XVIII
A partir de ese momento, hasta el término de la campaña, toda la actuación de Kutúzov se redujo a emplear cuantos medios tenía a su alcance —la autoridad, la astucia, las súplicas— para contener a sus tropas de ofensivas, de choques y maniobras inútiles contra un enemigo ya moribundo.
Dojtúrov avanza hacia Malo-Yaroslávets, pero Kutúzov no dilata el resto del ejército y ordena evacuar Kaluga, considerando muy posible la retirada más allá de esa ciudad.
Kutúzov se repliega en todas partes, pero el enemigo, sin esperar su retirada, huye hacia atrás, en sentido contrario.
Los biógrafos de Napoleón nos describen su hábil táctica en Tarútino y en Malo-Yaroslávets y hacen conjeturas sobre lo que habría sucedido si Napoleón hubiese conseguido penetrar en las ricas provincias del mediodía.
Pero, además de que nada le impedía avanzar hacia aquellas regiones (puesto que el ejército ruso le cedía el paso), esos historiadores olvidan que nada podía salvar ya al ejército de Napoleón, puesto que llevaba en sí los gérmenes inevitables de la propia ruina. ¿Por qué ese ejército, habiendo encontrado abundantes provisiones en Moscú, no supo conservarlas y acabó pisoteándolas? ¿Por qué cuando llegó a Smolensk, en vez de organizar la recogida de víveres, se dedicó al saqueo? ¿Por qué pensó que podía rehacerse en la provincia de Kaluga, poblada por los mismos rusos que en Moscú y con la misma capacidad de incendiar lo que ardía?
Aquel ejército ya no podía rehacerse en ningún sitio. Desde la salida de Borodinó y el saqueo de Moscú llevaba consigo los gérmenes químicos de su descomposición.
Los soldados que hasta entonces habían formado el ejército napoleónico corrían ahora a la desbandada con sus jefes. Corrían ya sin saber adonde ir. De Napoleón al último soldado no deseaban más que una cosa: salir lo antes posible de aquella situación desesperada de la que todos tenían una vaga conciencia.
Únicamente por ello, en el consejo celebrado en Malo-Yaroslávets, cuando los generales fingían estar discutiendo y cada uno emitía su opinión, lo dicho por el cándido soldado Mouton venía a resumir, en pocas palabras, lo que pensaban todos. Mouton había dicho que era preciso irse lo antes posible, cerrando así todas las bocas, y nadie, ni siquiera Napoleón, pudo objetar algo a una verdad unánimemente admitida.
Aun cuando todos sabían que era necesario marcharse, todavía quedaba la vergüenza de reconocer el hecho de que era preciso huir, vergüenza que sólo podía ser vencida por un impulso exterior, que surgió en el instante oportuno. Fue lo que llamaron los franceses le Hourra de l’Empereur.
Al día siguiente del Consejo, muy temprano, Napoleón, fingiendo deseos de pasar revista a sus tropas e inspeccionar el pasado y futuro campo de batalla, cabalgó con un lucido séquito de mariscales y escoltas por el centro de la formación militar.
Algunos cosacos, que rondaban en torno a un posible botín, tropezaron con Napoleón y estuvieron a punto de capturarlo. Si no lo hicieron fue porque los franceses estaban destinados a salvarse por aquello que fue su perdición: el botín, sobre el que se echaron los cosacos aquí lo mismo que en Tarútino, sin prestar atención a las personas; y Napoleón consiguió huir.
Cuando se demostró que les enfants du Don habían estado a punto de apresar al Emperador en medio de su ejército, se hizo evidente que ya nada podía esperarse y que el único recurso era escapar sin pérdida de tiempo por el camino más corto y más conocido. Napoleón, quien, con su barriguita de hombre entrado en los cuarenta, había perdido la agilidad y la audacia de antaño, comprendió aquella advertencia y, bajo el influjo del miedo suscitado por los cosacos, compartió en seguida la opinión de Mouton y, según dicen los historiadores, ordenó la retirada por el camino de Smolensk.
El hecho de que Napoleón coincidiera con Mouton y que las tropas comenzaran la retirada no demuestra que él lo hubiera ordenado, sino que las fuerzas que influían en el ejército y lo impulsaban hacia el camino de Mozhaisk actuaban también sobre Napoleón.