VI
Aunque Bálashov estaba acostumbrado a la magnificencia de la Corte rusa, el lujo fastuoso de la de Napoleón lo sorprendió y asombró.
El conde de Tourenne lo introdujo en la gran sala de espera, donde aguardaban numerosos generales, chambelanes y magnates polacos, a muchos de los cuales Bálashov había visto en la Corte del emperador Alejandro. Duroc anunció que Napoleón recibiría al general ruso antes del paseo.
Tras algunos minutos de espera, el chambelán de servicio apareció en la gran sala y saludó respetuosamente a Bálashov, invitándolo a seguirlo.
Bálashov entró en un saloncito, una de cuyas puertas comunicaba con el gabinete de trabajo donde Alejandro le había confiado su misión cerca de Napoleón. Bálashov esperó un par de minutos, se oyeron unos rápidos pasos y las dos hojas de la puerta se abrieron; todo quedó en silencio y se acercaron otros pasos, firmes y enérgicos. Era Napoleón, que había acabado su toilette matinal para montar a caballo. Una casaca azul se abría encima de un chaleco que descendía sobre su vientre redondo; calzones blancos ceñían los muslos de sus cortas piernas, calzadas con botas de montar. Al parecer, acababan de peinar sus cortos cabellos, pero un mechón caía en el centro de su frente espaciosa. El cuello blanco y carnoso se destacaba sobre el uniforme negro. Iba perfumado con agua de colonia. Su rostro lleno y juvenil, de barbilla saliente, expresaba una majestuosa benevolencia imperial.
Entró con la cabeza algo echada hacia atrás, acompañando cada paso con un temblor nervioso. Su figura toda, corta y achaparrada, de hombros amplios y gruesos, de vientre y pecho pronunciados, tenía ese aire representativo de los hombres de cuarenta años que viven holgadamente. Se advertía, además, que ese día se encontraba de un humor excelente.
Inclinó la cabeza, en respuesta al profundo y respetuoso saludo de Bálashov, y, acercándose a él, comenzó a hablar como un hombre para quien cada minuto es precioso y no se digna preparar sus discursos, convencido de que dirá siempre bien lo que debe decir.
—Buenos días, general— dijo, —he recibido la carta del emperador Alejandro que usted traía y estoy encantado de verlo.
Fijó sus grandes ojos en el rostro de Bálashov y en seguida desvió la mirada. Era evidente que la persona del general ruso no le interesaba y que sólo lo preocupaba lo que ocurría en su interior. Cuanto ocurría fuera de su persona no tenía para él importancia, puesto que en el mundo, pensaba él, todo dependía de su voluntad.
—No deseo ni he deseado la guerra— prosiguió —pero me han forzado a ella. Aun ahora— y acentuó esta palabra —estoy dispuesto a aceptar todas las explicaciones que pueda usted darme.
Y, comenzó a exponer clara y brevemente las causas de su disgusto con el gobierno ruso. El tono moderado, tranquilo y amistoso con que hablaba el Emperador francés, llevó a Bálashov a la firme convicción de que Napoleón deseaba la paz y estaba dispuesto a iniciar negociaciones.
—Sire, l’Empereur mon maître…[353]— comenzó Bálashov, que había preparado su discurso mucho tiempo antes, cuando Napoleón, terminada su exposición, miró interrogativamente al general ruso.
Pero la mirada del Emperador, fija en él, lo turbó. “No se turbe, tranquilícese”, pareció decir Napoleón, mirando con una sonrisa apenas perceptible el uniforme y la espada del embajador.
Bálashov consiguió dominarse y dijo que el emperador Alejandro no consideraba motivo suficiente para la guerra la petición de pasaportes hecha por su embajador; Kurakin había obrado por propia iniciativa, sin el consentimiento de su Soberano; añadió, por último, que el emperador Alejandro no deseaba la guerra y que no mantenía relación alguna con Inglaterra.
—Todavía no— lo interrumpió Napoleón, y, como si temiera dejarse llevar por sus sentimientos, frunció el ceño y movió la cabeza, dando a entender a Bálashov que podía proseguir.
