II

—¡Ya viene!— gritó un señalero.

El comandante del regimiento, enrojeciendo, corrió a su caballo; sujetó el estribo con mano temblorosa, montó en la silla, se enderezó, desenvainó la espada y con el rostro feliz y resuelto, abierta la boca por un lado se dispuso a dar la voz de mando. El regimiento se movió como un pájaro que sacudiese sus plumas y quedó inmóvil.

—¡Fir… mes!— gritó con voz vibrante, alegre para sí mismo, severa para el regimiento y deferente para el jefe que se acercaba.

Por el ancho camino, bordeado de árboles, avanzaba rápidamente, con ligero chirriar de muelles, una carretela vienesa de color azul claro enganchada de reata. La seguía al galope el séquito y una escolta de croatas. Junto a Kutúzov iba un general austríaco, de uniforme blanco, que resaltaba más entre los negros uniformes rusos. Se detuvo la carretela cerca del regimiento; Kutúzov y el general austríaco hablaban en voz baja y el primero, al apoyarse pesadamente en el estribo del carruaje, sonrió como si no estuvieran presentes los dos mil hombres que, con la respiración contenida, tenían los ojos puestos en él y en el jefe del regimiento.

Sonó de nuevo la voz de mando. Toda la tropa se estremeció otra vez al presentar armas. En medio de un profundo silencio se oyó la débil voz del general en jefe saludando a las tropas. Todo el regimiento rugió: “¡Viva su Excelencia!”, y de nuevo quedó todo en silencio. Kutúzov no se movió del sitio mientras la tropa desfilaba; después, a pie y acompañado del general uniformado de blanco y de todo el séquito, comenzó a recorrer las filas.

Por la manera con que el comandante del regimiento saludaba al general en jefe, sin apartar de él los ojos, por su modo de caminar echado hacia delante entre las filas, conteniendo a duras penas sus movimientos saltarines, atento a los más pequeños gestos de Kutúzov, procurando captar cada palabra y cada movimiento del general en jefe, era evidente que cumplía con más placer aún sus deberes de inferior que los de superior. Gracias a la severidad y al celo de su jefe, el regimiento se mantenía en excelente estado, en comparación con los llegados al mismo tiempo a Braunau. No había más que doscientos diecisiete entre enfermos y rezagados, y todo se hallaba en buen orden, excepto el calzado.

Kutúzov recorrió las filas; de vez en cuando se detenía para decir unas palabras amables a los oficiales que conocía de la guerra de Turquía y también a algún que otro soldado. Al ver el calzado de sus hombres sacudió varias veces con tristeza la cabeza y lo mostraba al general austríaco, como el que no reprocha a nadie pero no puede por menos que advertirlo. Y cada vez el comandante del regimiento se acercaba presuroso, temiendo perder alguna palabra del general en jefe relacionada con sus hombres.

Detrás de Kutúzov, a una distancia que permitía oír cada una de sus palabras, aun las pronunciadas a media voz, caminaban los veinte oficiales del séquito. Charlaban entre sí y reían a veces. El más próximo al general en jefe era un apuesto ayudante de campo, el príncipe Bolkonski, a cuyo lado caminaba su colega Nesvitski, oficial de Estado Mayor, alto y extremadamente grueso, de rostro sonriente y agraciado y ojos siempre húmedos. A duras penas contenía Nesvitski la risa, viendo al moreno oficial de húsares que tenía al lado. El oficial de húsares, muy serio, sin cambiar la expresión de su cara, contemplaba con ojos graves la espalda del comandante del regimiento e imitaba cada uno de sus movimientos. Cada vez que el comandante del regimiento se estremecía y se inclinaba hacia delante, el oficial de húsares hacía otro tanto. Nesvitski reía y llamaba la atención de los demás para que miraran al burlón oficial.

Kutúzov avanzaba con paso lento y cansino ante los miles de ojos que se desorbitaban para mirarlo. Al llegar a la altura de la tercera compañía se detuvo de pronto. El séquito, que no preveía semejante parada, estuvo a punto de echársele encima.

