XVI

Súbitamente todo se puso en movimiento. Los invitados se agolparon, rumorosos, en la entrada y volvieron a retroceder: a los sones de la música, entre las dos filas de invitados, apareció el Emperador, seguido de los dueños de la casa. El Emperador avanzaba con paso rápido, saludando a derecha e izquierda, como si deseara terminar cuanto antes aquel primer minuto del encuentro. La orquesta tocaba una polca entonces de moda, compuesta en honor del Soberano: “Alejandro, Elizavita, nos encantáis vosotros dos…”. El Emperador entró en una salita. Los invitados se abalanzaron hacia la puerta. Algunos, con extraordinaria gravedad, entraban y salían de allí; después, los compactos grupos se apartaron de la puerta y apareció el Emperador conversando con la dueña de la casa. Un joven, con aire confuso, rogaba a las señoras que retrocedieran. Algunas damas, cuyos rostros expresaban un completo olvido de las conveniencias sociales, se adelantaban a empellones, con grave detrimento de sus vestidos. Los caballeros se fueron acercando a las señoras formando las parejas para la polca.

Por último, todos se hicieron a un lado y el Soberano, sonriente, llevando de la mano a la dueña de la casa y fuera de compás, cruzó el salón. Les seguía el señor de la casa con M. A. Narishkina y, después, los embajadores, ministros y generales, a los que Perónskaia iba nombrando, incansable. Más de la mitad de las señoras tenían pareja y se preparaban para bailar la polca. Natasha comprendió que corría el peligro de quedar con su madre y Sonia, junto a la pared, en el pequeño grupo de señoras que no habían sido invitadas. De pie, caídos los delgados brazos, palpitante el pecho apenas formado, Natasha contenía apenas la respiración y miraba hacia delante con ojos brillantes e inquietos que parecían dispuestos a la mayor alegría o a un gran dolor. Ni el Emperador ni las personalidades que iba señalando Perónskaia le interesaban en absoluto. Sólo tenía un pensamiento: “¿Nadie me va a sacar? ¿No bailaré entre las primeras? ¿Es que no se dan cuenta de mi presencia todos estos señores que ahora me miran como diciendo: «¡Ah! No es ésa, no es la que busco»? No, no es posible —pensaba—. Tienen que comprender que quiero bailar, que bailo muy bien, y que para ellos será un placer bailar conmigo”.

Las notas de la polca, que la orquesta iba desgranando hacía algún tiempo, sonaban tristes como un recuerdo en los oídos de Natasha. Sintió deseos de llorar. Perónskaia se apartó de ellas. El conde se encontraba en el extremo opuesto de la sala. La condesa, Sonia y ella parecían estar solas como en un bosque, sin que nadie se interesase o fijase en ellas. El príncipe Andréi pasó delante de las Rostov acompañando a una dama. Evidentemente, no las había reconocido. El apuesto Anatole comentaba sonriente algo con su pareja y miró a Natasha como se mira una pared. También Borís pasó dos veces y las dos volvió la cara hacia otra parte. Berg y su mujer, que no bailaban, se les acercaron.

Esta especie de reunión familiar, precisamente en aquel lugar, en el baile, como si no hubiera otro sitio para una conversación privada, humilló a Natasha. No escuchó ni miró a Vera, que le hablaba de su vestido verde.

Por fin, el Emperador se detuvo junto a su última pareja de baile (bailaba con tres). Cesó la música. Un ayudante de campo, con aspecto de un hombre lleno de preocupaciones, se acercó a las Rostov y les rogó que se hicieran atrás, por más que ya estaban junto a la pared. La orquesta inició los sones pausados, claros y seductores del vals. El Emperador, sonriendo, miró a la sala. Pasaron unos instantes y nadie comenzaba a bailar. El ayudante de campo, que dirigía el baile, se acercó a la condesa Bezújov y la invitó. Ella levantó la mano, sonrió y, sin mirarlo, la puso en su hombro. El ayudante, experto bailarín, abrazó fuertemente a su pareja y con seguridad, sin prisa, siguiendo el ritmo, empezó a bailar deslizándose por los bordes del círculo y en un ángulo sujetó la mano izquierda de su dama y la hizo girar al ritmo cada vez más rápido de la música; sólo se oía el acompasado tintineo de las espuelas en los rápidos y ágiles pies del ayudante; cada tres compases, al dar la vuelta, el vestido de terciopelo de su pareja parecía, al inflarse, una llamarada. Natasha los contemplaba en silencio; estaba a punto de llorar, viendo que no bailaba el primer vals.

