XVII

Pierre fue introducido en el gran comedor iluminado; unos minutos después oyó rumor de pasos y entraron Natasha y la princesa María. Natasha estaba tranquila, aunque su rostro había recobrado la severa expresión de antes.

Todos parecían sentir el mismo embarazo que suele seguir a una conversación íntima y grave. Resulta imposible reanudarla, y hablar de algo banal causa vergüenza, callar resulta desagradable porque hay deseos de hablar y el silencio parece fingido. Se acercaron en silencio a la mesa; los camareros separaron y acercaron las sillas; Pierre desplegó su fría servilleta y, decidido a romper el silencio, miró a Natasha y a la princesa María. Ambas parecían haber decidido lo mismo. En sus ojos se reflejaba el placer de vivir y el reconocimiento de que, además del sufrimiento, hay alegrías.

—¿Bebe usted vodka, conde?— preguntó la princesa, y esas palabras disiparon al instante las sombras del pasado. —Háblenos de usted— añadió. —Por ahí cuentan maravillas increíbles.

—Sí— contestó Pierre con su ahora habitual sonrisa de afable ironía. —Me atribuyen milagros con los que no he soñado siquiera. María Abrámovna me invitó a su casa para contarme todo lo que me ha sucedido o debería haberme sucedido. También Stepán Stepánovich me enseñó lo que yo mismo debía contar. Observo, en general, que resulta muy cómodo eso de ser un hombre interesante (ahora soy un hombre interesante). Me invitan y de paso me cuentan lo que me ha ocurrido.

Natasha sonrió y quiso decir algo.

—Nos han contado— intervino la princesa— que en Moscú perdió usted dos millones de rublos. ¿Es verdad?

—Y a pesar de todo soy tres veces más rico que antes— contestó él.

Aunque el pago de las deudas de su mujer y las obras habían cambiado su situación, seguía diciendo que era tres veces más rico.

—Lo que de veras he ganado es la libertad— comenzó, ya en serio. Pero no siguió, pareciéndole que aquel tema de conversación era demasiado egoísta.

—¿Piensa reconstruir su casa?

—Sí; me lo ordena Savélich.

—Dígame; ¿no sabía nada de la muerte de la condesa cuando se quedó en Moscú?— preguntó la princesa; y en seguida se ruborizó, advirtiendo que su pregunta, hecha inmediatamente después de la alusión de Pierre a su libertad, podía dar a entender que ella atribuía a sus palabras un sentido que acaso no tenían.

—No— contestó Pierre, sin manifestar embarazo alguno por la interpretación que hubiera podido dar la princesa a sus palabras. —Lo supe en Orel y no pueden imaginarse cómo me impresionó. No éramos un matrimonio ejemplar— añadió rápidamente, mirando a Natasha y notando en ella la curiosidad por saber cómo hablaría de su mujer, —pero su muerte me produjo una gran impresión. Cuando dos personas riñen, ambas tienen la culpa; y la culpa del que queda se hace de pronto terriblemente penosa con respecto al que ya no está. Además, una muerte así… sin amigos, sin consuelo… La compadezco mucho, mucho— terminó, y notó con placer un gesto de aprobación en el rostro de Natasha.

—Y ahora, es usted soltero y libre para casarse— comentó la princesa María.

Pierre se ruborizó intensamente y trató durante mucho tiempo de no mirar a Natasha. Cuando decidió hacerlo, su rostro era frío y grave, y hasta le pareció ver en él un rictus de desprecio.

—¿Es verdad que vio y habló con Napoleón, como nos han contado?— preguntó la princesa.

Pierre se echó a reír.

—Ni una sola vez, nunca. Algunos se imaginan siempre que estar prisionero es lo mismo que visitar a Napoleón. No sólo no lo vi, sino que no oí hablar de él ni una sola vez. Estuve en compañía mucho peor.

La cena terminaba y Pierre, que al principio se resistía a hablar de su cautiverio, se fue animando poco a poco.

