X
Al amanecer del día 16, el escuadrón de Denísov, en el cual servía Nikolái Rostov y que se hallaba agregado al destacamento del príncipe Bagration, levantó el campo para dirigirse, según se decía, hacia la línea de combate. Tras avanzar cerca de un kilómetro, detrás de otras columnas, recibió la orden de detenerse en la carretera general. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primero y segundo escuadrones de húsares, y varios batallones de infantería con artillería; pasaron a caballo los generales Bagration y Dolgorúkov, con sus ayudantes. Todo el miedo que, como en la otra ocasión, sintiera ante el combate, todo el esfuerzo interior para vencerlo y todos sus sueños de cómo se distinguiría en la acción fueron en vano. Su escuadrón quedó en reserva y la jornada pasó triste y aburrida. Hacia las nueve de la mañana oyó a lo lejos descargas de fusilería y “¡hurras!” de los soldados; vio algunos heridos, muy pocos, que eran evacuados, y finalmente, entre una centuria de cosacos, un destacamento completo de caballería francesa. La acción, evidentemente de poca importancia, pero coronada por el éxito, había concluido. Los soldados y oficiales, de regreso, hablaban de una victoria brillante, de la conquista de la ciudad de Wischau y de la captura de todo un escuadrón francés. Después de la leve helada nocturna la mañana era clara y soleada, y la alegre luz de otoño coincidía con la noticia de la victoria, confirmada no sólo por el relato de cuantos habían participado en el encuentro, sino también por la feliz expresión de los soldados y los oficiales, de los generales y ayudantes de campo que pasaban en una y otra dirección por delante de Rostov. El dolor de Nikolái era más intenso por haber experimentado en vano todo el miedo que precede a la batalla y ver transcurrir toda aquella alegre jornada en la inactividad.
—Ven aquí, Rostov. Beberemos para ahogar las penas— le gritó Denísov, que se había sentado al borde del camino con la cantimplora y unos bocadillos.
Los oficiales hicieron corro en derredor de Denísov, comiendo y charlando animadamente.
—Mirad, ahí traen a otro— dijo un oficial, señalando a un dragón francés, al que conducían a pie dos cosacos.
Uno de ellos llevaba de la brida a un espléndido caballo francés, que era del prisionero.
—¡Véndeme el caballo!— gritó Denísov al cosaco.
—Con mucho gusto, Excelencia.
Los oficiales se levantaron y rodearon al cosaco y al dragón, un joven alsaciano que hablaba el francés con acento alemán. Parecía sofocado por la emoción; su rostro estaba enrojecido y al oír hablar en francés explicó rápidamente a los oficiales, ya a uno, ya a otro, que no lo habrían cogido, que no era suya la culpa de que lo aprisionaran, sino del caporal que lo había enviado en busca de unos arreos, aunque él mismo le había dicho que los rusos estaban allí. A cada palabra añadía: “Mais qu’on ne fasse pas de mal à mon petit cheval”,[226] al tiempo que lo acariciaba. Era evidente que no comprendía su situación. Unas veces se excusaba de haber sido hecho prisionero; otras, imaginando hallarse delante de sus superiores, alardeaba de su diligencia en el cumplimiento del deber. Llevaba consigo, a la retaguardia rusa, la atmósfera propia del ejército francés, tan extraña para las tropas rusas.
Los cosacos vendieron el caballo por dos luises, y Rostov, que con dinero fresco era el más rico de los oficiales, lo adquirió.
—Mais qu’on ne fasse pas de mal à mon petit cheval!— dijo bonachonamente el alsaciano a Rostov, cuando el animal pasó a manos del húsar.
Rostov, con una sonrisa, tranquilizó al dragón y le entregó algún dinero.
—Allez, allez— dijo el cosaco, tocando en el brazo al prisionero para hacerlo andar.
—¡El Emperador! ¡El Emperador!— se oyó en esto entre los húsares.
Todos corrieron presurosos; Rostov vio que por el camino se acercaban algunos jinetes con penacho blanco en el sombrero. En un abrir y cerrar de ojos todos esperaban colocados en sus puestos.
Rostov corrió a su puesto y montó en su caballo casi sin darse cuenta de lo que hacía. La pena por no haber participado en la batalla, el mal humor por encontrarse siempre con las mismas gentes, todo pensamiento sobre sí mismo había desaparecido. Lo absorbía ahora el sentimiento de felicidad por la cercanía del Emperador: sólo eso lo recompensaba de la pérdida de la jornada; se sentía feliz como un amante que acabara de conseguir la cita deseada. En filas, sin atreverse a volver los ojos, su apasionada exaltación le hacía sentir la proximidad del Soberano no por el ruido de los cascos de los caballos, sino porque, a medida que se acercaba, en derredor todo se le hacía más claro, más alegre, grande y solemne; era como si se acercara el sol derramando rayos de luz apacible y espléndida, en los cuales ya se sentía envuelto. Iba a oír su voz, esa voz acariciante, tranquila, majestuosa y al mismo tiempo tan sencilla. Se hizo un silencio de muerte, como Rostov presentía que iba a suceder, y en ese silencio resonó la voz del Emperador:
—Les hussards de Pavlograd?— preguntó.[227]
—La réserve, sire![228]— respondió una voz tan humana después de la voz sobrehumana que había preguntado antes.
El Emperador se detuvo al llegar a la altura de Rostov.
