V

Se separaron y, excepto Anatole, que se durmió en seguida, todos tardaron en conciliar el sueño aquella noche.

“¿Será posible que sea mi marido ese hombre desconocido, guapo y bueno? Sí, bueno, eso es lo principal”, pensaba la princesa María; y se adueñó de ella un miedo como muy raras veces había sentido. Tenía miedo de volver la cabeza; le parecía que había alguien detrás del biombo, en el rincón oscuro. Y ese alguien era él, el diablo, y él, ese hombre de frente blanca, cejas negras y labios sonrosados.

Llamó a la doncella y le pidió que durmiera en su habitación.

Aquella noche mademoiselle Bourienne paseó durante mucho tiempo en el invernadero, esperando en vano a alguien, unas veces sonriendo, otras conmovida hasta las lágrimas por las imaginarias palabras de la “pauvre mère” que le reprochaba su caída.

La pequeña princesa regañaba a la doncella porque no había preparado bien su lecho. No podía acostarse ni de espaldas ni de costado; en cualquier posición que tomara sentía una fastidiosa pesadez. Le molestaba el vientre. Todo le molestaba ahora más que nunca, porque la presencia de Anatole la transportaba a los días en que no estaba embarazada y todo era fácil y agradable. Estaba sentada en un sillón, con una simple chambra y su cofia de dormir; Katia, medio dormida, con la trenza suelta, sacudía y revolvía por tercera vez el pesado colchón de plumas, murmurando algo.

—Ya te decía que todo está lleno de bultos y hoyos— repetía Lisa. —Tengo sueño y no puedo dormir; no es culpa mía…— y su voz temblaba como la de un niño a punto de llorar.

Tampoco el viejo príncipe dormía. Tijón lo oía caminar y resoplar encolerizado. El príncipe se sentía ofendido no por él, sino por su hija; y era una ofensa más dolorosa porque no se trataba de él mismo, sino de la hija, a la que amaba más que a sí mismo. Se repetía que tendría que repasar todo aquel asunto y decidir lo que conviniera y fuera justo, pero no lo conseguía y se irritaba cada vez más.

“Al primero que se presenta se olvida de su padre y de todo. Corre, cambia de peinado, coquetea, parece otra. ¡Está contenta con dejar a su padre! Y sabía que yo me iba a dar cuenta. ¡Fr…, fr…, fr…! ¿No ve que aquel imbécil no mira más que a la Bourienne? (A ésta hay que echarla.) ¿Cómo puede tener tan poco orgullo para no comprenderlo? Si no lo hace por sí misma, al menos que lo haga por mí. Hay que hacerle ver que ese idiota ni siquiera piensa en ella, sino en la Bourienne. No tiene orgullo, pero yo le abriré los ojos…”

El viejo príncipe se daba cuenta de que, diciendo a su hija que estaba en un engaño y que Anatole no tenía otra intención que cortejar a la Bourienne, despertaría el amor propio de la princesa María, y su propia causa (el deseo de no separarse de su hija) vencería por fin. Se quedó tranquilo con este pensamiento; llamó a Tijón y empezó a desvestirse.

“El diablo los ha traído —pensaba, mientras Tijón cubría con el camisón su cuerpo senil y escuálido, lleno de vello gris en el pecho—. Yo no los he llamado. Vienen a turbar mi vida y no me queda mucha.”

—¡Al diablo!— exclamó mientras el camisón le cubría la cabeza.

Tijón conocía esa costumbre del príncipe de expresar, a veces, en voz alta sus pensamientos; por eso sostuvo con rostro impasible la mirada colérica e inquisitiva que apareció encima del camisón cuando éste se deslizó por el cuerpo.

—¿Se han acostado?— preguntó el príncipe.

Tijón, como buen lacayo, conocía por instinto la dirección de los pensamientos de su amo, y adivinó que preguntaba por el príncipe Vasili y su hijo.

—Sí, Excelencia. Se han dignado acostarse y ya apagaron las luces.

—No era necesario… No era necesario…— murmuró apresuradamente el príncipe. Y metiendo los pies en las pantuflas y los brazos en las mangas de la bata, se acercó al diván en que dormía.

Aunque nada se hubieran dicho, el príncipe Anatole y mademoiselle Bourienne se habían entendido bien en cuanto a la primera parte de la novela, hasta el momento en que aparece ma pauvre mère. Comprendían que tenían muchas cosas que decirse en secreto, y, por eso, a la mañana siguiente trataron de verse a solas. Mientras la princesa a la hora habitual iba al despacho de su padre, mademoiselle Bourienne se reunía con Anatole en el invernadero.