—Pero ¿no es verdad que se quedó con intención de matar a Napoleón?— le preguntó Natasha con leve sonrisa. —Creí adivinarlo cuando lo encontramos en la puerta Sújareva, ¿se acuerda?

Pierre confesó que era verdad y, conducido poco a poco por las preguntas de la princesa y en particular por las de Natasha, pasó a contar con detalle sus aventuras.

Al principio hablaba con la afable ironía que le merecía ahora la gente y sobre todo él mismo; pero luego, cuando llegó al relato de los sufrimientos y horrores presenciados por él, su relato adquirió la emoción contenida de la persona que revive en su memoria fuertes impresiones. La princesa María miraba con afable sonrisa bien a Pierre, bien a Natasha.

En todo aquel relato no veía sino a Pierre y su bondad. Natasha, apoyada en su brazo, con una expresión que variaba cuando variaba el relato, observaba a Pierre sin apartar de él los ojos; diríase que compartía con él todo cuanto decía. No sólo su mirada: sus exclamaciones, las breves preguntas que le dirigía, demostraban a Pierre que Natasha —de todo cuanto contaba— comprendía justamente aquello que él quería transmitir. Era evidente que no sólo comprendía lo que él decía, sino también lo que habría querido decir y no podía expresar con palabras. El episodio de la niña y la mujer, por defender a las cuales había sido apresado, lo había contado así:

—Era un espectáculo horrible, los niños abandonados y algunos en medio de las llamas… Delante de mí sacaron a uno de ellos… Mujeres a las que arrancaban sus ropas, sus pendientes…— Pierre enrojeció y se detuvo confuso. —En eso, llegó una patrulla de franceses y apresaron a los que nada hacían, a los que no robaban, y se llevaron a todos los hombres. Y a mí.

—Seguramente no lo cuenta usted todo… Seguramente hizo usted algo… bueno…— dijo Natasha, y después de un breve silenció añadió: —bueno.

Pierre prosiguió su relato. Cuando llegó a la escena de los fusilamientos, quiso pasar por alto los terribles detalles, pero Natasha exigió que lo dijera todo.

Después habló de Karatáiev. Se levantó (se puso a pasear por la habitación); Natasha lo seguía con los ojos. Se detuvo un momento.

—No podrían comprender todo lo que aprendí de aquel hombre analfabeto y bobalicón.

—Sí, sí… cuente… ¿dónde está ahora?— preguntó Natasha.

—Lo mataron casi ante mis ojos.

Y Pierre pasó a contar los últimos días de la retirada, la enfermedad de Karatáiev y su muerte (su voz temblaba).

Pierre contaba sus andanzas como nunca las había recordado. Le parecía ver ahora en todo lo sufrido un significado nuevo.

Al contar todo eso a Natasha, Pierre experimentaba el raro placer que proporcionan las mujeres cuando escuchan a un hombre; no esas mujeres listas que prestan atención, procurando retener lo que se les dice para enriquecer su mente y, llegada la ocasión, servirse de ello o apropiarse de lo que se les cuenta y comunicar a otros lo antes posible las sabias frases elaboradas en su limitada mente, sino el verdadero placer que proporcionan las verdaderas mujeres dotadas de la capacidad de discernir y comprender lo mejor que hay en lo dicho por el hombre. Natasha, sin darse cuenta de ello, era toda atención; no dejaba escapar ni una palabra, ni un matiz de la voz, ni una mirada, ni una vacilación del rostro, ni un gesto de Pierre. Captaba al vuelo cada palabra, aún a medio expresar, y la introducía en su corazón abierto, adivinando el oculto sentido de todo el esfuerzo moral de Pierre.

La princesa María comprendía también el relato, simpatizaba con él, pero ahora veía otra cosa que atraía enteramente su atención; veía la posibilidad de que entre Natasha y Pierre surgiese el amor, de que ambos fueran felices, y esa idea que acudía a ella por primera vez llenaba su corazón de júbilo.

