III
El sentido básico y esencial de los acontecimientos europeos de principios del siglo XIX es el movimiento bélico en masa de los pueblos de Occidente hacia Oriente y después los de Oriente a Occidente. El iniciador de ese movimiento fue Occidente. Para que los pueblos occidentales pudieran realizar su movimiento en son de guerra hacia Moscú, era necesario: 1) que constituyeran un núcleo militar suficientemente grande para soportar el choque con el núcleo militar oriental; 2) que renunciaran a todas sus tradiciones y costumbres establecidas, y 3) que fueran dirigidos por un hombre capaz de justificarse y justificar a los suyos de los engaños, saqueos y matanzas que serían cometidos en aquel movimiento.
Y a partir de la Revolución francesa se destruye la vieja agrupación, bastante reducida; se suprimen las antiguas tradiciones y costumbres, y paso a paso se forma una agrupación de nuevas dimensiones, tradiciones y costumbres, y aparece el hombre que debe ponerse a la cabeza de aquel futuro movimiento y cargar con toda la responsabilidad de lo que tendría que hacerse.
Ese hombre, sin convicciones, sin principios, sin tradiciones, sin nombre, ni siquiera francés, por un concurso de circunstancias extrañas, se destaca entre todos los partidos que agitan el país y, sin comprometerse con ninguno, alcanza el puesto más importante.
La ignorancia de sus camaradas, la flaqueza y nulidad de sus adversarios, la sinceridad del engaño, la mediocridad seductora y presuntuosa de ese hombre lo ponen al frente del ejército. Las aguerridas tropas del ejército italiano, la escasa combatividad del adversario, la audacia infantil y la confianza en sí mismo le conquistan la gloria militar. Por todas partes lo acompaña infinidad de las llamadas casualidades. Hasta el desfavor de los gobernantes franceses le resulta útil. Sus tentativas de cambiar el destino para él reservado no tienen éxito: Rusia rechaza sus servicios; tampoco logra un destino en Turquía. Durante las guerras de Italia, más de una vez se halla al borde de la perdición y siempre se salva de manera inesperada. Las tropas rusas, esas fuerzas que pueden aniquilar su gloria, por diversas consideraciones diplomáticas no entran en Europa mientras él está allí.
A su regreso de Italia, se encuentra en Francia con un gobierno en plena decadencia; los hombres que entran a formar parte de él fracasan y se hunden inevitablemente.
Y de manera espontánea se presenta, como única salida de aquella peligrosa situación, la absurda e inmotivada expedición a África. Una vez más lo acompaña eso que se ha llamado casualidad; la inexpugnable Malta se rinde sin un disparo; sus actos más imprudentes resultan coronados por el éxito. La flota enemiga, que después no deja pasar una sola barca, deja pasar a todo un ejército. En África se cometen numerosos atropellos contra habitantes casi desarmados. Y los hombres que cometen esos crímenes, y sobre todo su jefe, están convencidos de que han conquistado la gloria y se parecen a César o Alejandro de Macedonia.
Ese ideal de gloria y grandeza que consiste en no ver nada malo en las acciones propias y enorgullecerse de cualquier delito, atribuyéndole una incomprensible importancia sobrenatural, ese ideal que guiará en adelante a ese hombre y a los que con él marchan unidos empieza a formarse con plena libertad en África. Cualquier cosa que emprenda tiene éxito. La peste lo perdona. Nadie le imputa como crimen la cruel matanza de prisioneros. Imprudente hasta parecer infantil, su inmotivada y poco noble partida de África —donde abandona en mala situación a sus compañeros— se considera como un mérito más en su haber, y de nuevo, por dos veces, la flota enemiga le deja libre el paso. Totalmente alucinado por sus afortunados crímenes, regresa a París sin objetivo determinado alguno, dispuesto a representar su papel; el gobierno republicano, que un año antes habría podido acabar con él, ha llegado al máximo grado de descomposición; y su presencia, ajeno como es a todos los partidos, no hace más que elevarlo.
No lleva ningún plan concreto; tiene miedo de todo; pero los partidos se aferran a él y exigen su participación.
