XVII
Se prepararon las mesas de juego; se organizaron partidas de boston y los invitados del conde se diseminaron por los dos salones, el gabinete del conde y la biblioteca.
El conde, con las cartas dispuestas en la mano como un abanico, luchaba con esfuerzo contra la costumbre de dormir la siesta y se reía de todo. Los jóvenes, animados por la condesa, se colocaron en torno al clavicordio y el arpa. Julie, la primera, ante las súplicas de todos, tocó unas variaciones en el arpa y, con otras señoritas, pidió a Natasha y a Nikolái, cuyas dotes musicales eran conocidas de todos, que cantaran algo. Natasha, a la que se dirigían como a una persona mayor, se mostraba muy orgullosa por ello aunque al mismo tiempo se sentía intimidada.
—¿Qué vamos a cantar?— preguntó.
—El manantial— respondió Nikolái.
—Bien, vamos. Borís, ven— dijo Natasha. —¿Dónde está Sonia?
Se volvió, y al no ver a su amiga corrió en su busca.
No la encontró en su habitación y pasó a la habitación de los niños. Tampoco allí estaba; entonces Natasha comprendió que Sonia debía estar en el corredor, sentada en el arcón. Aquel arcón era el lugar donde la joven generación de la casa Rostov vertía sus tristezas. En efecto, Sonia, sin cuidar mucho su vaporoso vestido de muselina rosa, se había echado sobre el edredón listado y sucio del aya, colocado encima del arcón; y con el rostro escondido entre las manos menudas, sollozaba sacudiendo convulsivamente los frágiles hombros desnudos. El rostro de Natasha, animado y radiante todo el día, cambió al momento: sus ojos quedaron fijos, tembló su cuello y descendieron las comisuras de sus labios.
—¿Qué tienes, Sonia… qué tienes? ¡Oh!…
Y Natasha, abriendo del todo su boca grande, haciéndose francamente fea, se echó a llorar como un niño, sin razón alguna, sólo porque veía llorar a su amiga. Sonia quería levantar la cabeza, contestar, pero no lo conseguía y acabó por esconder su rostro cada vez más. Natasha, llorando, sentada en el edredón azul abrazó a su amiga. Por fin, haciendo un esfuerzo, Sonia se levantó, enjugó las lágrimas y empezó a contar:
—Nikolái se va dentro de una semana. Ya está… dada… la orden… Me lo ha dicho él mismo… Pero aun así yo no lloraría— y le enseñó un papel que llevaba en la mano: eran unos versos escritos por Nikolái. —No lloraría… Pero tú no puedes… nadie puede comprender… qué alma tiene…
Y al recordar que aquella alma era tan bella, lloró de nuevo.
—Tú eres feliz… No te envidio… Te quiero y quiero a Borís— dijo esforzándose de nuevo, —es simpático… para vosotros no hay obstáculos. Pero Nikolái es mi cousin… hace falta la autorización del mismo metropolitano… y con todo es imposible. Y además, si mamá…— (Sonia consideraba a la condesa su madre, y así la llamaba.) —Dirá que arruino la carrera de Nikolái, que soy una desagradecida… que no tengo corazón, y yo… lo juro— e hizo la señal de la cruz, —la amo tanto a ella y a todos vosotros…; únicamente a Vera… Por qué, ¿qué le hice yo? Estoy tan reconocida a todos, que me sentiría dichosa sacrificándolo todo… pero no tengo nada…
Sonia no pudo seguir hablando y de nuevo escondió el rostro entre las manos y el edredón. Natasha empezó a calmarse, pero en la expresión de su rostro se adivinaba que comprendía todo el dolor de su amiga.
—¡Sonia!— dijo de pronto, como intuyendo la verdadera causa de aquel dolor. —Hablaste con Vera, después de la comida ¿verdad?
—Sí. Nikolái había escrito estos versos y yo copié otros; Vera los encontró sobre la mesilla de mi habitación y ha dicho que se los enseñaría a mamá… y que soy una ingrata y que mamá no permitirá nunca que Nikolái se case conmigo, y que se casará con Julie. Ya ves cómo está con ella todo el día… ¿Por qué, Natasha?
