XIII
Cuando Pierre y su mujer entraron en la sala la condesa sentía la necesidad —habitual para ella— de una actividad cerebral y hacía solitarios; y aunque, por pura costumbre, pronunciara las palabras que siempre decía a la vuelta de su yerno o su hijo: “Ya es hora, querido, llevamos esperándote mucho tiempo, pero ya estás aquí, etcétera. ¡Bendito sea Dios!”, y aunque añadiera al recibir los regalos otras palabras habituales: “No es el regalo lo que me agrada, querido: gracias por acordarte de esta vieja”, era evidente que en ese momento la llegada de Pierre no le agradaba, porque la distraía del solitario aún no concluido.
Sólo cuando hubo terminado el juego se puso a examinar los regalos que le traía Pierre. Consistían en un estuche para los naipes, magníficamente trabajado, una taza de Sèvres azul oscuro, con su tapadera, donde estaban dibujadas unas pastorcillas, y una tabaquera de oro con el retrato del conde, encargado por Pierre a un miniaturista de San Petersburgo (la condesa deseaba tenerlo hacía tiempo). En aquel momento no tenía deseos de llorar y por eso miró el retrato con indiferencia y dedicó más atención al estuche.
—Gracias, querido, todo me ha gustado mucho. Pero lo mejor es que hayas vuelto tú mismo. Ya puedes regañar a tu mujer; sin ti se pone como loca; no ve ni recuerda nada— dijo, como siempre hacía en circunstancias semejantes. —Mira, Anna Timoféievna, qué estuche nos ha traído mi hijo.
La señora Bielova admiró el regalo y se mostró entusiasmada con la tela que traían para ella.
Aunque Pierre, Natasha, Nikolái, la condesa María y Denísov tenían muchas cosas que contarse, no podían hablar delante de la condesa; no porque le ocultaran nada sino porque se trataba de asuntos de los que ella no estaba al corriente, y si comenzaban a hablar en su presencia habrían debido contestar a preguntas que no venían a cuento, repetir cosas ya archisabidas sobre alguien que había muerto o sobre otro que se había casado, cosas todas que la condesa había oído antes y que era incapaz de recordar. Sin embargo, como de costumbre, se reunieron en el salón en torno al samovar, y Pierre contestó las inútiles preguntas de la condesa, que no interesaban ni a ella ni a nadie, acerca de que el príncipe Vasili había envejecido, de que la condesa María Alexéievna la recordaba y mandaba sus saludos, etcétera.
Esta conversación, que no interesaba a ninguno, pero necesaria, prosiguió mientras tomaban el té. En torno a la mesa redonda, junto al samovar, estaba sentada Sonia y se habían reunido todos los mayores de la familia. Los niños, las institutrices y los preceptores habían tomado ya su té y sus voces se oían en la sala vecina. Cada uno ocupaba su puesto de siempre: Nikolái junto a la estufa, ante una mesita donde le servían el té; la vieja perra Milka, hija de la primera Milka, echada a su lado en un sillón, con el hocico totalmente canoso en el cual se destacaban aún más sus grandes ojos negros; Denísov, con sus cabellos rizados, patillas y bigotes casi blancos, desabrochada su guerrera de general, permanecía junto a la condesa María. Pierre estaba entre su mujer y la vieja condesa. Contaba cuanto a su juicio podía interesarle y ser comprendido por ella, lo que había oído de personas que frecuentaban antes la casa de los Rostov y formaban antaño un círculo real, vivo, peculiar, y ahora se habían dispersado como ella en este mundo y terminaban sus vidas, también como ella, recogiendo las últimas espigas de lo que antes habían sembrado. Pero esas personas, coetáneos suyos, parecían a la vieja condesa el verdadero mundo serio y real. Por la animación de Pierre, Natasha comprendía que su viaje había sido interesante, que deseaba contar muchas cosas, pero no se atrevía a hacerlo delante de la condesa. Denísov, que no era miembro de la familia, no entendía la prudencia de Pierre, y disgustado, además, por la situación política, se interesaba mucho por cuanto ocurría en San Petersburgo y le preguntaba sin cesar acerca de lo sucedido en el regimiento Semiónovski, o sobre Arakchéiev o la Sociedad Bíblica. A veces Pierre se dejaba arrastrar y hablaba de esas cosas, pero Nikolái y Natasha lo enderezaban de nuevo al tema de la salud del príncipe Iván y de la condesa María Antónovna.
—¿Y toda aquella locura de Gosner y la señora Tatárinova?— preguntó Denísov. —¿Es posible que todavía siga?
—¿Cómo si sigue? ¡Y más que antes!— exclamó Pierre con máxima fuerza. —La Sociedad Bíblica es ahora todo el gobierno.
—¿Qué es eso, mon cher ami?— preguntó la condesa, que ya había bebido el té y parecía buscar ahora un pretexto para irritarse. —¿Qué dices? ¿El gobierno? No entiendo.
—Sí, sabe, maman— intervino Nikolái, que sabía cómo traducir las cosas al lenguaje de su madre. —Es el príncipe Alexandr Nikoláievich Golitsin, que ha fundado una sociedad. Dicen que ahora goza de gran influencia.
—Arakchéiev y Golitsin son ahora todo el gobierno— repitió imprudentemente Pierre. —¡Y qué gobierno! Ven conjuras por todas partes. Tienen miedo de todo.
—Pero, ¡cómo! ¿De qué es culpable el príncipe Alexandr Nikoláievich? Es un hombre muy respetable. Solía verlo en casa de María Antónovna— dijo la condesa con tono irritado; y más ofendida aún por el silencio que siguió a sus palabras, añadió: —Hoy se critica a todo el mundo. ¿Una sociedad evangélica? ¿Y qué tiene eso de malo?
Se levantó. Todos hicieron lo mismo. La condesa, con gesto severo, se encaminó a su mesa de la sala de divanes.
En medio de aquel triste silencio llegaron desde la habitación vecina los gritos y risas de los niños. Era evidente que entre ellos ocurría algo muy alegre.
—¡Ya está! ¡Ya está!— se oían los chillidos jubilosos de la pequeña Natasha, que dominaba las demás voces.
Pierre miró a la condesa María y a Nikolái (a Natasha la veía siempre) y sonrió feliz.
—¡Qué música tan maravillosa!— dijo.
—Debe de ser que Anna Makárovna ha terminado el calcetín— dijo la condesa María.
—¡Oh, iré a verlo!— dijo Pierre poniéndose en pie de un salto. —¿Sabéis por qué me gusta tanto esa música?— añadió deteniéndose junto a la puerta. —Porque ellos son los primeros en hacerme saber que todo va bien. Cuando vuelvo a casa, cuanto más me acerco, mi temor se acrecienta siempre. Pero en cuanto entro en el vestíbulo y oigo las risas de Andriusha, sé que todo va bien…
—También a mí me ocurre lo mismo— confirmó Nikolái. —Pero yo no puedo entrar, porque los calcetines que está haciendo son una sorpresa para mí.
Pierre entró y los gritos y risas infantiles subieron de tono.
—¡Y bien, Anna Makárovna!— se oyó la voz de Pierre. —Venga aquí, al centro de la habitación, y cuando yo diga tres… Tú, aquí; a ti te cogeré en brazos… A ver, uno… dos…— todos callaron. —¡Tres…!— y de nuevo estallaron las voces entusiastas de los niños.
—¡Dos! ¡Son dos!— gritaban.
Eran los dos calcetines que Anna Makárovna hacía, por un procedimiento secreto, al mismo tiempo. Cuando acababa su labor, siempre sacaba solemnemente ante los niños un calcetín dentro del otro.