El rostro de Alejandro era aún mucho más bello que tres días antes, durante la revista. Resplandecía en él la alegría y la juventud, una juventud tan inocente que recordaba la vivacidad de un muchacho de catorce años, sin dejar de ser, al mismo tiempo, el mayestático rostro de un emperador. Recorriendo con la mirada el escuadrón, los ojos del Emperador se detuvieron por casualidad en los de Rostov, apenas dos segundos. ¿Comprendió el Soberano lo que ocurría en el ánimo del joven húsar? (Rostov creyó que lo comprendía todo.) Comoquiera que fuese, los ojos azules se detuvieron en el rostro de Rostov. Fluía de ellos una luz grata. Después, inesperadamente, alzó las cejas, espoleó al caballo con un golpe brusco del pie izquierdo y siguió adelante al galope.
El joven Emperador no pudo renunciar al deseo de asistir al combate; y a pesar de las observaciones de los cortesanos, a mediodía abandonó la tercera columna con la que avanzaba y galopó hacia la vanguardia. Antes de acercarse a los húsares, algunos ayudantes de campo le habían traído la noticia del feliz éxito de la acción.
La batalla, limitada a la captura de un escuadrón francés, fue presentada como una brillante victoria sobre el enemigo; por ello, tanto el Emperador como el ejército entero creyeron, sobre todo antes de que se disipara el humo de la batalla, que los franceses habían sido derrotados y retrocedían en contra de su voluntad. Minutos después de que pasara el Emperador se hizo avanzar a la unidad de húsares de Pavlograd. Rostov volvió a ver al Emperador en Wischau, una pequeña ciudad alemana. En la plaza, donde poco antes de llegar el Soberano tuvo lugar un tiroteo bastante intenso, yacían algunos muertos y heridos a los que no habían tenido tiempo de recoger. El Emperador, rodeado de su séquito militar y civil, montaba un caballo alazán distinto del que montara en la revista militar y levemente inclinado, llevando con gracia el monóculo de oro a sus ojos, miraba a un soldado caído de bruces, sin chacó y con la cabeza ensangrentada. El soldado estaba tan sucio y repugnante que Rostov se sintió ofendido de que estuviera tan cerca del Emperador. Vio que los hombros del Soberano se estremecían como si, de pronto, sintiera frío y su pie izquierdo espoleaba convulsivamente al caballo, que, bien adiestrado, miraba las cosas con indiferencia, sin moverse.
Un ayudante de campo echó pie a tierra, se acercó al herido y sosteniéndolo por debajo de los brazos lo colocó en una camilla. El soldado lanzó un gemido.
—Despacio, despacio… ¿No puede hacerlo más suavemente?— preguntó el Emperador, que parecía sufrir más que el propio soldado moribundo; seguidamente se alejó.
Rostov se dio cuenta de que los ojos del Emperador estaban llenos de lágrimas y le oyó decir a Chartorizhky mientras se alejaba:
—Quelle terrible chose que la guerre![229]
Las fuerzas de vanguardia se hallaban desplegadas por delante de Wischau, a la vista de las avanzadas enemigas, que, durante todo el día, habían ido cediendo terreno a la más pequeña escaramuza. Se les hizo llegar el agradecimiento del Emperador, se prometieron condecoraciones y los soldados recibieron doble ración de vodka. Las hogueras del vivac brillaron más que las de la noche precedente y las canciones de los soldados sonaron con mayor alegría. Aquella noche Denísov festejaba su ascenso a comandante, y Rostov, que ya había bebido bastante al final del festín, propuso un brindis a la salud del Emperador; pero “no de Su Majestad el Emperador, como se dice en los banquetes oficiales —dijo—, sino a la salud del Soberano bueno, encantador y grande. Bebamos a su salud y por la victoria segura sobre los franceses”.
—Si ya nos hemos peleado antes— prosiguió, —si no hemos cedido ante los franceses, como en Schoengraben, ¿qué ocurrirá ahora que él va al frente? ¡Todos moriremos gustosamente por él! ¿Verdad, señores? Tal vez no me expreso bien, he bebido mucho, pero lo siento así, y todos vosotros lo mismo. ¡A la salud de Alejandro Primero! ¡Hurra!
—¡Hurra!— repitieron las voces entusiastas de los oficiales.
Y el viejo Kirsten, jefe del escuadrón, gritó con el mismo entusiasmo e igual sinceridad que aquel joven oficial de veinte años.
Cuando los oficiales hubieron bebido y roto los vasos, Kirsten llenó otros y, en mangas de camisa, el vaso en la mano, se acercó a las hogueras de los soldados y en postura majestuosa, en alto la mano, se detuvo ante una hoguera, con sus largos bigotes grises y la camisa abierta, que a la luz del fuego dejaba ver un pecho blanco.
—¡Muchachos! ¡A la salud de Su Majestad el Emperador! ¡Por la victoria sobre los enemigos! ¡Hurra!— gritó el viejo húsar con su voz de barítono ya no tan joven, pero vibrante a pesar de los años.
Los húsares lo rodearon y respondieron estruendosamente.
Entrada la noche, cuando todos se hubieron separado, Denísov golpeó con su corta mano la espalda de su favorito, Rostov.
—En campaña no hay de quién enamorarse y tú te enamoras del Zar— dijo.
—No bromees con eso, Denísov— exclamó Rostov. —Es un sentimiento tan sublime, hermoso, tan…
—Te creo, te creo, amigo. También yo lo siento y lo apruebo…
—¡No, tú no comprendes!
Y Rostov se levantó y anduvo de una hoguera a otra, soñando con la felicidad de morir, no para salvar la vida del Emperador (no se atrevía a soñar con ello), sino simplemente para morir ante sus ojos. Estaba efectivamente enamorado del Zar, de la gloria de las armas rusas y de la esperanza en un próximo triunfo. No era el único en experimentar semejante sentimiento en aquellos memorables días que precedieron a la batalla de Austerlitz. Las nueve décimas partes del ejército ruso estaban igualmente enamorados, aunque con menor exaltación, de su Zar y de la gloria de las armas rusas.