—¡Hola, Timojin!— exclamó el general, dirigiéndose al capitán de la nariz colorada, el mismo a quien reprendiera el comandante del regimiento por el capote azul.

Cuando el comandante del regimiento reprendió a Timojin, éste se había erguido de tal manera que parecía difícil enderezarse más; pero cuando el general en jefe se dirigió a él, el capitán Timojin se estiró de tal forma que, evidentemente, no habría podido permanecer en semejante postura durante mucho tiempo.

Pareció comprenderlo así Kutúzov y, como quería lo mejor para el capitán, se dio prisa en mirar hacia otra parte. En su mofletudo rostro, desfigurado por una cicatriz, se dibujó una sonrisa apenas perceptible.

—Es un compañero de armas de Ismail— comentó, —¡un bravo oficial! ¿Estás contento de él?— preguntó al comandante del regimiento.

Éste, reflejado siempre como en un espejo por el oficial de húsares, avanzó hacia Kutúzov y dijo:

—Sí, muy contento, Excelencia.

—Todos tenemos nuestras debilidades— sonrió Kutúzov, alejándose, —y la suya era la afición a Baco.

El comandante del regimiento se asustó, como si él tuviera la culpa, y no contestó nada. En aquel momento el oficial de húsares observó el rostro del capitán, con la nariz colorada y el vientre hundido, e imitó tan bien su expresión y postura que Nesvitski no pudo contener la risa. Kutúzov se volvió. Pero el oficial de húsares, por lo visto, dominaba bien los músculos de su cara y al volverse Kutúzov tuvo tiempo de hacer un esfuerzo y su rostro expresó la más absoluta seriedad, respeto e inocencia.

La tercera compañía era la última y Kutúzov quedó pensativo, como tratando de recordar algo. El príncipe Andréi se destacó del séquito y, con voz baja, le dijo:

—Me había ordenado que le recordara al degradado Dólojov, que se halla en este regimiento.

—¿Dónde está Dólojov?— preguntó Kutúzov.

Dólojov, vestido ya con su capote gris de soldado, no esperó que lo llamaran. Un soldado apuesto, de claros ojos azules, salió de la línea. Se acercó al general en jefe y presentó armas.

—¿Tienes alguna queja?— preguntó Kutúzov, frunciendo el entrecejo levemente.

—Es Dólojov— aclaró el príncipe Andréi.

—¡Ah!— dijo Kutúzov. —Espero que te corregirá esta lección. Sirve bien: el Emperador es magnánimo y no te olvidará, si te lo mereces.

Los claros ojos azules de Dólojov miraron al general en jefe con la misma audacia con que se había fijado en el comandante del regimiento, pareciendo destruir, con aquella expresión, las distancias que tanto alejaban al general de su soldado.

—Sólo pido una cosa, Excelencia— dijo con su voz sonora, pausada y firme, —que se me dé una ocasión de reparar mi falta y probar mi devoción a Su Majestad el Emperador y a Rusia.

Kutúzov se apartó. En su rostro apareció una leve sonrisa semejante a la que había reflejado al apartarse del capitán Timojin. Arrugó el ceño, como si quisiera decir que desde hacía tiempo sabía cuanto dijera o pudiese decir Dólojov, que todo eso ya lo tenía aburrido y no era, ni mucho menos, lo preciso. Se apartó, pues, y se dirigió hacia el coche.

El regimiento se agrupó por compañías y avanzó hacia los acuartelamientos designados, no lejos de Braunau, donde esperaba recibir calzado y ropa y descansar de las fatigas de la marcha.

—No se habrá enfadado conmigo, ¿verdad, Projor Ignátich?— preguntó el comandante del regimiento, acercándose al capitán Timojin, que avanzaba al frente de la tercera compañía. El rostro del comandante del regimiento expresaba una incontenible alegría después del buen resultado de la revista. —Al servicio del Zar… uno no puede… En filas, a veces se deja llevar uno… Estoy dispuesto a presentar mis excusas el primero, ya me conoce… El comandante en jefe me felicitó.

Y tendió la mano al capitán.

