I

La mente humana no puede comprender la continuidad absoluta del movimiento. Las leyes de cualquier clase de movimiento son comprensibles para el hombre a condición de que examine, separando arbitrariamente, las unidades de que se compone. Pero, al mismo tiempo, ese fraccionamiento arbitrario del movimiento continuo en unidades discontinuas origina la mayoría de los errores humanos.

Bien conocido es el sofisma de los antiguos: Aquiles no alcanzará nunca a la tortuga que marcha delante de él aunque camine diez veces más rápido que ella. Cuando Aquiles haya recorrido el espacio que lo separa de la tortuga, ésta habrá avanzado la décima parte de ese espacio; cuando Aquiles cubra esa décima parte, la tortuga habrá avanzado la centésima parte, y así hasta el infinito. Semejante problema parecía insoluble a los antiguos. Lo absurdo de esa solución (que Aquiles nunca alcanzara a la tortuga) provenía de haber admitido arbitrariamente unidades discontinuas del movimiento, cuando la verdad es que los movimientos de Aquiles y la tortuga son continuos.

Tomando unidades de movimiento cada vez más pequeñas, no hacemos sino acercarnos cada vez más a la solución del problema, pero sin llegar a resolverlo nunca. Esto se obtiene admitiendo, tan sólo, las magnitudes infinitesimales y su progresión ascendente hasta una décima y sumando esa progresión geométrica. Una nueva rama de las matemáticas, el empleo de los infinitesimales, resuelve actualmente problemas que en otro tiempo parecieron insolubles.

Esta nueva rama de las matemáticas, desconocida por los antiguos, aplicada hoy para estudiar el movimiento de magnitudes infinitamente pequeñas, es decir, de aquellas que restablecen su condición principal (su continuidad absoluta), corrige así el inevitable error que la mente humana no puede eludir al estudiar en lugar del movimiento continuo algunas de sus unidades.

Lo mismo ocurre cuando estudiamos leyes del desarrollo histórico. El avance de la humanidad, producido por un número infinito de arbitrariedades humanas, es un proceso continuo.

La comprensión de las leyes de ese movimiento es el objetivo de la historia. Mas para comprender las leyes del movimiento continuo resultante de todas las arbitrariedades humanas, la mente humana admite, además de unidades arbitrarias, también las discontinuas. El primer método histórico consiste en tomar de modo arbitrario una serie de acontecimientos continuos y estudiarlos separadamente de otros, cuando no hay ni puede haber un acontecimiento aislado puesto que unos proceden de los otros, sin interrupción. El segundo método consiste en examinar los actos de un individuo, rey o jefe militar, como una suma de arbitrariedades humanas, que nunca se manifiestan en la actuación de un personaje histórico.

La ciencia histórica, en su incesante desarrollo, admite siempre unidades cada vez más pequeñas para sus investigaciones y, por ese medio, trata de acercarse a la verdad. Mas, por pequeñas que sean las unidades que admite la historia, el hecho de apartar una unidad, separándola de otra, de admitir el comienzo de un fenómeno cualquiera, de considerar que en la actuación de un determinado personaje se reflejan las arbitrariedades de todos los hombres, es falso ya de por sí.

Cualquier deducción histórica, al margen de toda crítica, se desvanece como el polvo, sin dejar rastro, si ese trabajo escoge como objeto de estudio una unidad discontinua de tiempo mayor o menor, cosa a la que tiene perfecto derecho, ya que la unidad histórica analizada es siempre arbitraria.

Sólo tomando para nuestra observación la unidad infinitesimal como diferencial de la historia, es decir, las aspiraciones homogéneas de los hombres, y consiguiendo el arte de integrar (sumando los infinitesimales) podemos llegar a comprender las leyes de la historia.

Los quince primeros años del siglo XIX se distinguen en Europa por un movimiento extraordinario de millones de hombres que abandonan sus habituales ocupaciones, van de un lado a otro de Europa, saquean, se matan entre sí, triunfan y se desesperan; el curso total de la vida se modifica durante algunos años y se distingue por un comienzo acelerado, para debilitarse más tarde. ¿Cuál fue la causa de ese movimiento y qué leyes lo rigieron?, se pregunta la razón humana.

Los historiadores que contestan a esa pregunta nos exponen los actos y los discursos de varias decenas de hombres en un edificio de París y dan a esos actos y discursos el nombre de revolución. Después nos presentan la biografía detallada de Napoleón y de otros hombres que le fueron hostiles o adictos; hablan de la influencia de algunos de esos hombres sobre otros, y dicen: “He aquí por qué se produjo ese movimiento, y éstas son sus leyes”.

Pero la razón humana no sólo se niega a aceptar esa explicación, sino que nos dice abiertamente que el método seguido para explicarlo es falso, porque considera que el fenómeno más débil dio origen al más fuerte. La suma de las arbitrariedades humanas creó la revolución y a Napoleón; y sólo esa suma de arbitrariedades los soportó y aniquiló.

“Pero siempre que hubo conquistas hubo conquistadores —dice el historiador—, y cada vez que en un Estado se produjo una revolución, existieron grandes hombres.” En efecto, cada vez que aparecieron conquistadores hubo guerras —replica la razón humana—; pero eso no prueba que los conquistadores sean la causa de las guerras y que puedan hallarse las leyes de la guerra en la actuación personal de un individuo. Siempre que miro el reloj, cuando la aguja se acerca a las diez, oigo que en la cercana iglesia comienzan a sonar las campanas; pero el hecho de que comiencen a sonar las campanas cada vez que la aguja llega a las diez no me autoriza a deducir que la posición de la aguja de mi reloj es causa del movimiento de las campanadas.

Cada vez que se pone en marcha una locomotora oigo su silbido, veo que la válvula se abre, que las ruedas giran, pero no puedo deducir por ello que el silbido y el movimiento de las ruedas sean la causa del movimiento de la locomotora.

Dicen los mujiks, cuando la primavera llega retrasada, que el viento frío sopla porque los robles empiezan a retoñar; y, en efecto, cuando los robles retoñan en primavera sopla un viento frío. Mas, aunque yo ignore por qué sopla ese viento frío cuando retoñan los robles, no puedo creer, como los campesinos, que la causa de aquel viento sea el despuntar de las yemas en el árbol. No puedo creerlo porque la fuerza del viento es ajena al retoñar de los robles. Veo únicamente una coincidencia de condiciones, como suele encontrarse en todo fenómeno de la vida, y me convenzo de que, por más que observe la aguja del reloj, la válvula y las ruedas de la locomotora y las yemas del roble, jamás conoceré la causa del movimiento de la campana, de la locomotora y del viento primaveral. Para conseguirlo tengo que cambiar mi ángulo de observación y estudiar las leyes que rigen el movimiento del vapor, de la campana y del viento. Lo mismo debe hacer la historia.

Y ya se han hecho tentativas en ese sentido.

Para estudiar las leyes de la historia debemos cambiar del todo el objeto de estudio; olvidar a los reyes, ministros y generales y estudiar los elementos homogéneos e infinitamente pequeños que guían a la masa. Nadie puede decir en qué medida podrá el hombre entender, valiéndose de ese método, las leyes que rigen la historia; es evidente, sin embargo, que en esa empresa no se ha empleado ni la millonésima parte de los esfuerzos hechos por los historiadores para describir los actos de los reyes, jefes militares y ministros y exponer sus propias consideraciones a propósito de esos actos.

Guerra y paz
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