XII

Pierre llevaba cuatro semanas detenido. Y aunque los franceses le propusieron pasar de la barraca de los soldados a la de los oficiales, se quedó donde lo habían puesto el primer día.

En la ciudad incendiada y víctima del saqueo, Pierre casi llegó al límite extremo de las privaciones soportables por el hombre; pero gracias a su fuerte constitución, a su salud, de la que nunca hasta entonces se había preocupado, y sobre todo porque esas privaciones se habían producido de forma tan insensible que no podía precisar cuándo comenzaron, soportó su desgracia no sólo sin esfuerzo, sino hasta con alegría. Y precisamente en aquel tiempo alcanzó la serenidad y la satisfacción propia a que tanto había aspirado antes en vano. A lo largo de toda su vida había buscado en todas partes esa tranquilidad, esa conformidad consigo mismo que tanto lo había sorprendido en los soldados durante la batalla de Borodinó. La había buscado en la filantropía, en la masonería, en las distracciones de la vida mundana, en el vino, en el sacrificio heroico y en el romántico amor a Natasha. La buscaba en su mente, en sus pensamientos, mas todas aquellas búsquedas e intentos lo engañaron. Y ahora, sin él mismo pensarlo, hallaba esa serenidad y conformidad consigo mismo a través tan sólo del horror a la muerte, a través de las privaciones y de lo que había comprendido en Karatáiev.

Los terribles momentos vividos durante el fusilamiento de sus compañeros parecieron borrar de su imaginación y recuerdo ideas y sentimientos penosos que antes le parecían importantes. Ahora no se le ocurría pensar en Rusia, ni en la política, ni en Napoleón. Se daba cuenta de que nada de ello lo afectaba, que no lo habían consultado y, en consecuencia, no podía juzgar esos hechos. “Rusia y el verano, ni amigo ni aliado”, repetía las palabras de Karatáiev, palabras que le proporcionaban extraña tranquilidad. Su pasado propósito de matar a Napoleón y sus cálculos sobre el número cabalístico de la Bestia del Apocalipsis le parecían ahora incomprensibles y hasta ridículos. Su cólera anterior contra su mujer y la angustia de ver su nombre arrastrado por el fango se le figuraban pueriles y divertidos. ¿Qué podía importarle que esa mujer, allá en San Petersburgo, llevara la vida que le gustaba? ¿A quién podía interesar, y menos que a nadie a él mismo, que el nombre del prisionero fuese conde Bezújov?

Ahora recordaba a menudo su conversación con el príncipe Andréi y coincidía con el parecer de su amigo, aunque comprendía de manera algo distinta el pensamiento de Bolkonski. El príncipe Andréi pensaba y sostenía que no existe más que la felicidad negativa, pero lo decía con un deje de amarga ironía. Diciéndolo, parecía expresar la convicción de que todas las aspiraciones a la felicidad positiva propias del ser humano no están en él para verse satisfechas, sino para su tormento. Pierre, de buena fe, reconocía la justeza de aquella idea: para él, la felicidad suprema e indiscutible del hombre era entonces la ausencia de sufrimiento, la satisfacción de todas las necesidades y, a consecuencia de ello, la libertad de escoger la propia ocupación, es decir, el modo de vida. Sólo allí, por primera vez, comprendió totalmente el placer de comer cuando se tiene hambre, de beber cuando se tiene sed, de dormir cuando se tiene sueño, de calentarse cuando hace frío y de conversar con alguien cuando se desea hablar y escuchar una voz humana. La satisfacción de las propias necesidades —una buena alimentación, la limpieza, la libertad—, ahora cuando carecía de todo ello, parecía a Pierre la felicidad perfecta, y la elección de ocupaciones, es decir, de su propia vida, cuando esa elección estaba tan limitada, le parecía tan fácil que le hacía olvidar que el exceso de comodidades destruye el placer de satisfacerlas y una gran libertad para elegir una ocupación que él, personalmente, debía a sus conocimientos, riquezas y posición social hacía casi imposible y destruía al mismo tiempo esa necesidad y esas posibilidades.

Todos los sueños de Pierre se orientaban ahora hacia el momento de ser nuevamente libre; y sin embargo, durante toda su vida, Pierre recordaría y hablaría con entusiasmo de aquel mes de prisión, de aquellas sensaciones irrepetibles, intensas, fuertes y gozosas; y, sobre todo, de la absoluta serenidad de su ánimo, su plena libertad interna que nunca había sentido antes.

Cuando el primer día de su encierro salió de la barraca al despuntar el alba y contempló las cruces y las cúpulas todavía oscuras del monasterio de Novodievichie, vio el rocío de la helada nocturna sobre la hierba polvorienta, las montañas Vorobiovy y los bosques de la ribera del río que se perdían en la violácea lejanía; cuando sintió la caricia del aire fresco y escuchó el grito de las cornejas que abandonaban Moscú a través del campo, y cuando, de súbito, brotó por oriente la luz del día e hizo su solemne aparición el sol a través de las nubes y refulgieron con las cúpulas, las cruces, el rocío, la lejanía y el río bajo esa radiante luz, Pierre experimentó una nueva sensación de alegría y de fuerza.

Y esa sensación no lo abandonó ya durante todo el tiempo de su encierro, sino que, al contrario, fue creciendo en él a medida que las dificultades de su vida aumentaban.

El sentimiento de estar dispuesto a todo, de estar moralmente alerta, se mantuvo en Pierre más firmemente aún por la elevada opinión que al poco tiempo de su ingreso en la barraca formaron de él todos sus compañeros. Su conocimiento de lenguas, el respeto que le profesaban los franceses, su sencillez, que le hacía dar cuanto le pedían (recibía, como oficial, tres rublos a la semana), la fuerza que demostró ante los soldados clavando clavos en la pared de la barraca con el puño, la bondad que mostraba hacia sus compañeros, su capacidad, incomprensible para ellos, de permanecer sentado e inmóvil, sumido en sus pensamientos, sin hacer nada, lo convertían ante los soldados en un ser algo misterioso y superior. Las mismas cualidades que habían sido un estorbo para él en el ambiente donde antes había vivido —la fuerza, el desprecio de las comodidades de la vida, la distracción y la sencillez— lo convertían ahora, entre aquellos hombres, en una suerte de héroe. Y Pierre se sentía obligado por esa opinión.

Guerra y paz
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