Cuando hubo dicho todo cuanto se le había ordenado, Bálashov añadió que el emperador Alejandro deseaba la paz, pero comenzaría las conversaciones siempre que… Llegado a ese punto, Bálashov titubeó: recordó las palabras que el Emperador no había incluido en la carta, pero que había ordenado introducir en el rescripto enviado a Saltikov; palabras que Bálashov debía transmitir a Napoleón. Las recordaba bien: “mientras permanezca un enemigo armado en territorio ruso”, pero lo contuvo un complejo sentimiento. No podía pronunciar esas palabras, aunque tal era su deseo. Titubeó un instante y dijo: “A condición de que las tropas francesas se retiren al otro lado del Niemen”.
No pasó por alto a Napoleón la turbación del embajador ruso al pronunciar las últimas palabras; se estremeció su rostro y la pantorrilla de su pierna izquierda comenzó a temblar acompasadamente. Sin moverse de su sitio y con voz más enérgica y apresurada que antes, comenzó a hablar. Durante todo este tiempo, Bálashov hubo de bajar varias veces los ojos, atraído, sin darse cuenta, por el temblor de la pantorrilla izquierda de Napoleón, que aumentaba a medida que su voz subía de tono.
—Deseo la paz tanto como el emperador Alejandro— dijo. —¿Es que no hice todo lo posible para conseguirla a lo largo de dieciocho meses? Durante todo ese tiempo he esperado una explicación; y ahora, para empezar las negociaciones, ¿qué es lo que se me pide?— y levantó las cejas e hizo con la pequeña y regordeta mano un gesto enérgico.
—La retirada de las tropas francesas al otro lado del Niemen, Sire— dijo Bálashov.
—¿Al otro lado del Niemen?— repitió Napoleón. —Entonces, ¿quieren que retroceda al otro lado del Niemen, sólo al otro lado?— y miró con fijeza a Bálashov, quien inclinó respetuoso la cabeza.
En vez de pedirle, como cuatro meses antes, la retirada de Pomerania, ahora se le exigía tan sólo el retroceso a la otra orilla del Niemen. Napoleón se volvió rápidamente y comenzó a pasear por la habitación.
—Dice que se me exige retroceder al otro lado del Niemen para comenzar las negociaciones; pero hace dos meses se me pedía que retrocediera al otro lado del Oder y del Vístula, y, sin embargo, ahora consiente en iniciar las conversaciones.
Caminó en silencio de un lado a otro de la estancia y se detuvo de nuevo frente a Bálashov. Su rostro parecía petrificado, con severa expresión, y la pierna izquierda le temblaba aún más de prisa que antes. Napoleón conocía ese temblor de su pierna. La vibration de mon mollet gauche est un grand signe chez moi,[354] había de decir posteriormente.
—¡Proposiciones como esas de abandonar el Oder y el Vístula pueden hacerse al príncipe de Baden, pero no a mí!— exclamó casi gritando. —Aunque me diesen San Petersburgo y Moscú, no aceptaría semejante propuesta. Dice usted que yo he comenzado la guerra. ¿Y quién fue el primero en incorporarse al ejército? El emperador Alejandro, y no yo. Me proponen negociaciones cuando he gastado millones, mientras que ustedes se han aliado con Inglaterra y su situación es mala… ¿Qué objetivo tiene su alianza con Inglaterra? ¿Qué les ha dado?— dijo rápidamente, hablando así no para exponer las ventajas de una paz ni para discutir su posibilidad, sino para probar la razón que lo asistía, su fuerza y la sinrazón y los errores de Alejandro.
El exordio tenía por finalidad evidente demostrar la ventaja de su posición, a pesar de lo cual estaba dispuesto a aceptar la iniciación de las conversaciones. Pero ahora había comenzado a hablar, y cuanto más hablaba, más difícil le era regir sus propias palabras.
Lo único que se proponía era, evidentemente, engrandecer su propia persona y ofender a Alejandro: es decir, lo que al comienzo de la entrevista con Bálashov no deseaba en manera alguna.
—Dicen que han llegado ustedes a una paz con los turcos, ¿es verdad?
