XIV

Cerca de las tres, cuando llegó un sargento con la orden de salir para la aldea de Ostrovna, nadie dormía todavía.

Aunque sin dejar de bromear y reír, los oficiales se prepararon con prisas. De nuevo calentaron el samovar con agua sucia; pero Rostov, sin esperar el té, salió para acercarse a su escuadrón. Comenzaba a clarear; había cesado la lluvia y las nubes se dispersaban. Había humedad y hacía frío, sobre todo por la sensación de los uniformes a medio secar. Al salir del mesón, Rostov e Ilín echaron una mirada al carruaje del médico, con su capota de cuero brillante por las gotas de la lluvia; las piernas del doctor sobresalían del carruaje y en el centro del mismo reposaba en una almohada la cofia de su mujer; se oía la respiración regular de los dormidos.

—Es muy bonita realmente— dijo Rostov a Ilín, que salía con él.

—¡Un encanto de mujer!— comentó Ilín con toda la seriedad de sus dieciséis años.

Media hora más tarde el escuadrón estaba formado en el camino. Sonó la voz de mando: “¡A caballo!”. Los soldados hicieron la señal de la cruz y montaron. Rostov se puso al frente y ordenó: “¡En marcha!”. En filas de cuatro y en medio del ruido de cascos de caballos en el barro, de los sables y las conversaciones, los húsares avanzaron por el ancho camino bordeado de abedules, detrás de la infantería y la artillería, que abrían la marcha.

El viento barría rápidamente las nubes desmenuzadas, azules y moradas, que se teñían de rojo por el este. Clareaba ya y podían distinguirse bien los rizosos yerbajos que siempre crecen a los lados de los caminos vecinales, mojados aún por la lluvia de la víspera; el viento balanceaba las ramas húmedas de los abedules, que dejaban caer oblicuas gotas de agua clara. Las caras de los soldados comenzaban a distinguirse. Rostov iba acompañado de Ilín, que no se separaba de él, por un lado del camino, entre la doble hilera de abedules. Durante la campaña, Rostov, como buen cazador y experto en caballos, se permitía cabalgar en un caballo cosaco, en vez de montar en el reglamentario; había conseguido un magnífico ejemplar del Don, veloz, alegre, corpulento y de largas crines, al que ningún otro adelantaba en la carrera. Sentía un gran placer al montarlo. Ahora pensaba en su caballo, en la hermosa mañana, en la mujer del médico, y ni una sola vez se paró a considerar el peligro que les aguardaba.

Antes sentía miedo cuando iba al combate, pero ahora no tenía ninguna sensación de temor. Y no era porque se hubiese habituado al fuego (nadie se acostumbra al peligro), sino porque había aprendido a dominarse. Se había acostumbrado, al ir a una acción, a pensar en cualquier cosa menos en lo que era esencial entonces: el peligro inminente. A pesar de todos sus esfuerzos y de los reproches que se hacía por su cobardía, al comienzo del servicio militar le era difícil dominar el miedo, pero con los años lo consiguió con naturalidad.

Ahora cabalgaba al lado de Ilín, entre los abedules, con aire tranquilo y despreocupado, como si se tratara de un paseo. De vez en cuando arrancaba alguna hoja de los árboles que le venían a mano, acariciaba el flanco del caballo o, sin mirar atrás, tendía la pipa, no terminada de fumar, al húsar que lo seguía. Le daba lástima mirar la inquieta cara de Ilín, que hablaba mucho y sin tino. Conocía por experiencia la sensación angustiosa del miedo a morir que sentía Ilín en aquellos instantes, y no ignoraba que el único remedio contra ello era el tiempo.

Cuando el sol apareció en una franja despejada del cielo, saliendo de entre las nubes, el viento se calmó, como si no se atreviera a estropear aquella espléndida mañana veraniega después del temporal. Aún caían gotas, pero ya no oblicuas; todo se apaciguó. El sol salió por completo, apareció en la línea del horizonte y desapareció tras una nube larga y estrecha sobre el horizonte; al cabo de algunos minutos, asomó de nuevo, aún más luminoso, en el extremo superior de la nube, desgajando sus bordes. Todo en torno se iluminó, resplandeció. Y juntamente con la luz, como saludándola, estallaron, delante de ellos, unos cañonazos.

Rostov no había tenido tiempo de calcular la distancia de aquellos disparos cuando se presentó un ayudante de campo del conde Ostermann-Tolstói, que venía de Vítebsk, con la orden de que siguieran por el camino al trote.

El escuadrón rebasó a la infantería y la artillería, que también aceleraron la marcha, bajó una pendiente, atravesó una aldea desierta y volvió a subir otra cuesta. Los caballos estaban cubiertos de espuma y los rostros de los húsares, enrojecidos.

—¡Alto!— ordenó el jefe del grupo que marchaba delante. —¡Alinearse! Cabeza variación izquierda, al paso. ¡March!— sonó de nuevo la voz.

Los húsares pasaron al flanco izquierdo y se situaron detrás de los ulanos rusos, que ocupaban la primera fila. A su derecha quedaba una columna muy compacta de infantería de reserva. Un poco más arriba, en lo más alto de la loma, en el aire límpido y bajo la radiante luz oblicua del sol se destacaban las baterías rusas. Al otro lado de la cañada se veían las columnas y los cañones enemigos y se oía el nutrido tiroteo de las avanzadas rusas, que habían entrado ya en acción.

Aquel ruido, que hacía tiempo no oía, alegró el corazón de Rostov como si fuera una música alegre: Tra, tra, tra, tra, tra… resonaban de vez en cuando algunos disparos, a veces inesperadamente, otras veces rápidos, seguidos. Después todo volvía a un silencio momentáneo, y de pronto se repetía el tiroteo como si fueran petardos que alguien pisara para hacerlos estallar.

Los húsares permanecieron cerca de una hora en el mismo sitio. Empezó el cañoneo. El conde Ostermann pasó detrás del escuadrón con su escolta; se detuvo para hablar brevemente con el comandante del regimiento y salió hacia la loma donde estaban emplazadas las baterías.

Cuando se hubo alejado Ostermann, se ordenó a los ulanos: “¡A formar en columna de ataque!”.

La infantería abrió un hueco para dejar paso a la caballería.

Con los banderines flameantes en las puntas de las picas, los ulanos bajaron al trote hacia la izquierda, donde había aparecido la caballería francesa.

Cuando los ulanos llegaron a la vaguada los húsares recibieron la orden de subir para proteger las baterías. Mientras los húsares ocupaban el sitio de los ulanos, pasaron silbando sobre sus cabezas unas balas perdidas que llegaban de lejos.

Ese sonido alegró y excitó aún más a Rostov que el tiroteo. Se irguió para examinar el campo de batalla, que se abría a sus pies, participando en cuerpo y alma en los movimientos de los ulanos, que atacaban de cerca a los dragones franceses. Todo quedó confundido en medio de la humareda y al cabo de cinco minutos los ulanos retrocedieron, pero no hacia donde habían estado antes, sino hacia la izquierda. Entre los uniformes color naranja de los ulanos, que montaban caballos alazanes, y por detrás de ellos, empezaron a surgir las manchas azules de los dragones franceses sobre caballos grises.

Guerra y paz
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