Aquel día la princesa se acercó a la puerta del despacho con un temor especial. Le parecía que todos sabían no sólo que ese día iba a decidirse su suerte, sino también lo que ella pensaba. Leyó esa expresión en el rostro de Tijón y en el del ayuda de cámara del príncipe Vasili, al que encontró en el pasillo cuando llevaba agua caliente para su amo y que la saludó con una profunda reverencia.

El viejo príncipe estaba aquella mañana extraordinariamente atento y cariñoso con su hija. La princesa María conocía bien esa expresión de obsequiosidad; era la misma que aparecía en su rostro cuando apretaba furiosamente los secos puños porque la princesa no comprendía algún problema de aritmética; se alejaba entonces de ella y, en voz baja, repetía una y otra vez las mismas palabras.

Sin perder un momento, abordó el tema, tratando de usted a su hija.

—Me han hecho una proposición que se refiere a usted— dijo con una sonrisa artificial. —Creo que habrá adivinado que el príncipe Vasili no ha venido ni ha traído consigo a su educando (no se sabe por qué, llamaba así al hijo) por mi cara bonita. Me han hecho una proposición que se refiere a usted, y puesto que conoce mis principios, a usted se la remito.

—¿Cómo debo entenderlo, mon père?— preguntó la princesa, palideciendo y enrojeciendo sucesivamente.

—¡Cómo entenderme!— gritó enfurecido. —El príncipe Vasili te encuentra a su gusto para nuera y te pide por esposa para su educando. Eso es lo que hay que entender. ¿Cómo? Eso soy yo quien te lo pregunta.

—Yo no sé, mon père, lo que usted…— murmuró la princesa María.

—¿Yo? ¿Yo? ¿Y quién soy yo? A mí déjeme aparte. Yo no soy el que va a casarse. Aquí lo que interesa es saber qué piensa usted.

La princesa se dio cuenta de que su padre veía con malos ojos aquella petición, pero pensó también que entonces iba a decidirse para siempre su porvenir. Bajó la mirada para no ver los ojos bajo cuya influencia se sentía incapaz de pensar y a los que no sabía —por pura costumbre— más que obedecer, y dijo:

—Sólo quiero una cosa: hacer su voluntad. Pero si hubiera de exponer mi deseo…

No pudo terminar.

El príncipe la interrumpió:

—¡Perfectamente!— gritó. —Te tomará con tu dote y de paso se llevará a mademoiselle Bourienne. Ella será su mujer y tú…

El príncipe se detuvo al advertir la impresión que producían esas palabras en su hija: la princesa bajó la cabeza, pronta a llorar.

—Vaya, vaya. No es más que una broma— dijo. —Ten presente cuál es mi principio: una hija tiene pleno derecho a escoger. Y tú estás en libertad de hacerlo. Recuerda una cosa: tu felicidad depende de esta decisión. En mí no tienes que pensar.

—Pero, yo no sé… mon père.

—¡No hablemos más! A él le ordenan que se case y se casa; lo haría, no sólo contigo sino con cualquiera… Pero tú, tú eres libre para escoger… Vete a tu habitación y medita. Vuelve dentro de una hora y, en su presencia, di sí o no. Sé que vas a rezar. Bien: reza, si te parece, pero creo que harías mejor en pensarlo. Ahora, vete.

Y mientras la princesa salía del despacho como envuelta en una espesa niebla, tambaleándose, el príncipe gritó a sus espaldas:

—¡Sí o no! ¡Sí o no! ¡Sí o no!

La suerte de la princesa estaba echada, y de un modo feliz. Pero la alusión a mademoiselle Bourienne en labios de su padre resultaba horrible. Suponiendo que no fuese cierta, no dejaba de ser terrible. No podía dejar de pensar en ello. Iba por el invernadero, sin ver ni oír nada, cuando, de improviso, el conocido murmullo de la voz de mademoiselle Bourienne la sacó de su abstracción. Levantó los ojos y vio, a dos pasos apenas de sí, a Anatole, que abrazaba a la francesa y le susurraba algo. Anatole, con una terrible expresión en su bello rostro, se volvió hacia la princesa, pero no dejó de ceñir en los primeros instantes la cintura de mademoiselle Bourienne, que aún no había visto a la princesa María.

“¿Quién está aquí? ¿Para qué? ¡Esperad!”, parecía decir el rostro de Anatole. La princesa María los miró en silencio. No alcanzaba a comprender. Por último, mademoiselle Bourienne lanzó un grito y echó a correr. Anatole, con una alegre sonrisa, saludó a la princesa, como invitándola a reírse de aquel extraño suceso, y, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia la puerta que llevaba a sus habitaciones.