Bálashov inclinó afirmativamente la cabeza.
—Se ha firmado la paz…— comenzó.
Pero Napoleón no lo dejó seguir. Necesitaba hablar él solo y proseguía su discurso con elocuencia e irritación no contenida a la que son proclives las personas mimadas por la fortuna.
—Lo sé, lo sé; han firmado una paz con los turcos sin conseguir Moldavia ni Valaquia; yo, en cambio, habría dado esas provincias a su Emperador, lo mismo que le di Finlandia. Sí— continuó, —lo había prometido y estaba dispuesto a entregar al emperador Alejandro Moldavia y Valaquia. Pero ahora no tendrá esas hermosas provincias. Habría podido incorporarlas a su Imperio y ampliar el territorio ruso, en un solo reinado, desde el golfo de Botnia a la desembocadura del Danubio. Catalina la Grande no habría podido hacer más— prosiguió Napoleón, enardeciéndose a medida que hablaba, sin dejar de pasear por la estancia y repitiendo a Bálashov casi las mismas palabras que había dicho al propio Alejandro en Tilsitt. —Tout cela il l’aurait dû à mon amitié. Ah! quel beau règne, quel beau règne!…— repitió varias veces y, deteniéndose, sacó la tabaquera de oro, sorbiendo rapé con avidez. —Quel beau règne aurait pu être celui de l’empereur Alexandre![355]
Miró con lástima a Bálashov, y cuando éste quiso decir algo, se apresuró a seguir.
—¿Qué podía desear o buscar que no hallara en mi amistad?— dijo, perplejo, encogiéndose de hombros. —Pero no, ha preferido rodearse de mis enemigos. ¿Y de quiénes? Ha llamado a los Stein, a los Armfeld, a los Bennigsen y a los Wintzingerode. Stein es un traidor expulsado de su patria; Armfeld, un disoluto e intrigante; Wintzingerode, un súbdito francés huido. Bennigsen es más militar que los demás, aunque no deja de ser un incapaz; no pudo hacer nada en 1807 y debería suscitar en el emperador Alejandro terribles recuerdos… Si todavía fueran hombres capaces de algo se los podría utilizar— prosiguió Napoleón, a quien le empezaba a ser difícil concretar en palabras el torrente de consideraciones que nacían sin descanso en su mente y que probaban su derecho o su fuerza (lo que en su opinión era lo mismo); —pero ni para eso sirven. No son buenos ni para la guerra ni para la paz. Dicen que Barclay es más hábil que los otros, pero yo no lo afirmaría, si juzgamos sus primeros movimientos. ¡Y qué hacen, qué hacen todos esos cortesanos! Pfull propone, Armfeld discute, Bennigsen examina y Barclay, encargado de actuar, no sabe nunca qué decidir y el tiempo pasa sin hacer nada. Sólo Bagration es un militar. Es tonto, pero no le falta experiencia, golpe de vista y decisión… ¿Y qué lugar ocupa su joven Emperador en medio de esa muchedumbre de nulidades? No hacen más que comprometerlo y descargar sobre él la responsabilidad de cuanto se hace. Un souverain ne doit être à l’armée que quand il est général[356]— dijo, dando a esas palabras el sentido de una provocación. Napoleón conocía los deseos de Alejandro de ser un verdadero caudillo militar. —Hace una semana que comenzó la campaña y no han sabido ustedes defender Vilna. Su ejército está dividido en dos y lo hemos expulsado de las provincias polacas. En las tropas cunde el descontento.
—Todo lo contrario, Majestad— dijo Bálashov, que pugnaba por retener cuanto decía Napoleón y seguir aquel torrente de palabras. —Nuestros soldados arden en deseos…
—Lo sé todo— lo interrumpió Napoleón, —lo sé todo, conozco el número de sus batallones tan bien como el de los míos. Apenas cuenta con doscientos mil hombres, y yo tengo tres veces más; je vous donne ma parole d’honneur que j’ai cinq cent trente mille hommes de ce côté de la Vistule[357]— dijo Napoleón, olvidando que su palabra de honor no podía tener ninguna importancia. —Los turcos no valen para nada, lo han demostrado haciendo esa paz con ustedes. Los suecos… su destino es ser gobernados por reyes locos. Su rey era un demente; lo cambiaron por otro, Bemadotte, que ha enloquecido en seguida, puesto que sólo un loco puede, siendo sueco, firmar una alianza con Rusia.
