XVI
El príncipe Andréi sabía que iba a morir; es más, notaba que se iba muriendo poco a poco y que estaba ya medio muerto. Experimentaba, sobre todo, una sensación de alejamiento de todas las cosas terrenas y una extraña y gozosa ligereza de ser. Sin temor ni prisa aguardaba serenamente lo que debía suceder. Aquella presencia horrible, eterna, desconocida y lejana, cuya existencia había sentido durante toda su vida, se le acercaba ahora hasta hacérsele casi comprensible y tangible por la extraña y gozosa levedad de ser.
Antes había temido el fin. Por dos veces había experimentado el terrible y doloroso sentimiento de miedo a morir, que ahora no comprendía.
La primera vez había sido cuando la granada saltó junto a él girando como un trompo, mientras él miraba las mieses, los arbustos, el cielo, y sabía que estaba ante la muerte. Cuando volvió en sí después de ser herido, en su alma, momentáneamente liberada del peso de la vida, nació aquella flor de amor perenne, libre, que no dependía de este mundo. Y desde entonces ya no tuvo miedo a la muerte ni pensó en ella.
Durante las horas del doloroso aislamiento y semidelirio que había sufrido desde que fue herido, cuanto más reflexionaba en aquel nuevo principio de amor eterno que se le había revelado, tanto más renunciaba —sin darse cuenta de ello— a la vida terrenal. Amarlo todo y a todos, sacrificarse siempre por amor, significaba no amar a nadie, no vivir la vida terrenal. Y a medida que profundizaba en el principio del amor, con mayor decisión renunciaba a la vida y destruía el terrible obstáculo interpuesto entre la vida y la muerte cuando no hay amor. Y entonces, cuando en aquel primer tiempo se acordaba de que debía morir, se decía: “Mejor así”.
Pero desde la noche de Mitischi, cuando en su semidelirio apareció ante él la mujer que deseaba y cuando él, apretando su mano contra sus labios, derramó dulces lágrimas de felicidad, el amor a una sola mujer se fue adentrando imperceptiblemente en su corazón; y de nuevo lo ató a la vida. Acudían a su mente pensamientos que lo atormentaban y lo llenaban de alegría. Recordaba el instante en que había visto a Kuraguin en la ambulancia, pero no podía experimentar de nuevo el sentimiento de entonces. Una sola cuestión lo atormentaba: ¿Seguía vivo o no aquel hombre? Pero no se atrevía a preguntarlo.
La herida siguió su curso normal, pero lo que Natasha había dicho a la princesa María de que “eso le ocurrió hace dos días” fue la última lucha, la lucha moral entre la vida y la muerte, y en ella triunfó la muerte. Era el inesperado reconocimiento de que valoraba todavía la vida representada en el amor a Natasha y la última embestida de pavor —ya superada— ante lo desconocido.
Había anochecido. Como de costumbre, después de cenar tuvo algo de fiebre y sus pensamientos eran extraordinariamente lúcidos. Sonia estaba sentada junto a la mesa. Él se había adormecido. De pronto lo invadió una sensación de felicidad.
“¡Ah, es ella quien entró!”, pensó.
Y, en efecto, Natasha había entrado sin hacer ruido para sustituir a Sonia.
Desde que empezó a cuidarlo, el príncipe experimentaba siempre esa sensación física de su presencia. Permanecía sentada en la butaca, de perfil a él, ocultándole la luz de la vela, y tejía una media. (Había aprendido a tejer desde que una vez el príncipe Andréi le dijo que nadie cuidaba mejor a los enfermos que las viejas niñeras que hacían punto, y que aquel trabajo resultaba sedante para el enfermo.) Sus delicados dedos movían ágilmente las agujas, que a veces chocaban una con otra; el príncipe podía ver muy bien el perfil de su rostro, levemente inclinado y meditabundo. Natasha hizo un movimiento y el ovillo cayó de sus rodillas. Se sobresaltó; ocultó la luz de la vela con la mano y con un gesto rápido, ágil y silencioso se inclinó para coger el ovillo y tornó a su anterior postura.
El príncipe Andréi la miraba sin moverse y notó que, después de aquel movimiento, necesitaba respirar a pleno pulmón, pero temía hacerlo y lo hacía conteniendo el aliento.
