XXXIV
Los generales de Napoleón, Davout, Ney y Murat, se hallaban próximos al fuego y, en ocasiones, intervenían en la batalla y hacían entrar en acción enormes masas de soldados disciplinados. Pero, al revés de lo que había ocurrido en todas las batallas precedentes, en vez de la esperada noticia de la huida del enemigo, las ordenadas masas volvían de allí en desorden y asustadas. Se reorganizaban de nuevo, pero sus filas iban cada vez más diezmadas.
Hacia mediodía Murat envió un ayudante a Napoleón para pedir refuerzos.
Napoleón estaba sentado al pie del túmulo y bebía un ponche cuando el ayudante de Murat se acercó, asegurando que los rusos serían aniquilados si Su Majestad utilizaba otra división.
—¿Refuerzos?— dijo Napoleón con serio estupor, como si no comprendiera semejante palabra, mirando al ayudante, un gallardo joven que lucía sus largos cabellos negros rizados igual que Murat. “¡Refuerzos! —pensó—. ¿Qué refuerzos pueden pedir cuando tienen en sus manos a medio ejército lanzado contra el flanco débil y no fortificado de los rusos?” —Dites au roi de Naples qu’il n’est pas midi et que je ne vois pas encore clair sur mon échiquier. Allez…— dijo gravemente.[433]
El gallardo ayudante de los largos cabellos, sin separar su mano de la visera, lanzó un profundo suspiro y volvió al galope hacia el sitio donde mataban hombres.
Napoleón se levantó; hizo llamar a Caulaincourt y Berthier y se puso a charlar con ellos sobre cosas que no tenían relación alguna con la batalla.
En plena conversación, que empezaba a interesar al Emperador, los ojos de Berthier se detuvieron en un general que, con su séquito, galopaba sobre un sudoroso caballo hacia el túmulo. Era Bélliard. Desmontó, se acercó rápidamente a Napoleón y en voz alta, con tono enérgico, le expuso la necesidad de refuerzos. Juraba por su honor que los rusos serían destruidos si el Emperador empeñaba una división más.
Napoleón se encogió de hombros y, sin contestar palabra, siguió paseando. Bélliard, con voz alta y animada, hablaba ahora con los generales del séquito imperial que lo habían rodeado.
—Es usted muy vehemente, Bélliard— dijo Napoleón acercándose de nuevo al general. —Es fácil engañarse en el calor del combate. Vaya a mirar y vuelva para informarme.
Apenas hubo marchado Bélliard, llegaba de otro sector del frente un nuevo enviado.
—Eh bien! qu’est-ce qu’il y a?[434]— preguntó Napoleón, con el tono de un hombre irritado por los repetidos impedimentos.
—Sire, le prince…— comenzó el ayudante.
—¿Pide refuerzos?— preguntó Napoleón colérico.
El ayudante inclinó afirmativamente la cabeza y se dispuso a exponer su informe. Pero el Emperador se apartó de él, dio unos pasos, se detuvo y se volvió, llamando a Berthier.
—Hay que dar reservas— dijo, separando un poco los brazos. —¿A quién mandamos? ¿Qué piensa usted?— preguntó a Berthier (a ese oison que j’ai fait aigle,[435] como había de llamarlo después).
—Majestad, ¿enviamos a la división de Claparède?— sugirió Berthier, que se sabía de memoria todas las divisiones, regimientos y batallones.
Napoleón asintió con un gesto de la cabeza.
Un ayudante galopó hasta donde se hallaba la división de Claparède. Poco después, la joven Guardia, que se encontraba detrás del túmulo, se puso en movimiento. Napoleón miró en silencio.
—¡No!— dijo inesperadamente a Berthier. —No puedo enviar la división de Claparède. Que vaya la de Friant.
Aunque no existía ventaja alguna en que fuera la división de Friant en vez de la de Claparède, y aun cuando causaba evidentemente una pérdida de tiempo detener a una división ya puesta en marcha para enviar otra, la orden se cumplió fielmente. Napoleón no se daba cuenta de que para sus tropas desempeñaba el papel de un doctor que daña con sus medicinas, papel que él comprendía y censuraba con todo acierto en los demás.
La división de Friant, como las demás, desapareció en la humareda del campo de batalla. De todas partes llegaban ayudantes al galope, y todos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, decían lo mismo. Pedían refuerzos porque los rusos no abandonaban sus posiciones y hacían un feu d’enfer[436] que mermaba las tropas francesas.
Napoleón permanecía sentado en una silla plegable, sumido en sus pensamientos.
M. de Beausset, aficionado a los viajes y hambriento desde la mañana, se acercó al Emperador y se atrevió a proponerle, con todo respeto, que fuera a almorzar.
—Confío en que ya puedo felicitar a Su Majestad por la victoria— dijo.
Napoleón, sin hablar, negó con la cabeza. Suponiendo que tal gesto se refería a la victoria y no al almuerzo, M. de Beausset se permitió observar con tono frívolo, no falto de respeto, que no hay motivo alguno en el mundo que impida comer cuando hay posibilidad de hacerlo.
—Allez vous…[437]— exclamó Napoleón taciturno.
Y le volvió la espalda.
Una feliz sonrisa de sincera pena, contrición y entusiasmo iluminó el rostro de M. de Beausset, que con paso ondulante se retiró hacia el grupo de los generales.
Napoleón experimentaba un penoso sentimiento parecido al que siente un afortunado jugador que dilapida locamente su dinero, ganando siempre, y de improviso —precisamente cuando ha calculado todos los riesgos del juego, todas sus posibilidades— comprende que cuanto más pensada es la jugada, más segura es su pérdida.
