III
Empezaban los primeros fríos. Las heladas matinales endurecían la tierra húmeda por las lluvias de otoño y los primeros brotes de las sementeras de invierno apuntaban ya con su verde intenso, destacándose entre los rastrojos amarillos de las siembras veraniegas, pisoteados por los animales, y las franjas rojizas del alforfón. Las copas de los árboles y los bosques, que a fines de agosto eran todavía islotes verdes en medio de los negros campos de cultivo, estaban ahora dorados y rojizos entre el verde de las sementeras de otoño. La liebre gris cambiaba el pelo; las crías de los zorros comenzaban a dispersarse por el campo y los lobos jóvenes eran ya más corpulentos que los perros. Era la estación ideal para la caza. Los perros de Rostov —cazador joven y fogoso— habían quedado flacos, y los ojeadores, reunidos en consejo, decidieron que deberían darles tres días de descanso, hasta el día 16, cuando comenzarían a seguir el rastro de una manada de lobos vista recientemente en Dubrava.
Así estaban las cosas el 14 de septiembre.
Todos permanecieron en casa todo el día. El frío había aumentado, pero al anochecer el aire se hizo más tibio y hasta comenzó a deshelar. El 15 de septiembre, cuando el joven Rostov, en batín, se acercó a la ventana, vio una mañana inmejorable para la caza: el cielo parecía fundirse y descender a la tierra; no soplaba viento. El único movimiento en el aire era el de la lenta caída de las microscópicas gotas de vapor o de niebla. De las ramas desnudas del jardín pendían unas gotas de agua transparentes que iban a caer sobre las hojas recién desprendidas. En la huerta, la tierra mojada y negra brillaba como la semilla de las amapolas y a cierta distancia se confundía con el velo deslucido y húmedo de la niebla. Nikolái salió al porche húmedo y con pisadas de barro. El aire olía a bosque marchito y a perros. Milka, una perra negra con manchas rojas, anchos cuartos traseros y negros ojos, grandes y saltones, se levantó al ver a su dueño, se estiró, se encogió como una liebre y saltó sobre Nikolái, lamiéndole la nariz y el bigote. Otro perro, un galgo, corrió rápidamente con el espinazo curvado desde un sendero del jardín y, alzando la cola, comenzó a restregarse contra las piernas de su Nikolái.
“¡Oh! ¡Hoy!”, se oyó la llamada inimitable de los cazadores, mezcla del bajo más profundo con el más agudo tenor; y Danilo, el montero mayor, apareció en un ángulo de la casa.
Con el pelo canoso cortado a rape, según la usanza ucraniana, el rostro de Danilo, surcado de arrugas, expresaba independencia y desprecio por todo cuanto hubiese en el mundo, expresión innata a los cazadores. Llevaba la fusta enrollada en la mano y se quitó el gorro circasiano delante del amo y lo miró con desdén, un desdén que no ofendía a Rostov. Nikolái sabía que ese Danilo, que despreciaba a todos y se sentía por encima de todos, era uno de sus hombres y cazador.
—¡Danilo!— dijo tímidamente Nikolái, sintiendo que al ver aquel tiempo tan favorable, los perros y el montero, lo invadía ya esa pasión invencible por la caza cuando el hombre parece olvidar todo lo demás, como el enamorado en presencia de su amada.
—¿Qué ordena, Excelencia?— preguntó Danilo con voz de sochantre, ronca a fuerza de excitar a los perros. Los ojos negros del montero miraron de soslayo al amo, que seguía callado. “¿Qué, ya no puedes resistir?”, parecía decirle aquella mirada.
—¡Un día magnífico, eh!— dijo Nikolái, rascando a Milka detrás de las orejas. —Para perseguir y para correr.
Danilo no contestó, se limitó a parpadear.
—He mandado a Uvarka en cuanto amaneció, para escuchar— dijo con su ronca voz de bajo después de un minuto de silencio. —Dice que se han pasado al bosque de Otrádnoie y que aúllan por ahí abajo. (Decir “se han pasado” significaba que la loba y sus crías, de la cual ambos tenían referencia, se encontraba en el bosque de Otrádnoie, a dos kilómetros de distancia de la casa en una pequeña reserva de terreno.)
—¿Habrá que ir, eh?— dijo Nikolái. —Llama a Uvarka y subid los dos.
—Como usted mande.
—Mientras tanto no des de comer a los perros.
—Está bien.
Cinco minutos después Danilo y Uvarka estaban en el amplio despacho de Nikolái. A pesar de que Danilo no era muy alto, en la habitación y entre los muebles —un ambiente normal de vida humana— hacía el efecto de un caballo o un oso. Él mismo debía comprenderlo, y de ordinario procuraba quedarse al lado de la puerta, trataba de hablar en voz baja y no se movía, como si temiera romper alguna cosa en las habitaciones señoriales. Procuraba despachar lo más pronto posible para salir al aire libre, bajo el cielo, y perder de vista el techo.
Cuando hubieron terminado las preguntas y conseguida la opinión de Danilo de que los perros estaban dispuestos (el hombre tenía verdaderos deseos de participar en la cacería), Nikolái mandó que ensillaran los caballos. Pero cuando Danilo se disponía a cumplir sus órdenes entró rápidamente Natasha en la estancia, sin arreglar ni peinar, envuelta en una gran toquilla de la niñera. Petia corría tras ella.
—¿Te vas?— preguntó Natasha. —Me lo imaginaba. Sonia decía que no iríais. Pero yo sabía que en un día como hoy era imposible no ir.
—Sí, vamos— replicó Nikolái de mala gana; tenía la intención de emprender una cacería en serio y no quería llevar consigo ni a Natasha ni a Petia. —Pero vamos al lobo y te aburrirías.
—Ya sabes que es lo que más me gusta— dijo Natasha. —Tú te vas, mandas que ensillen y a nosotros no nos dices nada. No está bien lo que hiciste.
—No hay trabas para los rusos. ¡Vamos!— gritó Petia.
—Pero tú no puedes ir. Mamá ha dicho que tú no debes ir— dijo Nikolái, volviéndose a su hermana.
—Iré— replicó Natasha con firmeza. —Iré sin falta. Danilo, da órdenes de que ensillen nuestros caballos y que Mijailo traiga mi jauría.
Estar, sin más, en una habitación le parecía a Danilo incómodo y penoso; pero tener que tratar con la señorita le resultaba imposible. Bajó los ojos y se apresuró a salir como si todo aquello no tuviera ninguna relación con él, procurando no causar involuntariamente ningún daño a Natasha.