Eran las tres de la mañana. Los criados, con rostros graves y tristes, entraban a renovar las velas, pero ninguno se daba cuenta de ello.

Pierre concluyó su relato. Natasha seguía mirándolo con ojos animados y brillantes como deseosa de comprender aquello que él no había contado. Pierre, turbado y feliz a un tiempo, la miraba de vez en cuando y buscaba en su imaginación lo que debía decir para cambiar de tema.

La princesa María callaba. A ninguno se le ocurrió pensar que ya eran las tres y había que ir a dormir.

—Se suele hablar de desgracias y sufrimientos— comenzó Pierre. —Pero si me dijeran ahora: ¿qué prefieres, volver a ser lo que eras antes de tu cautiverio o vivir de nuevo todo lo que has padecido? ¡Dios mío, de nuevo la cautividad y la carne de caballo! Cuando nos apartan de nuestro camino trillado, creemos que todo está perdido, siendo así que sólo entonces comienza lo nuevo y lo bueno. Mientras hay vida, existe la felicidad. Por delante aún queda mucho, mucho… Se lo digo yo— dijo, volviéndose a Natasha.

—Sí, sí… También yo desearía volver a vivirlo todo de nuevo— dijo ella, refiriéndose a algo muy diferente.

Pierre la miró con atención.

—Sí, y nada más que eso— confirmó Natasha.

—¡No es verdad! ¡No es verdad!— exclamó Pierre. —Yo no soy culpable de haber quedado vivo y de querer vivir. Y usted tampoco.

De pronto, Natasha ocultó su cara entre las manos y rompió a llorar.

—¿Qué te pasa, Natasha?— preguntó la princesa.

—Nada, nada— y sonrió a Pierre a través de sus lágrimas. —Adiós, ya es hora de dormir.

Pierre se puso en pie y se despidió de ellas.

La princesa María y Natasha se reunieron, como siempre, en el dormitorio y se pusieron a hablar de lo que había contado Pierre. La princesa María no expresó su opinión sobre él y tampoco Natasha lo hizo.

—Buenas noches, Mary— dijo Natasha. —¿Sabes? A veces tengo miedo de una cosa: no hablamos de él— se refería al príncipe Andréi, —como si temiéramos rebajar nuestros sentimientos, y lo vamos olvidando.

La princesa suspiró profundamente, y ese suspiro confirmó la exactitud de la observación de Natasha, aunque de palabra no confirmó su opinión.

—¿Acaso lo podemos olvidar?— dijo.

—Me ha causado tanto bien contarlo hoy todo… Era doloroso, pero me ha producido mucho bien; estoy segura de que él lo quería de veras. Y por eso se lo he contado… No hice mal, ¿verdad?— preguntó, ruborizándose de pronto.

—¿A Pierre? ¡Oh, no, es tan bueno!

Natasha habló de nuevo con una sonrisa juguetona que hacía tiempo no iluminaba su rostro.

—¿Te has fijado, María? Pierre se ha hecho… no sé cómo decirlo… Más lozano, más limpio y fresco; como si saliera del baño, ¿entiendes? En sentido moral, claro. ¿No es cierto?

—Sí, ha ganado mucho.

—Y su levita es ahora corta, y se ha cortado el cabello; sí, como si saliera de un baño… Como papá algunas veces…

—Comprendo que él— dijo la princesa, refiriéndose a Andréi— no quisiera a nadie como a Pierre.

—Sí, y al mismo tiempo son muy diferentes. Dicen que los hombres son amigos cuando son por completo diferentes. Así debe ser, sin duda. ¿No es verdad que no se parece a él en nada?

—Sí, es verdad; pero Pierre es magnífico.

—Bueno, adiós— dijo Natasha.

Y la misma sonrisa juguetona de antes quedó durante algún tiempo como olvidada en su rostro.

Guerra y paz
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