X

Después del entierro de su padre, la princesa María se había encerrado en su habitación y no recibía a nadie. La doncella se acercó a la puerta para avisar de que Alpátich había llegado y pedía órdenes sobre el viaje (esto sucedía antes de la conversación de Alpátich con Dron). La princesa María se incorporó del diván en que permanecía echada y, sin abrir la puerta, dijo que no pensaba ir a ningún sitio y pedía que la dejaran tranquila.

Las ventanas de su habitación estaban orientadas al occidente. La princesa permanecía recostada, con el rostro vuelto hacia la pared, y pasaba los dedos por los botones de un cojín de cuero sin ver nada más. Sus vagos pensamientos se hallaban concentrados en un solo punto: pensaba en lo irrevocable que es la muerte y en su bajeza moral, de la que hasta entonces no se había dado cuenta y se le acababa de revelar durante la enfermedad de su padre. Deseaba rezar, pero no se atrevía a hacerlo. En su actual estado de ánimo consideraba un atrevimiento dirigirse a Dios. Así permaneció durante largo tiempo sin cambiar de posición.

El sol se ponía en la otra parte de la casa y con sus oblicuos rayos vespertinos iluminaba, a través de las ventanas abiertas, toda la habitación y la parte del cojín que contemplaba la princesa María. De pronto dejó de pensar. Se levantó inconscientemente, se alisó el cabello y se acercó a una ventana, respirando la frescura de la tarde diáfana pero ventosa.

“Sí, ahora te es más fácil admirar el crepúsculo. Él ya no existe y nadie puede impedírtelo”, se dijo. Se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza en el antepecho de la ventana.

Alguien, con voz tierna y dulce, la llamó desde el jardín y se acercó a besar su cabeza. La princesa alzó la cabeza. Era mademoiselle Bourienne, vestida de negro con un traje adornado de encajes. Abrazó a la princesa y estalló en sollozos. La princesa María se la quedó mirando y de pronto se agolparon en su mente todos los sinsabores y celos experimentados en otro tiempo. Se acordó de que su padre, en los últimos meses, había cambiado de conducta con respecto a la francesa, no la llamaba para nada. ¡Cuán injustos habían sido, pues, los reproches que le había hecho en el fondo de su corazón! “¿Puedo juzgar a nadie, yo, yo que he deseado su muerte?”, pensó.

La princesa María imaginó vivamente la situación de mademoiselle Bourienne, a quien en los últimos tiempos había alejado de sí pero que seguía dependiendo de ella y vivía en casa ajena. La compadeció; la miró con afectuosa interrogación y le tendió la mano. Inmediatamente, mademoiselle Bourienne comenzó a llorar y a besar la mano de la princesa; le hablaba del gran dolor de la princesa y que ella compartía. El único consuelo —decía— era que la princesa le permitiera compartir aquel dolor. Decía que todos los malentendidos debían desaparecer ante aquella gran pena; que seguía sintiéndose pura ante todos y que él estaría viendo allá su afecto y su reconocimiento. La princesa escuchaba aquellas palabras sin entenderlas. Pero no dejaba de mirarla y percibir el dulce sonido de su voz.

—Su situación, querida princesa, es doblemente terrible— añadió mademoiselle Bourienne tras un breve silencio. —Comprendo que no pueda pensar en sí misma, pero, yo, por el cariño que siento hacia usted, debo hacerlo… ¿Ha visto a Alpátich? ¿Le habló de la marcha?

La princesa María no contestó. No comprendía quién debía partir, ni adonde. “¿Acaso se puede emprender algo ahora? ¿Pensar en algo? ¿Acaso no da todo igual?”

—¿Sabe que estamos en peligro, chère Marie?— siguió mademoiselle Bourienne. —Nos rodean los franceses y es peligroso salir ahora. Si nos vamos es casi seguro que caeremos prisioneras, y Dios sabe…

La princesa miraba a su amiga sin comprender del todo lo que decía.