Una hora después se presentó Tijón para llamar a la princesa María. Le rogaba que fuera al despacho del príncipe, y añadió que el príncipe Vasili Serguéievich estaba ya en el mismo lugar. Cuando Tijón entró en la habitación de la princesa María, ésta permanecía sentada en el diván y tenía entre sus brazos a mademoiselle Bourienne, hecha un mar de lágrimas, y le acariciaba la cabeza dulcemente. Los bellísimos ojos de la princesa, radiantes y tranquilos, miraban con amor tierno y compasión el lindo rostro de mademoiselle Bourienne.

—Non, princesse, je suis perdue pour toujours dans votre coeur— decía mademoiselle Bourienne.[217]

—Pourquoi? Je vous aime plus que jamais et je tâcherai de faire tout ce qui est en mon pouvoir pour votre bonheur— respondía la princesa.[218]

—Mais vous me méprisez; vous si pure, vous ne comprendrez jamais cet égarement de la passion. Ah! ce n’est que ma pauvre mère…[219]

—Je comprends tout[220]— dijo la princesa, sonriendo tristemente. —Cálmese, amiga mía. Voy a ver a mi padre.

Y salió.

Cuando entró la princesa María, el príncipe Vasili estaba sentado, cruzadas sus largas piernas y con la tabaquera en la mano; una sonrisa enternecida brillaba en su rostro y parecía muy conmovido; como si lamentase y se burlase de su propia sensibilidad, se llevó a la nariz una pizca de tabaco.

—Ah, ma bonne, ma bonne!— dijo levantándose y tomando las manos de la princesa. Después suspiró y añadió: —Le sort de mon fils est en vos mains. Décidez, ma bonne, ma chère, ma douce Marie, que j’ai toujours aimée comme ma fille.[221]

Se separó de ella. Una lágrima verdadera se asomó a sus ojos.

—¡Fr…, fr…!— refunfuñó el príncipe Nikolái Andréievich. —El príncipe te pide para esposa de su educando… de su hijo… ¿Quieres ser la esposa del príncipe Anatole Kuraguin, sí o no?— y repitió gritando: —Di sí o no. Yo me reservo el derecho de expresar después mi opinión. Sí, mi opinión y nada más— añadió el príncipe Nikolái Andréievich dirigiéndose al príncipe Vasili en respuesta a su expresión suplicante. —¿Sí o no?

—Mi deseo, mon père, es no abandonarlo nunca, no separar mi vida de la suya. No quiero casarme— dijo la princesa María resueltamente, mirando con sus bellos ojos al príncipe Vasili y a su padre.

—¡Bah! ¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Tonterías!— exclamó el príncipe Nikolái Andréievich frunciendo el ceño. Tomó a su hija por la mano, la atrajo a sí, pero no la besó; acercó su frente a la de ella y apretó tanto su mano que la princesa no pudo reprimir un grito.

El príncipe Vasili se había levantado.

—Ma chère, je vous dirai que c’est un moment que je n’oublierai jamais; mais, ma bonne, est-ce que vous ne nous donnerez pas un peu d’espérance de toucher ce coeur si bon, si généreux? Dites que peut-être… L’avenir est si grand. Dites peut-être.[222]

—Príncipe, lo que he dicho es todo cuanto hay en mi corazón. Agradezco el honor que se me hace, pero no seré nunca la esposa de su hijo.

—Ea, se acabó, querido mío. Estoy muy contento de verte, muy contento— dijo el viejo príncipe. —Ahora, princesa, vete a tu habitación… Estoy contento, muy contento de verte— repitió abrazando al príncipe Vasili.

“Mi vocación es otra —pensaba la princesa María—. Mi vocación consiste en ser feliz con la felicidad de los demás, la felicidad del amor y del sacrificio. Y cueste lo que cueste haré la felicidad de la pobre Amelia. ¡Lo ama tan apasionadamente, es tan sincero su arrepentimiento! Haré todo lo posible para que se case con ella. Si él no es rico, le daré medios; pediré a mi padre, pediré a Andréi. ¡Es tan desgraciada, está tan sola, sin la ayuda de nadie! Me sentiré feliz cuando sea su mujer. ¡Y cómo debe amarlo, Dios mío, para haber llegado a olvidarse de sí misma hasta ese extremo! Quizá yo habría hecho lo mismo…”

Guerra y paz
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