En el monasterio de Troitsa habían hablado del pasado y el príncipe había dicho que, si conservaba la vida, daría eternas gracias a Dios por aquella herida que los había vuelto a unir. Desde entonces no volvieron a mencionar el porvenir.
“¿Podía o no podía ser así? —pensaba ahora, mirándola y escuchando el leve rumor de las agujas de acero—. ¿Acaso nos ha unido el destino de manera tan extraña para dejarme morir?… ¿Acaso se me ha revelado la verdad de la vida sólo para que yo sepa que he vivido en el engaño? La amo más que a nada en el mundo. ¿Qué puedo hacer si la amo?”, y gimió, de pronto, sin querer, por la costumbre adquirida en sus horas de sufrimiento.
Al oírlo, Natasha dejó su labor y, al ver sus ojos brillantes, se inclinó hacia él.
—¿No duerme?— preguntó.
—No, la estoy mirando desde hace tiempo; me di cuenta de su llegada. Nadie como usted me da tan dulce quietud… esa luz… Querría llorar de alegría.
Natasha se acercó más a él. Su rostro relucía exaltado y jubiloso.
—Natasha, la amo demasiado, más que a nadie en el mundo.
—¿Y yo?— apartó el rostro un instante. —¿Por qué demasiado?— preguntó.
—¿Por qué demasiado?… Dígame la verdad de lo que piensa, de lo que siente en lo más profundo de su ser, ¿viviré? ¿Qué le parece?
—¡Estoy segura de que sí! ¡Estoy segura!— casi gritó Natasha, estrechándole las dos manos apasionadamente.
Él guardó silencio.
—¡Sería tan hermoso!— tomó su mano y la besó.
Natasha se sentía feliz y conmovida; pero recordó que eso estaba prohibido, que el herido necesitaba reposo.
—Pero usted no ha dormido— dijo, reprimiendo su alegría. —Trate de dormir, por favor.
El príncipe abandonó su mano después de estrecharla, ella se sentó de nuevo junto a la vela y todo siguió como antes. Por dos veces se volvió para mirarlo y se encontró con sus ojos brillantes. Entonces se impuso una tarea determinada en su labor de tejedora, prometiéndose no mirarlo hasta haberla terminado.
Poco después el príncipe cerraba los ojos y se dormía. Pero su sueño no duró mucho; se despertó inquieto y envuelto en un sudor frío.
Al tiempo de dormirse seguía pensando en todo cuanto lo preocupaba aquellos días: la vida y la muerte. Ella sobre todo. Se sentía más cercano a la muerte.
“El amor. ¿Qué es el amor?”, pensaba.
“El amor se opone a la muerte; el amor es vida. Todo lo que comprendo lo entiendo porque amo. Todo, todo existe únicamente porque amo. Todo está ligado por el amor únicamente. El amor es Dios; morir significa que yo, una partícula del amor, retorno al manantial común y eterno.” Eran pensamientos consoladores, así le pareció al menos. Pero no eran sino pensamientos.
Algo faltaba en ellos: eran unilaterales, personales, cerebrales, les faltaba evidencia. Y seguía la misma inquietud y confusión. Se quedó dormido.
En sueños se vio en la misma habitación donde realmente estaba, pero no herido, sino sano. Lo rodeaban muchas personas insignificantes e indiferentes. Hablaba con ellas y discutía de cosas inútiles. Se disponían a salir de viaje. El príncipe recordaba confusamente que todo era insignificante y que le esperaban tareas más importantes; pero seguía hablando, asombrando a sus oyentes con sus frases vacías, ingeniosas. Poco a poco, aquellos personajes desaparecen imperceptiblemente y sólo queda un problema: el problema de la puerta. Se levanta, se aproxima para correr el pestillo y cerrarla. Todo depende de que consiga cerrarla. Camina, se apresura, pero sus piernas no se mueven y él sabe que no tendrá tiempo de cerrarla; sin embargo tensa dolorosamente todas sus fuerzas. Un miedo espantoso se adueña de él. Y ese miedo es el miedo a la muerte: detrás de la puerta está ella. Pero en el mismo momento en que llega arrastrándose torpemente hacia ella, eso tan terrible empuja desde el lado opuesto, intentando pasar por la fuerza. Algo que no es humano —la muerte— pugna por entrar y es preciso detenerla. Él se aferra a la puerta, reúne sus últimas fuerzas; ya no puede cerrarla, pero sí detenerla al menos, aunque sus fuerzas son débiles, torpes, y la puerta presionada por lo terrible se abre y vuelve a cerrarse.