Ahora lloraba más que antes. Natasha la incorporó; la abrazó y, sonriendo entre lágrimas, hizo todo lo posible por tranquilizarla.
—Sonia, no la creas, querida, no la creas. ¿Te acuerdas de lo que hablamos con Nikóleñka en la sala de los divanes, te acuerdas, después de cenar? Entonces decidimos todo cuanto había de suceder. Yo no lo recuerdo ya, pero tú recordarás lo bien que todo resultaba y cómo todo era posible. Ya ves: el hermano del tío Shinshin se ha casado con una prima carnal, y nosotros somos primos segundos. Borís dice que es perfectamente posible. Se lo he contado todo. ¡Es tan inteligente y tan bueno!— siguió Natasha. —No llores más, querida Sonia, preciosa mía— y la besó riendo. —Vera es mala, no le hagas caso. Todo saldrá bien, ya verás cómo no dice nada a mamá. El mismo Nikolái lo dirá antes… porque ni siquiera piensa en Julie.
Y Natasha seguía besándola en la cabeza. Sonia se incorporó y la gatita cobró vida, brillaron sus ojitos y, al parecer, ya estaba dispuesta a blandir su cola, a saltar sobre sus muelles patas y jugar de nuevo con la madeja como le era propio.
—¿Tú crees? ¿De veras? ¿Lo juras?— dijo, arreglándose rápidamente el vestido y el cabello.
—Sí, sí, lo juro— repetía Natasha, ayudando a recoger un mechón de pelo escapado de la trenza de su amiga.
Y las dos se echaron a reír.
—Bueno, ahora vamos a cantar El manantial.
—Vamos.
—Sabes, ese grueso Pierre, que estaba sentado enfrente de mí, me hace reír— dijo de pronto Natasha, deteniéndose. —¡Oh, me divierto mucho!— y echó a correr por el pasillo.
Sonia se sacudió la pelusilla, escondió los versos en el corpiño, muy cerca de las salientes clavículas, y corrió detrás de Natasha hacia la sala de los divanes con paso ligero, alegre y festivo y el rostro encendido. A petición de los invitados, los jóvenes cantaron a cuatro voces El manantial, que agradó mucho a todos; después Nikolái cantó una romanza que acababa de aprender:
Cuando en el puro cielo la luna brilla,
el amante feliz sueña:
“¡Todavía hay alguien en el mundo
que piensa en ti!
Y, acariciando con mano bella
las cuerdas doradas del arpa,
te llama, de amor languideciendo,
te llama, clama por ti.
Todavía una breve espera
y el paraíso llegará…”
Más, ¡ay!, tu pobre amigo
ya muerto estará.
Apenas había concluido las últimas palabras de su canto, cuando ya los jóvenes se aprestaban al baile y los músicos removían los pies y carraspeaban.
Pierre permanecía sentado en el salón, donde Shinshin había empezado una conversación con él, como recién llegado del extranjero; trataba de política y Pierre se aburría, aun cuando acudieron otros invitados.
Cuando empezó la música Natasha entró en el salón, se acercó directamente a Pierre y sonriendo ruborizada le dijo:
—Mamá me ha ordenado que lo invite a bailar.
—Temo confundir las figuras— dijo Pierre, —pero si quiere ser mi maestra…— y tendió su gruesa mano a la delgada chiquilla, bajándola mucho.
Mientras las parejas se disponían para el baile y los músicos afinaban sus instrumentos, Pierre se sentó al lado de su pequeña dama. Natasha se sentía perfectamente feliz. Danzaba con un mayor que acababa de regresar del extranjero a la vista de todos y hablaba con él como si fuese mayor. Llevaba en la mano un abanico que le había dejado cierta señorita para que lo sostuviese, y adoptando la postura más mundana (Dios sabe cómo y cuándo la había aprendido) se abanicaba y sonreía tras el abanico, charlando con su pareja…
—¿Eh, qué les parece? ¡Mírenla, mírenla!— exclamó la condesa, atravesando la sala y señalando a su hija.
