XIII

El conde Iliá Andréievich llevó a las dos jóvenes a casa de la condesa Bezújov. Había bastante gente reunida, pero Natasha no conocía a casi nadie. El conde Iliá Andréievich advirtió con disgusto que casi todos eran personas conocidas por su libertad de costumbres. Mademoiselle Georges, rodeada de un grupo de jóvenes, estaba en un rincón de la sala. Había algunos franceses, y entre ellos Métivier, que desde la llegada de Elena era íntimo de la casa. El conde Iliá Andréievich decidió no jugar a las cartas, para no separarse de su hija y de Sonia, y marchar en cuanto terminara el recital de Georges.

Anatole rondaba la entrada, esperando sin duda a los Rostov. Saludó inmediatamente al conde, se acercó a Natasha y la siguió. En cuanto Natasha lo vio le asaltó la orgullosa satisfacción de gustarle y miedo por la ausencia de barreras morales entre ellos. Elena acogió cariñosamente a Natasha, con grandes alabanzas en voz alta para ella y su vestido. Poco después, mademoiselle Georges se retiró para vestirse. Se colocaron convenientemente las sillas y todos tomaron asiento. Anatole acercó una silla a Natasha y quiso sentarse a su lado, pero el conde, que no separaba los ojos de su hija, se acomodó al lado de ella. Anatole se colocó detrás.

Mademoiselle Georges, con sus gruesos brazos desnudos con hoyuelos y un chal rojo sobre un hombro, avanzó hacia el espacio libre dejado para ella entre las sillas y se detuvo con estudiada postura. Se oyeron susurros de admiración.

Mademoiselle Georges, con aire severo y sombrío, miró al público y comenzó a recitar en francés unos versos que se referían al amor criminal de una madre por su hijo. Al llegar a ciertos pasajes, alzaba la voz; en otras ocasiones, susurraba, irguiendo triunfalmente la cabeza, y en otras se detenía y respiraba fatigada, desorbitados los ojos.

—Adorable, divin, délicieux!— se oía por todas partes.

Natasha miraba a la gruesa mademoiselle Georges y no oía, ni veía, ni comprendía nada de cuanto pasaba ante ella.

Sentía tan sólo que estaba apresada de nuevo, irremisiblemente, en aquel mundo extraño, demente, tan distinto del que conocía hasta entonces, donde no se distinguía el bien del mal, lo razonable de lo insensato. Detrás de ella estaba Anatole, y sintiéndolo tan próximo, asustada, esperaba algo.

Concluido el primer monólogo, se levantaron todos y rodearon a mademoiselle Georges para expresarle su entusiasmo.

—¡Qué hermosa es!— dijo Natasha a su padre, que, como los demás, se había puesto en pie y se acercaba a la artista.

—No me lo parece, cuando la miro a usted— dijo Anatole, que seguía a Natasha. Y lo dijo en un instante cuando solo ella podía oírlo. —Es usted fascinante… desde que la vi no he cesado de…

—Vámonos, vámonos, Natasha— dijo el conde, volviendo en busca de su hija. —¡Qué bella es!

Natasha, sin oír nada, se acercó a su padre y lo miró con ojos asombrados e interrogantes.

Después de recitar otros monólogos, mademoiselle Georges se fue y la condesa pidió a sus huéspedes que pasaran a otra sala.

El conde Iliá Andréievich quería retirarse, pero Elena le suplicó que no echara a perder su improvisado baile. Los Rostov se quedaron. Anatole invitó a Natasha para el vals y, mientras bailaban, estrechaba su talle, la mano, le decía que era ravissante y que la amaba. También bailó Natasha la escocesa con Kuraguin; cuando permanecieron solos Anatole no decía nada, limitándose a mirarla. Natasha se preguntaba si no sería un sueño lo que había dicho Anatole durante el vals. Al terminar la primera figura de la escocesa, de nuevo apretó su mano. Natasha, asustada, levantó hacia él los ojos, pero en la dulce mirada y en la sonrisa de Anatole había tanta ternura y aplomo que no se decidía a decir lo que deseaba y volvió a bajar la vista.

—No me diga eso; estoy prometida y amo a otro— acabó diciendo con mucha prisa.

Después lo miró de nuevo; pero Anatole no estaba turbado ni entristecido por lo que acababa de oír.

—¡No me hable de eso! ¡Qué me importa!— dijo él. —Estoy locamente enamorado, locamente. ¿Tengo yo la culpa de que sea usted encantadora? Ahora le toca comenzar a usted.

Natasha, animada e inquieta, con los ojos muy abiertos y asustados, miraba en derredor, y parecía más alegre que de costumbre. No comprendía casi nada de lo que estaba ocurriendo. Bailaron la escocesa y la polca; su padre quiso marcharse otra vez, y ella le rogó que se quedaran un poco más. Dondequiera que estuviese, con quienquiera que hablase, siempre sentía su mirada. Después recordó que había pedido permiso a su padre para ir al tocador y arreglarse el traje; que Elena la había seguido y que, riendo, le había hablado del amor de su hermano; que, en un pequeño salón de paso, encontró de nuevo a Kuraguin; que Elena desapareció y que él, tomando su mano, había dicho:

—No puedo ir a su casa, pero ¿es posible que nunca más la vuelva a ver? La amo con locura… ¿Es posible que nunca…?— y mientras hablaba, cerrándole el paso, acercaba su rostro al de Natasha.

Los grandes y brillantes ojos varoniles estaban tan cerca de los suyos que Natasha no veía otra cosa.

—¡Nathalie!— preguntó en un susurro su voz y alguien apretó dolorosamente su mano. —¡Nathalie!

“No comprendo… no tengo nada que decirle”, contestó la mirada de Natasha.

Unos labios ardientes se posaron en sus labios y en aquel instante se sintió libre de nuevo; en la salita hubo un ruido de pasos y se oyó el rumor del vestido de Elena. Natasha miró a Elena; después, roja y temblorosa, miró a Anatole con aire asustado y se dirigió hacia la puerta.

—Un mot, un seul, au nom de Dieu[330]— decía Anatole.

Natasha se detuvo. ¡Le era tan necesario escuchar esa palabra que pudiera explicarle todo lo ocurrido y a la que ella habría contestado!

—Nathalie, un mot, un seul— repetía Anatole, sin saber cómo seguir; y lo repitió hasta que Elena estuvo a su lado. Elena volvió a la sala con Natasha. Los Rostov se fueron sin quedarse a cenar.

Natasha no pudo conciliar el sueño en toda la noche. La atormentaba un problema insoluble: ¿amaba a Anatole o al príncipe Andréi? Amaba al príncipe; recordaba muy a lo vivo cómo lo había amado, pero también quería a Kuraguin, eso era indudable. “De otro modo, ¿cómo podía haber ocurrido lo que sucedió? —pensaba—. Si, después de todo, al despedirme he podido responder a su sonrisa con la mía, si he podido llegar a eso, es que lo he amado desde el principio. Es bueno, noble, apuesto; no podía dejar de amarlo. ¿Y qué hacer, cuando lo amo a él y amo al otro?”, se repetía, sin encontrar solución a esas terribles preguntas.

Guerra y paz
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