Las tropas eran las de siempre; los generales, los preparativos, la orden de operaciones, eran los mismos de otras veces; idéntica la proclamation courte et énergique; y él era el mismo, lo sabía, como sabía que ahora tenía más experiencia y habilidad que en otro tiempo; el enemigo también era el de siempre: el de Austerlitz y Friedland. Pero el temible impulso del brazo alzado caía sin fuerza como por arte de magia.
Todos los procedimientos anteriores, siempre coronados por el éxito: la concentración de baterías sobre un mismo punto, el ataque de la reserva para romper la línea enemiga, la carga de caballería des hommes de fer,[438] todo había sido empleado ya; y lejos de proporcionar la victoria, de todas partes llegaban las mismas noticias: generales muertos o heridos, necesidad de refuerzos, imposibilidad de echar a los rusos de sus posiciones y desorganizar sus filas.
Otras veces, después de dos o tres órdenes y unas cuantas frases, los mariscales y edecanes corrían con sus felicitaciones y alegres rostros, anunciándole la captura de cuerpos de ejército completos, des faisceaux de drapeaux et d’aigles ennemies,[439] cañones y trenes regimentales; Murat no pedía más que el permiso para lanzar la caballería y apoderarse de todos los servicios de retaguardia. Así había ocurrido en Lodi y en Marengo, en Arcola, en Jena, Austerlitz y Wagram, etcétera. Pero ahora en sus ejércitos estaba sucediendo algo extraño.
A pesar de las noticias que anunciaban la conquista de las fortificaciones rusas, Napoleón veía que aquello era algo muy distinto de lo ocurrido en otras batallas. Se daba cuenta de que todos quienes lo rodeaban, hombres duchos en el arte militar, tenían el mismo sentimiento. Todos esos rostros estaban tristes; evitaban mirarse unos a otros. Sólo De Beausset podía no comprender la importancia de lo que estaba sucediendo; pero Napoleón, con su prolongada experiencia bélica, conocía bien el significado de una batalla no ganada, después de ocho horas de esfuerzo, por el ejército que ataca. Sabía que era un encuentro perdido y, tal como estaban las cosas, la más pequeña casualidad podía significar el fin para él y todo su ejército.
Cuando recordaba aquella extraña campaña de Rusia, en la que no se había ganado una sola batalla, en la cual durante dos meses no se habían tomado ni banderas, ni cañones, ni cuerpos de ejército, cuando veía los rostros preocupados de todos cuantos lo rodeaban y escuchaba sus informes —diciendo que los rusos seguían resistiendo—, se apoderaba de él un terrible sentimiento, semejante al que solía experimentar en sueños. Acudían a su mente todos los desgraciados incidentes que podían acabar con él. Los rusos podían atacar su ala izquierda; podían destruir el centro, una bala perdida podía matarlo a él. Todo era posible. En batallas precedentes no había pensado más que en la posibilidad del éxito; mas ahora imaginaba numerosas probabilidades desgraciadas y no podía por menos de esperarlas todas. Ocurría como en un sueño en el cual un hombre ve a un malhechor que se arroja sobre él y este hombre descarga un golpe terrible sobre el agresor, un golpe, y él lo sabe, capaz de matarlo; pero su mano inerte y sin fuerzas cae como un trapo mientras el horror de una muerte inevitable lo deja indefenso.
Éste fue el horror que despertó en Napoleón la noticia de que los rusos atacaban el ala izquierda del ejército francés. Estaba sentado en un escabel debajo del túmulo, con la cabeza apoyada en las manos y los codos sobre las rodillas. Berthier se acercó y le propuso que se dirigiera a la línea de combate para darse cuenta de la situación en que estaba la batalla.
—¿Qué? ¿Qué dice? —exclamó Napoleón. —Sí, ordene que me traigan un caballo.
Montó a caballo y se dirigió a Semiónovskoie.
En medio del humo de la pólvora que se disipaba lentamente, por todas partes por donde pasaba el Emperador, entre charcos de sangre, yacían hombres y caballos, bien de uno en uno, bien en montones. Ni Napoleón ni sus generales habían visto nunca semejante horror, tal cantidad de cadáveres en un espacio tan reducido. El estruendo de los cañones, que no había cesado en diez horas seguidas dañando los oídos, daba un relieve especial a semejante visión (como la música en los cuadros vivos). Napoleón, que había subido a la colina de Semiónovskoie, vio por entre el humo hileras de hombres con uniformes a los que no estaba acostumbrado.
Eran los rusos.
En filas cerradas se hallaban detrás de Semiónovskoie y del túmulo, todas sus baterías disparaban ruidosamente, sin descanso, y cubrían de humo toda la línea de combate. No se trataba de una batalla: era una matanza continua que no podía conducir a nada ni a los rusos ni a los franceses. Napoleón detuvo su caballo y cayó de nuevo en aquella pasiva meditación de la cual lo había sacado Berthier. No podía detener lo que se consumaba ante sus ojos, en torno a él, y se consideraba guiado y dirigido por su mano. Y por primera vez, a causa del fracaso, esa obra suya le pareció terrible e inútil.
Uno de los generales, acercándose a Napoleón, le propuso con gran respeto que empeñara en la acción a la vieja Guardia. Ney y Berthier, que estaban allí cerca de él, se miraron y sonrieron con desprecio ante la insensata propuesta de ese general.
Napoleón bajó la cabeza y guardó largo silencio.
—À huit cents lieues de la France je ne ferai pas démolir ma Garde[440]— dijo por último; y, volviendo su caballo, partió de nuevo para Shevardinó.