El príncipe Andréi, con su blanco uniforme de coronel de caballería, con medias de seda y zapato bajo, estaba animado y alegre en la primera fila del amplio círculo, no lejos de las Rostov. El barón Firhof hablaba con él sobre la primera sesión del Consejo Imperial, que iba a celebrarse al día siguiente. El príncipe Andréi, como hombre allegado a Speranski y partícipe de los trabajos de la Comisión de leyes, podía proporcionar noticias ciertas referentes a la sesión del Consejo, a propósito del cual circulaban los más diversos rumores. Pero Bolkonski no prestaba atención a cuanto decía Firhof y miraba bien al Emperador, bien a los caballeros que no se decidían a comenzar el baile.

El príncipe Andréi observaba a los caballeros, cohibidos por la presencia del Soberano, y a las damas, que ardían en deseos de ser invitadas.

Pierre se acercó a él y lo cogió del brazo.

—Usted baila siempre. Aquí hay una muchacha protégée mía, la joven Natasha Rostova: sáquela a bailar.

—¿Dónde está?— preguntó Bolkonski, y volviéndose al barón añadió: —Perdóneme: otro día terminaremos esta conversación; en el baile hay que bailar.

Y avanzó hacia donde le indicaba Pierre. El rostro desesperado y ansioso de Natasha no pasó inadvertido para el príncipe Andréi. La reconoció, adivinó sus pensamientos y comprendió que era el primer baile de la muchacha; recordó la conversación en la ventana y se acercó risueño a la condesa Rostova.

—Permítame que le presente a mi hija— dijo la condesa ruborizándose.

—Ya tuve ese placer, si la condesa se acuerda de mí— repuso el príncipe Andréi con una inclinación tan cortés y reverente que contradecía directamente lo dicho por Perónskaia sobre su grosería.

Se acercó a Natasha y se dispuso a ceñir su talle aun antes de invitarla a una vuelta de vals. La expresión ansiosa de aquel rostro, pronto al dolor o al entusiasmo, se iluminó de súbito con una sonrisa feliz, agradecida e infantil.

“¡Hace tanto tiempo que te esperaba!”, parecía decir aquella asustada y feliz muchacha cuando apoyó la mano en el hombro del príncipe Andréi. Era la segunda pareja que entraba en el círculo. El príncipe Andréi era uno de los mejores bailarines de su tiempo. Natasha lo hacía maravillosamente; se habría dicho que sus pies, calzados con zapatos de raso, volaban solos, rápidos y ligeros, mientras su rostro resplandecía de entusiasmo y felicidad. El cuello y los brazos de Natasha no eran bellos como los de Elena; sus hombros delgados y el pecho sin formar no tenían su atractivo; pero sobre Elena parecía advertirse el barniz dejado por las miles de miradas que habían resbalado por su cuerpo, mientras que Natasha era como una chiquilla escotada por primera vez, a quien daría vergüenza mostrarse así si no le hubiesen dicho que era necesario hacerlo.

Al príncipe Andréi le gustaba bailar y, deseando poner fin a las conversaciones políticas e intelectuales con que lo atosigaban, queriendo romper el ambiente cohibido creado por la presencia del Emperador, decidió bailar y escogió a Natasha porque así se lo había indicado Pierre y porque era la primera joven bonita que veía. Pero cuando enlazó aquel talle delgado y flexible, tan pronto como empezó a moverse y sonreír tan cerca, el hechizo de su encanto lo embriagó; se sintió pleno de vida y rejuvenecido cuando, recobrado el aliento, la dejó con su madre y se detuvo, mirando a los que bailaban.

Guerra y paz
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