III

Entretanto, el Emperador de Rusia llevaba más de un mes viviendo en Vilna, presenciando revistas y maniobras militares. Nada estaba dispuesto para una guerra que todos esperaban y para cuya preparación había llegado Alejandro desde San Petersburgo. No había plan general de campaña y las vacilaciones en cuanto a su elección, entre los proyectos presentados, se habían intensificado desde la llegada del Emperador al Cuartel General. Cada uno de los tres ejércitos tenía un comandante en jefe; pero no existía un jefe que mandara los tres; y el Emperador no quería hacerse cargo del mando.

Cuanto más tiempo pasaba Alejandro en Vilna, menores eran los preparativos para una guerra que ya se cansaban de esperar. Todas las aspiraciones de quienes rodeaban al Emperador se reducían, al parecer, a proporcionarle una estancia agradable y hacerle olvidar la guerra que se avecinaba.

Después de numerosos bailes y fiestas en las mansiones de los magnates polacos, de los palaciegos y del mismo Alejandro, en junio, uno de los edecanes polacos del Emperador tuvo la idea de ofrecer al Soberano un banquete y un baile en nombre de los generales ayudantes de campo. Todos acogieron con júbilo la sugerencia; el Emperador dio su conformidad. Y los ayudantes de campo comenzaron a recoger dinero para la fiesta.

Escogieron a la dama que pudiera ser la preferida del Emperador, para que hiciera los honores; el conde Bennigsen, que tenía grandes propiedades en la provincia de Vilna, ofreció su casa de campo en Zakrest, en las afueras de la ciudad. El baile, el banquete, el paseo en barca por el río y los fuegos de artificio tendrían lugar el 13 de junio, en la finca del conde.

El mismo día en que Napoleón daba orden de cruzar el Niemen y sus tropas de vanguardia, desplazando a los cosacos, penetraban en territorio ruso, Alejandro asistía en el palacio de Bennigsen a la fiesta que le ofrecían sus generales ayudantes de campo.

La fiesta resultaba brillante y alegre. Los entendidos en la materia aseguraban que muy pocas veces habían visto reunidas tantas y tan bellas damas en un mismo lugar. La condesa Bezújov se hallaba presente, entre otras damas rusas que habían seguido al Emperador a Vilna, y su impresionante belleza, típicamente rusa, eclipsaba a las refinadas damas polacas. El Emperador se fijó en ella y le concedió el honor de un baile.

Borís Drubetskói, en garçon, como él decía, pues había dejado a su mujer en Moscú, estaba en el baile y, aunque no era general ayudante de campo, participó con una fuerte suma en la suscripción para la fiesta. Rico ya en dinero y en honores, no buscaba protección y trataba de igual a igual a los jóvenes de su edad llegados a las máximas alturas.

Eran las doce de la noche y continuaba el baile. Elena, que no encontraba pareja digna de ella, propuso a Borís una mazurka. Formaban la tercera pareja. Borís miraba indiferente los desnudos hombros de Elena, que emergían espléndidos entre el oscuro vestido de tul recamado en oro. Hablaba de sus viejas amistades y, al mismo tiempo, sin advertirlo y sin que lo advirtieran los demás, no cesaba ni por un momento de observar al Emperador, que se encontraba en la misma sala. Éste no bailaba; permanecía junto a la puerta y detenía a unos y a otros hablándoles con aquellas palabras cariñosas que sólo él sabía decir.

Al comienzo de la mazurka, Borís notó que el general ayudante de campo Bálashov, una de las personas más próximas al Emperador, se acercaba a él y se detenía, no como acostumbraban los cortesanos, sino muy cerca del Soberano, que en aquellos momentos estaba conversando con una dama polaca. Alejandro fijó una mirada interrogativa en Bálashov y, comprendiendo que procedía así por algún grave motivo, hizo una leve inclinación a la dama y se volvió hacia el general. Desde las primeras palabras de Bálashov, el rostro del Emperador expresó asombro. Tomó al ayudante de campo por el brazo y atravesó con él la sala sin darse cuenta de que la gente se apartaba, dejándoles un amplio espacio a los dos lados. Borís observó también el alterado rostro de Arakchéiev cuando el Emperador pasó delante de él acompañado de Bálashov. Sin dejar de mirar al Soberano, Arakchéiev avanzó, resoplando con su roja nariz, como si esperase la llamada del Emperador. (Borís comprendió que Arakchéiev envidiaba a Bálashov y le disgustaba que una noticia, al parecer importante, llegase al Emperador a través de otro que no fuera él.)

