la izquierda, cruzaron un barranco y se dirigieron a la linde del bosque.