XVI

Kutúzov, acompañado de sus ayudantes de campo, siguió al paso de su caballo detrás de los fusileros.

Después de haber recorrido cosa de medio kilómetro tras la columna, se detuvo cerca de una casa solitaria y abandonada (tal vez había sido un mesón) que se levantaba en el cruce de dos caminos que descendían por la montaña; las tropas avanzaban tanto por uno como por otro.

Comenzaba a disiparse la niebla; a unos dos kilómetros eran visibles ya las fuerzas enemigas sobre las colinas de enfrente. A la izquierda, la fusilería se hacía cada vez mas clara. Kutúzov se detuvo, conversando con un general austríaco. El príncipe Andréi, un poco detrás, no dejaba de observarlos. Deseoso de ver qué ocurría a lo lejos, pidió su anteojo a uno de los ayudantes.

—Mire, mire— dijo el ayudante, señalando no a las tropas lejanas, sino a las que aparecían al pie de la colina.

—¡Son franceses!

Ambos generales y los ayudantes de campo echaron mano de los anteojos, que se quitaban unos a otros. Todos aquellos rostros cambiaron en el acto y reflejaron pavor. Creían que los franceses estaban a dos kilómetros y he aquí que aparecían inesperadamente ante ellos.

—¿El enemigo?… ¡No!… No es posible… Sí, mire… seguramente… ¿Qué significa esto?— gritaron varias voces.

El príncipe Andréi vio a simple vista, a la derecha, una numerosa columna enemiga que se dirigía hacia el regimiento de Apsheron, apenas a quinientos pasos del lugar en que se hallaba Kutúzov.

“¡Ha llegado el momento decisivo! ¡Ésta es mi hora!”, pensó Bolkonski, y, espoleando su caballo, se acercó a Kutúzov.

—Es necesario detener al regimiento de Apsheron, Excelencia.

Pero en aquel momento todo allá abajo quedó oculto por el humo de la fusilería; los disparos llegaban de lugares muy cercanos y una ingenua y asustada voz gritó a dos pasos del príncipe Andréi: “¡Se acabó, hermanos, estamos copados!” Se habría dicho que aquella voz era una orden. Todos echaron a correr.

Una muchedumbre confusa, mezclada y siempre en aumento volvía sobre sus pasos, hacia el mismo lugar donde cinco minutos antes había desfilado y aclamado a los emperadores. No sólo resultaba difícil detener aquella masa humana, sino que era casi imposible no ser arrastrado por ella. Bolkonski trataba de resistir la oleada y miraba en torno, estupefacto, sin comprender lo que sucedía ante sus ojos. Nesvitski, con el rostro encendido y fuera de sí, gritaba a Kutúzov que, si no se iba en seguida, caería irremisiblemente prisionero. Pero el general permanecía en su sitio y, sin contestar, sacó su pañuelo. Le sangraba una mejilla. El príncipe Andréi pudo abrirse paso hasta él.

—¿Está herido?— preguntó, dominando a duras penas el temblor de su mandíbula inferior.

—La herida no está aquí, sino ahí— dijo Kutúzov, apretando el puño contra la mejilla y señalando a los fugitivos. —¡Detenedlos!— gritó; y al mismo tiempo, comprendiendo que ya era imposible parar aquella muchedumbre, dio un fustazo al caballo y se dirigió hacia el camino de la derecha.

Una nueva ola de fugitivos lo envolvió, haciéndolo retroceder.

Las tropas corrían formando una masa tan compacta que era difícil salir cuando alguien caía dentro de ella. Uno gritaba: “¡Sigue! ¿Por qué te detienes?”. Otro, volviéndose, disparaba al aire; un tercero golpeaba el caballo donde iba Kutúzov. A costa de grandes esfuerzos, Kutúzov logró separarse de la muchedumbre y, con menos de la mitad de su séquito, torció hacia la izquierda en dirección a los cañones que sonaban cercanos. El príncipe Andréi, que también había salido de entre la muchedumbre de fugitivos, trataba de no separarse de Kutúzov; a media pendiente vio, entre el humo, una batería rusa que disparaba todavía y a los franceses que corrían hacia ella. Más arriba, un regimiento de infantería rusa permanecía inmóvil, sin decidirse a prestar ayuda a la batería ni seguir a los fugitivos. Un general montado en su caballo se acercó al encuentro de Kutúzov. Sólo cuatro hombres quedaban del séquito del general en jefe. Todos tenían la misma palidez y se miraban en silencio.

—¡Detened a esos miserables!— gritó Kutúzov con voz ahogada al comandante del regimiento, señalando a los que escapaban.