—¡Oh! ¡Si supieran qué indiferente me es ahora todo!— dijo. —No querría por nada del mundo alejarme de él… Alpátich me ha dicho algo sobre el viaje… Hable usted con él; yo no puedo ni quiero ocuparme de nada…

—Ya hablé con él; espera que podamos partir mañana. Pero yo creo ahora que sería mejor quedarnos aquí— dijo mademoiselle Bourienne, —porque estará de acuerdo, chère Marie, en que sería terrible caer por el camino en manos de los soldados o de los campesinos sublevados.

Mademoiselle Bourienne sacó de su bolso una proclama del general francés Rameau, escrita en papel distinto del que acostumbraban a emplear los rusos, en la cual invitaba a los habitantes de las aldeas a no abandonar sus casas, porque las autoridades francesas los protegerían, y entregó el papel a la princesa.

—Creo que lo mejor sería dirigirse a ese general— dijo mademoiselle Bourienne, —estoy segura de que sería usted tratada con el debido respeto.

La princesa leyó el mensaje y unos sollozos sin lágrimas convulsionaron su rostro.

—¿Quién se lo dio?— preguntó.

—Seguramente adivinaron por mi nombre que soy francesa— repitió mademoiselle Bourienne, ruborizándose.

La princesa María, con el papel en la mano, se alejó de la ventana y, muy pálida, salió de la habitación, dirigiéndose al antiguo despacho del príncipe Andréi.

—Duniasha, llama a Alpátich o a Drónushka, a cualquiera, y di a Amelia Kárlovna que no entre— añadió al oír la voz de mademoiselle Bourienne. —¡Hay que salir, hay que salir lo antes posible!— decía horrorizada al pensar que podía quedar a merced de los franceses.

“¡Si el príncipe Andréi llegara a saber que estoy en manos de los franceses! ¡Que yo, la hija del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, pido protección al general Rameau y acepto su generosidad!” Aquella idea la horrorizaba. Temblaba, enrojecía, presa de un acceso de cólera e indignación como nunca sintiera antes.

Veía ahora claramente cuán dolorosas y ofensivas, eso sobre todo, eran las circunstancias en que se hallaba. “Ellos, los franceses, se instalarán en la casa, el general Rameau ocupará el despacho del príncipe Andréi; para divertirse revolverá y leerá sus cartas y sus papeles. Mademoiselle Bourienne lui fera les honneurs de Bogoutcharovo;[394] me asignarán una pequeña habitación por misericordia; los soldados profanarán la reciente tumba de mi padre, para robar sus condecoraciones. Me contarán sus victorias sobre los rusos y fingirán acompañarme en mi dolor…”

La princesa María pensaba así porque se sentía obligada a ir de acuerdo con las ideas de su padre y de su hermano. Personalmente, todo le era igual: no le importaba quedarse ni lo que pudiera ocurrirle; pero se sentía representante de su difunto padre y de su hermano. Sin advertirlo ella misma, pensaba como habrían pensado ellos y sentía como ellos habrían sentido. Lo que habrían dicho, lo que habrían hecho en aquellos momentos es lo que ella creía necesario hacer. Entró en el despacho del príncipe Andréi y, tratando de compenetrarse con sus ideas, meditó detenidamente la situación.

Las exigencias de la vida, que ella consideraba desaparecidas del todo con la muerte de su padre, surgieron de pronto ante ella, subyugando su voluntad con una fuerza nueva, desconocida.

Caminó por la estancia, inquieta y enrojecida, llamando tan pronto a Alpátich como a Mijaíl Ivánovich, ya a Tijón, ya a Dron. Duniasha, la vieja niñera y las doncellas no podían decir hasta qué punto eran justificadas las afirmaciones de mademoiselle Bourienne. Alpátich no estaba en casa: había ido a ver a las autoridades. Mijaíl Ivánovich, el arquitecto, apareció con ojos soñolientos y nada pudo decirle; contestaba con la misma sonrisa con la cual —durante quince años—, sin manifestar su propia opinión, respondía al viejo príncipe, de manera que era imposible deducir nada concreto de sus respuestas. El viejo ayuda de cámara, Tijón, con señales de fatiga y las huellas de un dolor irreparable, respondía: “Estoy a sus órdenes, princesa”; y al mirarla, a duras penas dominaba los sollozos.