—Pero, mi general, cómo iba yo a atreverme…— replicó el capitán; su nariz enrojeció todavía más y sonrió mostrando el vacío dejado por dos dientes que le saltaron de un culatazo en Ismail.

—Comunique al señor Dólojov que no lo olvidaré, que esté tranquilo. Y dígame, por favor… Siempre quería preguntarle cómo se porta.

—Manifiesta mucho celo en el servicio, Excelencia; pero… su carácter…

—¿Qué quiere decir con eso del carácter?— preguntó el comandante.

—Tiene días, Excelencia— respondió el capitán; —hoy se muestra razonable, inteligente y cortés y mañana es una fiera; en Polonia, para su conocimiento, estuvo a punto de matar a un judío…

—Claro, claro— interrumpió el comandante; —mas, a pesar de todo, la desgracia de ese joven mueve a compasión. Conoce a gente importante… así que usted…

—A sus órdenes, Excelencia— interrumpió Timojin, dejando ver con su sonrisa que comprendía bien el deseo de su superior.

—Bien, bien… Eso es.

El comandante del regimiento buscó entre las filas a Dólojov y detuvo el caballo.

—En la primera acción, las charreteras— dijo.

Dólojov lo miró sin responder nada y sin modificar su expresión sonriente e irónica.

—Bien, bien— dijo el comandante del regimiento. Y añadió para ser oído por los soldados: —Vodka para todos, de mi parte. Gracias a todos. ¡Loado sea Dios!

Y dejando aquella compañía se acercó a otra.

—Es, en verdad, una buena persona— comentó Timojin, volviéndose al oficial subalterno que caminaba a su lado.

—¡Con él se puede servir!

—En una palabra, que tiene “corazón”— rió el oficial subalterno. (El comandante tenía el sobrenombre de “rey de corazones”.)

La buena disposición de los jefes, después de la revista, se comunicó a los soldados. Todos avanzaban alegres, y por doquier se oían las voces de la tropa.

—¿Quién decía que Kutúzov es tuerto de un ojo?

—Pues sí que lo es.

—No…, amigo, ve mejor que tú. Lo ha mirado todo, las botas, los peales, lo miró todo.

—Cuando me miró los pies pensé que…

Y el otro, el austríaco que iba con él, parecía cubierto de yeso, blanco como la harina. ¡Deben limpiarlos, creo yo, como si fueran pertrechos!

—¡Eh, Fedoshka!… ¿Han dicho algo de cuándo empezaran las batallas? Tú estabas cerca. Dicen que el mismo Bonaparte está en Braunau.

—¡Bonaparte! ¡Eso son mentiras! No sabes lo que dices. Ahora son los prusianos quienes luchan, los austríacos parece que quieren someterlos, y cuando lo consigan empezará la guerra contra Bonaparte. ¡Y tú vienes con que Bonaparte está en Braunau! ¡Bien se ve que eres tonto! Más te valdría escuchar lo que se dice.

—¡Malditos furrieles! Los de la quinta ya están entrando en la ciudad; harán las gachas antes de que nosotros lleguemos.

—¡Oye, hermano, dame una galleta!

—¿Y tú, me diste tabaco ayer cuando te lo pedí? Ya lo ves, pero toma, y que Dios te perdone.

—Si por lo menos hicieran un alto…; porque nos esperan todavía cinco kilómetros con el estómago vacío.

—¡Qué bien estábamos cuando los alemanes nos llevaban en carruajes! ¡En coche sí que se va bien!

—Aquí, amigo, la gente es harapienta; antes eran polacos, súbditos de la corona rusa; y ahora no hay más que alemanes.

—¡Adelante los cantores!— gritó el capitán.

Y de las diversas líneas salieron unos veinte hombres que se pusieron a la cabeza de los demás. El tambor, que dirigía el coro, se volvió hacia ellos, hizo una señal con la mano y entonó una lenta canción que los soldados cantaban durante las marchas:

¿No es el sol que amanece?

comenzaba la canción y terminaba así:

Mucha gloria lograremos

con el padrecito Kámenski.