Pero Alejandro pasó con el ayudante de campo sin fijarse en él y ambos salieron por la puerta al jardín iluminado. Arakchéiev, sujetándose el espadín y mirando colérico alrededor, los siguió a una distancia de veinte pasos.

Mientras seguía bailando la mazurka, Borís no cesaba de pensar, intrigado, en cuál podía ser aquella noticia traída por Bálashov y en cómo podía enterarse de ella antes que los demás.

Cuando llegó el momento de elegir a una dama, dijo a Elena que iba en busca de la condesa Potocka, que debía de haber salido al balcón. Se deslizó con paso ligero por el parquet hacia la puerta que daba al jardín y, al ver que el Zar salía de la terraza, dirigiéndose a la puerta, Borís, como si le faltara tiempo para retroceder, se hizo a un lado respetuosamente contra el quicio e inclinó la cabeza.

El Emperador, con la emoción del hombre ofendido personalmente, decía:

—¡Entrar en Rusia sin previa declaración de guerra! No habrá reconciliación mientras quede en mis tierras un solo soldado enemigo.

A Borís le pareció que el Emperador pronunciaba aquellas palabras con satisfacción. Parecía contento por la vigorosa expresión dada a sus ideas, pero le disgustaba que las oyese Borís.

—¡Que nadie lo sepa!— añadió frunciendo el ceño.

Borís comprendió que esas palabras se referían a él y, cerrando los ojos, inclinó levemente la cabeza. El Emperador volvió a la sala y permaneció en el baile cerca de media hora.

Borís supo antes que nadie que las tropas francesas habían pasado el Niemen. Gracias a ello pudo demostrar a ciertos personajes que él sabía lo que permanecía oculto a los demás; y ser más estimado por ellos.

La noticia del paso del Niemen por los franceses llegaba de improviso después de un mes de espera y ¡en pleno baile! En el primer instante, el Emperador, indignado y herido por la ofensa que se le hacía, encontró la frase que había de hacerse célebre, muy de su gusto porque expresaba perfectamente sus sentimientos. Al volver del baile, a las dos de la madrugada, hizo llamar a su secretario Shishkov y le ordenó escribir la orden del día a las tropas y el rescripto al mariscal príncipe Saltikov, exigiendo que se incluyera la frase: “No habrá reconciliación mientras quede en mis tierras un soldado enemigo”.

Al día siguiente escribió a Napoleón la siguiente carta:

Monsieur mon frère. Supe ayer que, a pesar de la lealtad con que he cumplido mis compromisos con Vuestra Majestad, sus tropas han atravesado la frontera rusa; y ahora recibo de San Petersburgo una nota en la que el conde Lauristen anuncia, como causa de esta agresión, que Vuestra Majestad se considera en estado de guerra conmigo desde el momento en que el príncipe Kurakin solicitó sus pasaportes. Los motivos por los que el duque de Bassano rechazó semejante petición no me hubieran hecho suponer jamás que ese gesto sirviera de pretexto a la agresión. En efecto, ese embajador, como él mismo ha manifestado, no tenía autorización para dar el paso que dio; y apenas lo supe le hice llegar mi desaprobación y mis órdenes de que permaneciera en su puesto. Si Vuestra Majestad no tiene la intención de derramar la sangre de nuestros pueblos por un equívoco de este género y consiente en retirar sus tropas del territorio ruso, consideraré lo hecho como no ocurrido, y será posible un acuerdo entre nosotros. En el caso contrario, Majestad, me veré obligado a rechazar un ataque que yo no he provocado en manera alguna. Depende aún de Vuestra Majestad el evitar a la humanidad las calamidades de una nueva guerra.

Je suis, etc…

(Fdo.): Alexandre

Guerra y paz
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