XVI

Entre los hombres la conversación se animaba cada vez más. El coronel contaba que el manifiesto con la declaración de guerra había sido publicado ya en San Petersburgo y que un correo había llevado un ejemplar al general en jefe, que él mismo había visto.

—¿Y por qué diablos tenemos necesidad de hacer la guerra a Bonaparte?— dijo Shinshin. —Il a déjà rabattu le caquet à l’Autriche. Je crains que cette fois ce ne soit notre tour.[92]

El coronel, un alemán robusto, alto, de temperamento sanguíneo, veterano militar y patriota, se sintió ofendido por esas palabras.

—Porque el Emperador, muy señor mío— dijo con un fuerte acento alemán en un ruso defectuoso, —sabe lo que debe hacer. Y ha dicho en el manifiesto que no puede mirar con indiferencia el peligro que amenaza a Rusia, la seguridad del imperio, su dignidad y la santidad de las alianzas— acentuando especialmente la palabra alianzas como si en ella residiese todo el sentido de la cuestión.

Y con la infalible memoria oficial que lo distinguía, repitió las primeras líneas del manifiesto:

—“…y como el deseo y único objeto del Soberano es instaurar sobre sólidas bases la paz en Europa, ha enviado al extranjero parte de sus tropas y hará nuevos esfuerzos para lograr ese propósito.” Ahí tiene las razones, muy señor mío— concluyó sentenciosamente, vaciando el vaso de vino y solicitando del conde una mirada de aprobación.

—Connaissez-vous le proverbe? Eroma, Eroma, quédate en casa y cuida tus husos— dijo Shinshin arrugando el ceño y sonriendo. —Cela nous convient à merveille. A Suvórov, con ser Suvórov, lo derrotaron à plate couture, y ¿dónde están los Suvórov ahora? Je vous demande un peu— concluyó, pasando sin cesar del ruso al francés.[93]

—Debemos luchar hasta la última gota de sangre— repitió el coronel, golpeando la mesa —y morir por nuestro Emperador: sólo entonces las cosas irán bien. Y ra-zo-nar lo menos posible, ¿no es cierto?— se volvió al conde. —Así lo estimamos los viejos húsares. Y usted, joven y húsar, ¿qué piensa?— ahora se dirigía a Nikolái, que al oír hablar de la guerra había abandonado a su interlocutora y era todo ojos y oídos, atento a las palabras del coronel.

—Estoy absolutamente de acuerdo con usted— respondió Nikolái enfebrecido, haciendo girar el plato y cambiando de lugar los vasos con aire resuelto y decidido, como si en aquel momento corriese un grave peligro. —Estoy convencido de que los rusos debemos morir o vencer— añadió, dándose inmediata cuenta, igual que los demás, de que sus palabras eran demasiado entusiastas y exaltadas para aquel momento y, por tanto, inoportunas.

—C’est bien beau ce que vous venez de dire[94]— suspiró Julie a su lado.

Sonia temblaba, enrojeciendo hasta las orejas, el cuello y los hombros, mientras Nikolái hablaba.

Pierre prestó oído a las palabras del coronel y movió la cabeza en señal de aprobación.

—Eso sí que está bien.

—¡El joven es un verdadero húsar!— exclamó el coronel, golpeando de nuevo la mesa.

—¿Por qué hacen tanto ruido?— preguntó inesperadamente, desde el otro extremo, la voz grave de María Dmítrievna. —¿Por qué golpeas la mesa?— dijo al húsar. —¿Contra quién te acaloras? Sin duda crees hallarte frente a los franceses, ¿no?

—Digo la verdad— respondió sonriendo el coronel.

—La guerra, siempre la guerra— gritó el conde desde un extremo al otro de la mesa. —Mi hijo va a la guerra, María Dmítrievna; se nos va.

—Pues yo tengo cuatro hijos en el ejército y no me lamento. Todo está en las manos de Dios. Hay quien muere acurrucado junto a la estufa y hay a quien Dios devuelve sano y salvo de la batalla— se dejó oír, sin esfuerzo alguno, la grave voz de María Dmítrievna desde el otro extremo de la mesa.

—Así es.

Las conversaciones se concentraron de nuevo: las damas por un lado y los caballeros por el suyo.

—A que no lo preguntas, a que no te atreves a preguntarlo— decía a Natasha su hermano pequeño.

—¡Sí que lo preguntaré!— respondió Natasha.

Su rostro se había ruborizado al tomar una decisión firme y divertida. Se incorporó; miró a Pierre, enfrente de ella, como pidiéndole que escuchara, y se volvió a su madre:

—¡Mamá!— su voz infantil y profunda resonó encima de la mesa.

—¿Qué quieres?— preguntó la condesa, alarmada. Pero adivinando en el rostro de su hija que se trataba de una travesura, movió negativamente la mano con un severo gesto de amenaza y reprobación.

Las conversaciones se aquietaron.

—Mamá…, ¿qué postre tenemos hoy?— preguntó Natasha, con voz más resuelta todavía.

La condesa quería enfadarse pero no podía. María Dmítrievna levantó un dedo grueso y amenazador.

—¡Cosaco!— dijo severamente.

La mayoría de los comensales miraban a los de más edad no sabiendo cómo tomar aquella ocurrencia.

—Ya verás tú…— comenzó la condesa.

—¡Mamá! ¿Habrá postre?— repitió Natasha, con voz valiente, alegre y caprichosa, segura ya de que su audacia sería bien recibida.

Sonia y el grueso Petia disimulaban la risa.

—Como veis lo he preguntado— dijo Natasha en voz baja a su hermano y a Pierre, al que miró de nuevo.

—Habrá helado, pero no para ti— dijo María Dmítrievna.

Natasha comprendió que nada debía temer, por lo cual no se asustó siquiera ante María Dmítrievna.

—María Dmítrievna, ¿de qué es el helado? De mantecado no me gusta.

—De zanahoria.

—No es verdad… María Dmítrievna, ¿de qué es el helado? ¡Quiero saberlo!— casi gritó.

María Dmítrievna y la condesa se echaron a reír, no por la respuesta de María Dmítrievna, sino por la extraordinaria audacia y desenvoltura de aquella chiquilla que podía y osaba portarse así con María Dmítrievna.

Natasha no cejó hasta que le dijeron que el helado era de piña. Antes del helado se sirvió champaña; la música sonó de nuevo, el conde besó a la condesa y los comensales, levantándose, la felicitaron uno tras otro y brindaron después con el conde, con los niños y unos con otros. Otra vez se pusieron en movimiento los camareros, se produjo otra vez el estrépito de sillas y en el mismo orden, pero con los rostros más encendidos, los comensales volvieron al salón y al gabinete del conde.

Guerra y paz
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