Natasha se ruborizó:
—¡Oh, mamá! No sé por qué lo dice… ¿Qué tiene de extraño?
Hacia la mitad de la tercera “escocesa”, en el gabinete del conde hubo ruido de sillas. María Dmítrievna y la mayoría de los invitados (los más importantes y viejos) se pusieron en pie, estiraron las piernas después de estar tanto tiempo sentados, volvieron los billeteros y portamonedas a sus bolsillos y entraron en el salón. María Dmítrievna y el conde, ambos con alegre continente, abrían la marcha. El conde, con cortesía juguetona, como simulando un paso de ballet, dobló el brazo para ofrecérselo a María Dmítrievna. Se irguió de nuevo; iluminaba su rostro una sonrisa singular, astuta y gallarda, y cuando terminó la última figura del baile, aplaudió a los músicos y gritó, volviéndose al primer violín:
—¡Semión! Ahora Daniel Kúpor. ¿Te acuerdas?
Era el baile favorito del conde, que ya lo bailaba en su juventud. Daniel Kúpor era en realidad una figura de la “inglesa”.
—Miren a papá— gritó Natasha, que parecía haber olvidado que estaba bailando con una persona mayor, inclinando hacia sus rodillas la rizada cabecita y estallando en una risa sonora que llenó todo el salón.
Y, en efecto, todos los presentes miraban con alegre sonrisa al bravo viejo que se movía junto a su imponente pareja, más alta que él; doblaba los brazos, según el ritmo, enderezaba los hombros, giraba, hacía piruetas con los pies, dando ligeros taconazos con una sonrisa cada vez más abierta, como si preparase a los espectadores a lo que todavía iba a venir. Tan pronto como se oyeron las notas alegres y movidas de Daniel Kúpor, tan semejantes a las de ciertas danzas rusas, todas las puertas del salón se llenaron de alegres rostros de domésticos; en una parte los hombres y en la otra las mujeres que se acercaban sonrientes a ver cómo se divertía su señor. —¡Es un águila nuestro padrecito!— dijo en voz alta la vieja niñera en el umbral de una puerta. —¡Un águila!
El conde bailaba bien, y lo sabía; pero su dama no sabía ni quería bailar. Su voluminoso cuerpo se mantenía recto y los brazos robustos le colgaban (había dado su bolso a la condesa); puede decirse que sólo bailaba su rostro, severo y bello. Todo cuanto expresaba la redonda figura del conde se reflejaba en el rostro de María Dmítrievna, en el aleteo de su nariz y una sonrisa cada vez más amplia. Pero si el conde, enardecido por el baile, cautivaba a los espectadores con sus quiebros ágiles e inesperados y los saltos ligeros de sus rápidos pies, no era menor la admiración que despertaba María Dmítrievna, quien con mínimo esfuerzo movía los hombros, redondeaba los brazos en las vueltas y taconeaba. Todos reconocían su mérito, teniendo en cuenta su complexión y su severidad habitual. El baile era cada vez más animado. Las parejas que tenían enfrente no conseguían llamar la atención y ni siquiera lo intentaban. Todos estaban pendientes del conde y de María Dmítrievna. Natasha tiraba de la manga y del vestido a todos, que no precisaban de esa señal para tener los ojos fijos en los bailarines, y les pedía que miraran a su padre.
El conde, en los intervalos de la danza, respiraba profundamente, agitaba la mano y gritaba a los músicos que tocaran con más brío. Y con más y más brío y soltura giraba el conde, ya sobre las puntas de los pies, ya sobre los talones alrededor de María Dmítrievna; y, por último, la llevó de nuevo a su silla y haciendo el último paso levantó ágilmente una pierna hacia atrás y con una sonrisa inclinó el sudoroso rostro y giró en círculo el brazo derecho en medio de una explosión de aplausos y risas, sobre todo por parte de Natasha. Ambos bailarines se detuvieron, respirando fatigosamente, y se enjugaron con sus pañuelos de batista.
—Así se bailaba en nuestros tiempos, ma chère— dijo el conde.
—Vaya con Daniel Kúpor— contestó María Dmítrievna con un prolongado y hondo suspiro, recogiéndose las mangas.