Pero entonces, como un castigo a sus palabras, las balas volaron como bandada de pájaros sobre el regimiento y el séquito de Kutúzov.

Los franceses que atacaban la batería habían visto a Kutúzov y disparaban sobre él. El comandante del regimiento se llevó las manos a la pierna, varios soldados cayeron heridos y el subteniente que llevaba la bandera la dejó caer. La enseña vaciló y se abatió después sobre los fusiles de los soldados cercanos. Sin esperar orden alguna, los soldados comenzaron a disparar.

—¡Oh!— gimió Kutúzov desesperado. Se volvió. —¡Bolkonski!— murmuró con voz temblorosa, consciente de su propia debilidad senil. —Bolkonski— repitió indicando al desorganizado batallón y al enemigo. —¿Qué es eso?

Pero antes de que hubiese concluido, el príncipe Andréi, abrasada la garganta por lágrimas de cólera y vergüenza, echaba pie a tierra y corría hacia la bandera.

—¡Adelante, muchachos!— gritó con voz penetrante y juvenil.

“Ha llegado el instante”, pensó después, enarbolando la bandera; escuchó con placer el silbido de las balas disparadas ahora contra él. Cerca cayeron algunos soldados.

—¡Hurra!— gritó el príncipe Andréi, sujetando apenas en sus manos la pesada bandera. Y se lanzó hacia delante, con la seguridad de que todo el batallón lo seguiría.

En efecto, no dio más que unos pasos solo; lo siguió un soldado, después otro y, por fin, todo el batallón, que lo adelantó entre gritos entusiastas. Un suboficial tomó la bandera, demasiado pesada, que vacilaba entre las manos de Bolkonski, pero al momento caía muerto. El príncipe Andréi volvió a empuñar la bandera y, arrastrándola por el asta, corrió de nuevo con el batallón. Delante vio a los artilleros rusos: unos combatían y otros corrían a su encuentro dejando los cañones. Vio también a un grupo de soldados franceses que se apoderaban de los caballos de la artillería y daban vuelta a los cañones. El príncipe Andréi estaba ya con sus hombres a veinte pasos de las piezas. Oía el ininterrumpido silbido de las balas; a derecha e izquierda caían los soldados entre gemidos. Pero él no se paraba a mirarlos. Le preocupaba tan sólo lo que estaba ocurriendo allá, en la batería. Veía ya claramente a un artillero pelirrojo, con el chacó ladeado, que tiraba de un extremo del atacador, mientras que un soldado francés tiraba del otro extremo. El príncipe Andréi podía ver ya la expresión de perplejidad y al propio tiempo de furia de ambos hombres, que, evidentemente, no tenían conciencia de lo que hacían.

“¿Qué hacen? —pensó Bolkonski mirándolos—, ¿Por qué no escapa ese pelirrojo, si ha perdido el cañón, y por qué el francés no echa mano del fusil? En cuanto trate de es capar, el francés lo clavará con la bayoneta.” En efecto, otro soldado francés, con el fusil terciado, corría hacia los dos contrincantes; iba a decidirse la suerte del artillero pelirrojo, que seguía sin comprender lo que le esperaba y, triunfante, había conseguido hacerse con el atacador. Pero el príncipe Andréi no pudo ver cómo terminaba aquello. Le pareció que algún soldado próximo le descargaba un terrible garrotazo en la cabeza. El dolor no fue grande, pero le causó una sensación desagradable porque lo distraía e impedía ver aquello que deseaba.

“¿Qué me sucede? ¿Me caigo? Las piernas me vacilan”, pensó; y cayó de espaldas. Abrió los ojos, con la esperanza de ver cómo terminaba la lucha de los franceses y los artilleros; deseaba saber si el pelirrojo había muerto o no, si los cañones estaban en poder del enemigo o habían sido salvados. Pero no vio nada. Sobre él no había más que el cielo, un cielo alto, no límpido, pero infinitamente alto, sobre el cual se deslizaban unas nubes grises. “Qué paz, qué calma, qué serenidad; todo es distinto de como era a hace un momento, cuando yo corría —pensó el príncipe Andréi—; cuando corríamos, gritábamos y combatíamos; cuando, con aquellas caras furiosas y asustadas, el francés y el artillero se disputaban el atacador, las nubes entonces no se movían así por ese cielo alto e infinito. ¿Cómo no me he fijado antes en esa profundidad del cielo? ¡Qué feliz me siento de haberlo sabido al fin! Sí, todo es vacío y engañoso, menos ese cielo infinito. No hay nada más que él. Pero ni eso existe. No hay más que paz, reposo. ¡Y gracias a Dios que así sea!”

Guerra y paz
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