Otra presión desde allí. Sus esfuerzos sobrehumanos son vanos y las dos hojas de la puerta se abren silenciosamente. Ella entra y ella es la muerte. Y el príncipe Andréi muere. Pero en el momento de morir, recordó que estaba durmiendo, hizo un esfuerzo y despertó.
“Sí, era la muerte. He muerto y he despertado. La muerte es el despertar.” Ese pensamiento ilumina de pronto su alma: se levantaba el velo que hasta entonces le había ocultado lo desconocido. Se sintió liberado de aquello que antes ataba su fuerza y experimentó esa extraña levedad que desde entonces no lo abandonó.
Cuando se despertó, envuelto en sudor frío, y se movió en el diván, Natasha se acercó a él para preguntarle qué le pasaba. El príncipe no contestó: no comprendía la pregunta y la miró con ojos extraños.
Esto era lo ocurrido dos días antes de que llegara la princesa María. Desde entonces, según el médico, la fiebre había adquirido mal cariz. Pero Natasha no mostraba interés alguno por cuanto decía el médico: veía todos aquellos terribles síntomas morales, indudables para ella.
Para el príncipe Andréi, con aquel despertar del sueño comenzó el alejamiento de la vida. Y en comparación con la duración de su existencia, no le parecía más lento que el despertar del sueño en relación con el tiempo que había durado el sueño.
Nada terrible ni violento había en ese despertar relativamente lento.
Sus últimos días y horas fueron sencillos y apacibles. La princesa María y Natasha, que no se apartaban de él, así lo sentían. Ya no lloraban ni sufrían; y en los últimos días se daban cuenta de que no pensaban tanto en él (que ya no existía y las había abandonado) como en su recuerdo más cercano: su cuerpo. En ambas era tan intenso ese sentimiento, que el aspecto externo y terrible de la muerte no influía en ellas y consideraban inútil avivar su dolor. No lloraban delante de él ni fuera de su presencia, y tampoco hablaban de él entre sí. Estaban convencidas de no poder expresar con palabras todo cuanto comprendían.
Las dos veían cómo, alejándose de ellas, se hundía cada vez con mayor profundidad, lenta y tranquilamente, no se sabía dónde, pero sabían que tenía que ser así y que esto estaba bien.
El príncipe Andréi recibió los últimos sacramentos; todos se acercaron para despedirse de él. Cuando le llevaron a su hijo puso los labios en su frente y se volvió, no porque le resultara penoso ni por piedad (la princesa y Natasha lo comprendían), sino porque suponía que era aquello cuanto de él exigían. Y cuando le pidieron que lo bendijese, lo hizo, y miró en derredor como preguntando si debía hacer alguna cosa más.
La princesa y Natasha estuvieron presentes durante las últimas contracciones del cuerpo abandonado por su espíritu.
—¿Ya se fue?— dijo la princesa María, cuando el cuerpo inmóvil, tendido ante ellas, comenzaba a enfriarse.
Natasha se acercó, miró los ojos sin vida y se apresuró a cerrarlos. Pero no los besó, aunque acercó los labios a lo que era su más próximo recuerdo.
“¿Dónde ha ido? ¿Dónde está ahora?…”
Cuando pusieron aquel cuerpo, lavado y vestido, en el féretro, sobre una mesa, todos se acercaron, llorando, para darle el último adiós.
Nikóleñka lloró movido por el doloroso estupor que desgarraba su corazón. La condesa y Sonia lloraban pensando en Natasha y en que él ya no existía. El viejo conde lloró porque sentía que pronto también a él le tocaría dar ese terrible paso.
También la princesa María y Natasha lloraron ahora; pero no a causa de su propio dolor; lloraron por la fervorosa conmoción que colmaba sus almas ante aquel simple y solemne misterio de la muerte que acababan de presenciar.