Esa canción, compuesta en la campaña de Turquía, resonaba ahora en Austria, sólo que en vez de “padrecito Kámenski” se decía “padrecito Kutúzov”. Cuando el tambor, un soldado delgado y apuesto de unos cuarenta años, terminó de cantar las últimas palabras con gran brío, miró severamente a los demás cantores con el ceño fruncido. Una vez convencido de que todos los ojos estaban fijos en él, alzó con ambas manos y mucho cuidado algún objeto precioso pero invisible por encima de la cabeza, lo sostuvo así varios segundos y de pronto lo tiró violentamente y rompió a cantar:

¡Ah mi casa, mi hogar!

“Mi casa nueva…”, corearon veinte voces… Y el que repiqueteaba con las cucharas, a pesar de su carga, se volvió de espaldas y avanzó bailando delante de la compañía, sacudiendo los hombros y amenazando con golpear ya a uno, ya a otro con sus cucharas. Los soldados avanzaban a largo paso, moviendo los brazos al son de la canción.

Tras la compañía se oyó un ruido de ruedas, de muelles, de cascos de caballos. Kutúzov y su séquito volvían a la ciudad. El general en jefe ordenó que los soldados prosiguieran su marcha a discreción, y su rostro, lo mismo que el de los oficiales, expresó la satisfacción que le proporcionaba escuchar las canciones, ver al soldado bailarín y el paso alegre de los soldados. En la segunda línea, a la derecha, sobresalía, aun sin quererlo, un soldado de ojos azules, Dólojov, que caminaba con peculiar gracia siguiendo el ritmo de la canción y miraba de frente a los que pasaban como compadeciéndoles de no marchar con la compañía. Un alférez de húsares, del séquito de Kutúzov (el que antes imitaba al comandante del regimiento), se quedó atrás y se acercó a Dólojov.

Este oficial, Zherkov, había pertenecido cierto tiempo al turbulento círculo presidido por Dólojov en San Petersburgo. En el extranjero, Zherkov se había encontrado con Dólojov, ya degradado, pero no creyó necesario reconocerlo. Ahora, después de la conversación de Kutúzov con el degradado, se acercó a Dólojov con el placer que se experimenta al encontrarse de nuevo con un viejo amigo.

—¡Querido amigo! ¿Qué tal estás?— preguntó, acercándose— y poniendo su caballo al paso de la compañía.

—Ya lo ves— contestó Dólojov con frialdad.

La jubilosa canción de los soldados añadía un tono especial a la desenfadada alegría de Zherkov y a la voluntaria frialdad de las respuestas de Dólojov.

—¿Qué tal te llevas con tus superiores?— preguntó de nuevo Zherkov.

—Muy bien; son buena gente. Y tú ¿cómo te has ingeniado para meterte en el Estado Mayor?

—En comisión de servicio, de oficial de guardia.

Callaron los dos.

Dieron suelta al halcón, lanzado con la diestra…

decía la canción suscitando, sin querer, sentimientos alegres y animosos.

La conversación, probablemente, habría sido distinta de no haber hablado con el acompañamiento del canto.

—¿Es verdad que han zurrado a los austríacos?— preguntó Dólojov.

—¡El diablo lo sabe! Eso dicen…

—Pues me alegro— comentó Dólojov, rotundo y claro, como exigía la canción.

—Ven a vernos alguna tarde, echaremos una partida— dijo Zherkov.

—¿Os sobra dinero?

—Tú ven.

—No. Me he dado palabra de no beber ni jugar hasta haber recuperado las charreteras.

—Eso, en la primera acción…

—Ya veremos.

Callaron de nuevo.

—Ven si necesitas algo, en el Estado Mayor te ayudaremos.

—No te preocupes.

Dólojov sonrió irónicamente.

—Si necesito algo, no lo pediré, lo tomaré yo mismo.

—Yo te lo decía… por…

—Y yo también… por…

—Adiós.

—Que te vaya bien…

A lo lejos, y a lo alto,

hacia el país natal…

Zherkov espoleó el caballo, que, sofocado, batió la tierra con sus patas tres veces sin saber con cuál echar a andar y, al decidirlo, galopó también al ritmo de la canción, se adelantó a la compañía y se unió al séquito de la carretela.

Guerra y paz
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