Por último entró en el despacho el stárosta Dron. Se inclinó profundamente ante la princesa y no pasó del umbral.

La princesa María dio unas vueltas por la habitación y se detuvo delante de él.

—Drónushka— dijo, viendo en él a un amigo seguro, aquel mismo Drónushka que todos los años solía traerle de la feria de Viazma, adonde iba todos los años, unas rosquillas especiales que le ofrecía sonriente, —Drónushka, ahora, después de nuestra desgracia…— y se detuvo, porque no tenía fuerzas para proseguir.

—Todos estamos bajo la mano de Dios— dijo él suspirando. Y guardó silencio.

—Drónushka, Alpátich ha ido no sé dónde, y yo estoy sin saber a quién dirigirme. Dicen que no puedo salir; ¿es verdad?

—¿Por qué no va a poder, Excelencia? Se puede salir…

—Dicen que es peligroso a causa de la proximidad del enemigo. Amigo mío, yo no puedo hacer nada, no entiendo nada; estoy sola y quiero salir por encima de todo esta noche o mañana por la mañana.

Dron calló y miró de reojo a la princesa.

—No hay caballos— dijo. —Se lo advertí a Yákov Alpátich.

—¿Cómo que no hay caballos?— preguntó la princesa.

—¡Un castigo de Dios, Excelencia!— murmuró Dron. —Las tropas se han llevado unos… otros han reventado… ¡Llevamos un año tan malo! Falta forraje para las bestias y nosotros mismos estamos a punto de morir de hambre. A veces pasamos tres días sin comer. No hay nada, estamos completamente arruinados.

La princesa escuchaba atentamente.

—¿Arruinados los campesinos? ¿No tienen pan?— preguntó.

—Se mueren de hambre— dijo Dron; —y no hablemos de conseguir carros.

—Pero ¿por qué no lo habías dicho, Drónushka? ¿No podemos ayudarlos? Haré todo lo que pueda…

A la princesa le parecía extraño que en esos momentos, en que ella sufría tan gran dolor, existieran ricos y pobres, y que los ricos pudieran no ayudar a los necesitados. Había oído decir y sabía vagamente que había el llamado grano de los señores y que solían dárselo a los campesinos necesitados; sabía también que ni su padre ni su hermano habrían negado su ayuda a los campesinos; su único temor era equivocarse en la distribución de trigo que ella quería entregar. Se sentía contenta de tener alguna preocupación por la que pudiera olvidar, sin avergonzarse de ello, el propio dolor. Pidió a Dron detalles sobre las necesidades de los mujiks y sobre lo que en Boguchárovo pertenecía a los señores.

—Hay grano nuestro, de mi hermano, ¿verdad?

—El grano de los señores está intacto— respondió Dron, orgulloso. —Nuestro príncipe no había dado orden de venderlo.

—Entrégalo a los campesinos; dales todo lo que necesiten. Lo autorizo en nombre de mi hermano.

Dron no respondió y suspiró profundamente.

—Repártelo todo, si tienen bastante con eso. Dalo todo. Te lo ordeno en nombre de mi hermano, y diles que todo lo nuestro es suyo. Nada regatearemos para ellos. Díselo así.

Dron miraba fijamente a la princesa mientras hablaba.

—¡En nombre de Dios, madrecita! Ordena que otro se haga cargo de las llaves— dijo. —He servido durante veintitrés años y no me porté mal. ¡Líbrame de este peso, en nombre de Dios!

La princesa no comprendía lo que quería decir ni de qué pedía ser liberado. Le respondió que nunca había dudado de su fidelidad y que estaba dispuesta a hacer todo por él y los campesinos.

Guerra y paz
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