Napoleón, con malévola sonrisa, sacó de nuevo la tabaquera.
A cada frase de Napoleón, Bálashov quería objetar, pero cuando intentaba decir algo, Napoleón lo interrumpía. Contra la locura de los suecos, Bálashov habría querido decir que Suecia es una isla cuando está respaldada por Rusia, pero Napoleón gritó malhumorado para sofocar sus palabras. El Emperador francés se hallaba en ese estado de irritación en el que es preciso hablar, hablar y hablar sólo para demostrarse a sí mismo tener razón.
La situación de Bálashov se hacía penosa. Temía ver menoscabada su dignidad de embajador y sentía la necesidad de objetar algo; pero como hombre se contraía moralmente ante aquella ira sin motivo, con olvido de sí mismo, que se había apoderado de Napoleón. Sabía que todas las palabras dichas por él en aquel momento carecían de importancia y que él mismo se avergonzaría más tarde de haberlas pronunciado. Bálashov, de pie y con los ojos bajos, miraba las gruesas y temblorosas piernas de Napoleón, tratando de evitar su mirada.
—¿Qué me importan sus aliados?— seguía el Emperador. —Buenos aliados son los míos, los polacos. Son ochenta mil y pelean como leones. Y llegarán a doscientos mil.
Irritado aún más después de esta evidente mentira, y al ver a Bálashov resignado a su suerte, silencioso e inmóvil, se volvió con brusquedad y gritó, acercándose a la cara misma de Bálashov y moviendo enérgicamente sus blancas manos.
—¡Sepa que si arrastran a Prusia contra mí, la borraré del mapa!
Su rostro estaba pálido, desfigurado por la ira. Con gesto enérgico, juntó sus manos blancas y pequeñas en una palmada:
—¡Sí! Los rechazaré hasta más allá del Dvina y el Dniéper y restableceré contra ustedes la barrera que Europa, ciega y criminal, permitió derribar en otro tiempo. Eso es lo que haré; eso es lo que saldrán ganando por haberse alejado de mí— y recorrió en silencio varias veces la habitación; sus amplios hombros se estremecían. Guardó la tabaquera en el bolsillo del chaleco, pero la volvió a sacar, la llevó varias veces a la nariz y se detuvo frente a Bálashov. Silencioso, fijó su irónica mirada en el rostro del general y dijo en voz baja: —Et cependant, quel beau règne aurait pu avoir votre maître![358]
Bálashov, sintiendo la necesidad de objetar algo, dijo que, por parte de Rusia, las cosas no presentaban un aspecto tan sombrío. Napoleón guardó silencio y siguió mirándolo con aire burlón, evidentemente sin escucharlo. Bálashov añadió que Rusia depositaba grandes esperanzas en aquella guerra. Napoleón inclinó condescendiente la cabeza, como queriendo decir: “Lo sé, su obligación es hablarme así, pero ni usted mismo cree en lo que dice, yo lo he convencido”.
Cuando Bálashov dejó de hablar, Napoleón sacó de nuevo la tabaquera, tomó rapé y, como haciendo una señal, dio dos veces en el suelo con el pie. Se abrió la puerta y un chambelán, entre profundas reverencias, entregó al Emperador el sombrero y los guantes; otro le presentó un pañuelo; Napoleón, sin mirarlos, se volvió a Bálashov —Asegure, en mi nombre, al emperador Alejandro que cuenta con mi afecto de antes. Lo conozco muy bien y aprecio mucho sus altas cualidades— y tomó el sombrero. —Je ne vous retiens plus, général, vous recevrez ma lettre à l’Empereur[359]— y se dirigió rápidamente a la puerta.
Todos los que estaban en la sala de espera se precipitaron escaleras abajo.