XXIV

No hubo ceremonia de compromiso ni se dijo a nadie que Bolkonski y Natasha estaban prometidos. Tal había sido el deseo del príncipe Andréi; decía que la culpa del retraso era suya y que él debía soportar sus consecuencias; su compromiso lo ataba para siempre, pero no quería ligar a Natasha y la dejaba en libertad completa. Si al cabo de seis meses se daba cuenta de que no lo amaba, tendría pleno derecho a recobrar su libertad. Naturalmente que ni Natasha ni sus padres querían oír hablar de ello, pero el príncipe Andréi se mantuvo firme. Iba todos los días a casa de los Rostov pero no trataba a Natasha como novio. Le hablaba de usted y se limitaba a besarle la mano. Entre el príncipe Andréi y Natasha se establecieron relaciones que nada tenían que ver con las anteriores: eran unas relaciones cordiales y sencillas, como si hasta entonces no se hubiesen conocido. A los dos les gustaba recordar como se veían cuando no eran nada el uno para el otro. Los dos se sentían ahora completamente distintos de como eran entonces: antes fingían y ahora eran sencillos y sinceros.

La familia de Natasha mostró cierto embarazo al comienzo de sus relaciones con Bolkonski; les parecía un ser de un mundo ajeno, y durante mucho tiempo Natasha procuró familiarizar a los suyos con él, afirmando con orgullo a todos que su prometido no era, en realidad, tan especial como parecía, que era igual a los demás, que ella no le tenía ningún miedo y que nadie se lo debía tener. Al cabo de algunos días la familia se acostumbró a él y, sin que los cohibiese su presencia, siguieron su vida de antes, en la cual él tomaba parte. Sabía hablar de la administración de las tierras con el conde, de modas con la condesa y Natasha, de álbumes y bordados con Sonia. A veces los Rostov, entre sí y delante del príncipe Andréi, se asombraban de cómo había sucedido todo y de lo evidentes que eran los presagios: la llegada del príncipe Andréi a Otrádnoie, su viaje a San Petersburgo, la semejanza entre Natasha y el príncipe (que la niñera había señalado cuando los visitó por primera vez), el altercado entre Andréi y Nikolái en 1805 y tantas otras circunstancias que parecían haber propiciado todo cuanto había sucedido.

En casa de los Rostov reinaba aquel ambiente de poética languidez y silencio que siempre rodea a los prometidos. Con frecuencia, estando todos juntos, guardaban silencio. En ocasiones se retiraban, dejando solos a los dos enamorados, que seguían callados. Raras veces hablaban de su futura vida. El príncipe Andréi tenía miedo y le remordía la conciencia abordar esos temas y Natasha compartía tales sentimientos, como todos los suyos, que siempre adivinaba. Una vez le preguntó por su hijo. El príncipe Andréi se ruborizó, cosa que le ocurría con frecuencia en aquel tiempo y que tanto gustaba a Natasha, y dijo que el niño no viviría con ellos.

—¿Por qué?— preguntó Natasha asustada.

—No puedo quitárselo al abuelo, y además…

—¡Cuánto lo habría querido! Pero lo comprendo, no quiere dar motivos para que nos acusen ni a usted ni a mí— dijo Natasha adivinando momentáneamente lo que él pensaba.

El viejo Rostov se acercaba a veces al príncipe Andréi, lo besaba y le pedía consejo sobre la educación de Petia o el servicio de Nikolái. La condesa suspiraba mirándolos. Sonia temía siempre ser inoportuna y buscaba cualquier pretexto para dejarlos solos, aun cuando no era necesario. Cuando el príncipe Andréi contaba algo (era un excelente narrador), Natasha lo escuchaba con orgullo; y cuando era ella la que hablaba, notaba con alegría y temor que él la miraba con aire atento y escrutador. Se preguntaba perpleja: “¿Qué busca en mí? ¿Qué trata de averiguar cuando me mira así? ¿Y qué pasará si no hay en mí lo que él busca con esa mirada?”. A veces la dominaba una alegría desbordada tan inherente a ella, y entonces le gustaba ver y oír la risa del príncipe; reía pocas veces, pero cuando reía se entregaba por entero y cada vez después de ello Natasha se sentía más próxima a él. La felicidad de Natasha habría sido completa si no la hubiera asustado la idea de una cada vez más próxima separación.

La víspera de su partida de San Petersburgo, el príncipe Andréi se hizo acompañar por Pierre, que desde el día del baile no había visitado a los Rostov. Pierre parecía desorientado y confuso. Quedó conversando con la condesa mientras Natasha y Sonia se llevaban al príncipe hacia la mesita de ajedrez.

—Hace tiempo que conoce a Bezújov, ¿verdad?— preguntó el príncipe a Natasha. —¿Lo estima?

—Sí; es un hombre bueno, un poco excéntrico.

Y como siempre que hablaba de Pierre, comenzó a contar anécdotas sobre su distracción, anécdotas que a veces inventaba.

—Le he confiado nuestro secreto— dijo el príncipe Andréi. —Lo conozco desde la infancia; tiene un corazón de oro. Yo, Natasha…— dijo, de pronto, seriamente. —Yo debo partir. Dios sabe lo que puede suceder. Usted, tal vez, deje de amar… Bien, sé que no debo hablar de eso, pero le pido una cosa: si algo le sucediera mientras estoy ausente…

—¿Qué puede suceder?

—Si ocurriera alguna desgracia…— continuó el príncipe, —le ruego, mademoiselle Sophie— y se volvió a Sonia, —que acudan a él en busca de consejo y ayuda. Es el hombre más distraído y estrafalario que hay, pero el mejor corazón que pueda haber en el mundo.

Ni sus padres, ni Sonia, ni el príncipe Andréi podían haber previsto qué efecto produciría en Natasha la marcha de su novio. Con el rostro enrojecido, inquieto, los ojos sin lágrimas, recorrió de arriba abajo la casa durante todo el día, ocupándose de las cosas más insignificantes, como si no comprendiera lo que la esperaba. No lloró ni cuando él, al despedirse, besó por última vez su mano.

—¡No se vaya!— dijo con una voz que hizo dudar al príncipe sobre la conveniencia de quedarse y que después había de recordar durante mucho tiempo. Tampoco lloró cuando se fue; pero durante algunos días permaneció en su habitación, sin interesarse por nada, y repitiendo de cuando en cuando: “¡Ah! ¿Por qué se ha ido?”.

Sin embargo, dos semanas después, con gran sorpresa de cuantos la rodeaban, Natasha se rehízo de su depresión moral y volvió a ser la de antes, aunque su fisonomía moral había cambiado, como cambia la cara de los niños que se levantan de la cama después de una larga enfermedad.

Guerra y paz
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