Solamente él, con su ideal de gloria y grandeza formado en las campañas de Italia y Egipto, con esa adoración demente de sí mismo, con su audacia en el crimen y su cinismo en el engaño, puede llevar a cabo lo que ha de suceder.
Es necesario para el puesto que le aguarda, y casi independientemente de su voluntad y a pesar de su indecisión, de su carencia de un plan y los errores cometidos, se ve arrastrado a una conspiración cuyo objetivo es la conquista del poder; y la conspiración es coronada por el éxito.
Es llevado a la sesión del Directorio. Asustado, creyéndose perdido, quiere huir; finge un síncope y dice cosas insensatas que deberían acabar con él. Pero los gobernantes de Francia, antes sagaces y orgullosos, sienten que han cumplido su misión y se muestran aún más turbados que él y no se atreven a pronunciar las palabras necesarias para conservar el poder en sus manos y abatir al adversario.
La casualidad, millones de casualidades, le confieren el poder y todos los hombres, como si se hubiesen puesto de acuerdo, contribuyen a confirmarlo. Las casualidades ayudan a formar el carácter de los gobernantes franceses de entonces, que se le someten dócilmente. Las casualidades forjan el carácter de Pablo I, que reconoce su poder; la casualidad prepara contra él una conjura que, lejos de causarle daño, consolida más ese poder. La casualidad pone al duque de Enghien en sus manos y lo obliga a matarlo contra su voluntad, convenciendo a la muchedumbre, con ese proceder más que con ningún otro, de que tiene derecho porque posee la fuerza. La casualidad hace que emplee todas sus energías para una expedición contra Inglaterra que, de llegar a realizarse, le habría sido fatal; pero no la emprende, jamás cumple semejante propósito y, por puro azar, ataca a Mack con sus austríacos, que se le entregan sin combatir. Casualidad y genio le proporcionan la victoria de Austerlitz, y no sólo los franceses, sino Europa entera —excepto Inglaterra, que no participa en aquellos acontecimientos—, todos, a pesar del horror y repugnancia que antes les inspiraban sus crímenes, reconocen su poder, el título que él mismo se adjudica y su ideal de grandeza y gloria, que a todos parece algo admirable y sensato.
Y a medida que esas fuerzas se multiplican aumenta más el prestigio del hombre que lo dirige y más justificadas se consideran sus acciones. Durante el período preparatorio de diez años que precede al gran movimiento, ese hombre se emparenta con todas las cabezas coronadas de Europa. Los desbancados dueños del mundo no pueden oponer ideal alguno razonable al insensato ideal de gloria y grandeza de Napoleón. Uno tras otro, se apresuran a demostrarle lo poco que valen. El rey de Prusia envía a su esposa para lograr el favor del gran hombre. El emperador de Austria considera un honor que ese hombre acepte en su lecho a la hija de los Césares. El Papa, custodio de los santuarios de los pueblos, pone en juego la religión para exaltarlo. No es Napoleón solo quien se prepara para asumir su papel; los que lo rodean, hasta más que él, lo preparan para que acepte la responsabilidad de todo cuanto se hace y ha de hacerse. Los hechos de ese hombre, sus crímenes, hasta sus más pequeños engaños, se transforman de inmediato, en labios de quienes lo rodean, en hechos admirables. La mejor fiesta que en su honor idearon los alemanes fue la glorificación de Jena y Auerstadt. Y no sólo él es grande; lo son también sus ascendientes, sus hermanos, sus hijastros y cuñados. Todo parece concurrir a privarlo de la última chispa de razón y a prepararlo para su terrible papel. Y cuando está preparado, las fuerzas también lo están.
La invasión avanza hacia Oriente y llega a su meta final: Moscú. La ciudad cae en sus manos; el ejército ruso queda más destruido que los ejércitos enemigos en las pasadas campañas, de Austerlitz a Wagram. Pero, inesperadamente, en lugar de la casualidad y del genio, que lo habían conducido hasta allí en una serie ininterrumpida de éxitos, surge una cantidad incalculable de casualidades de signo contrario, desde el resfriado de Borodinó hasta las nevadas y las chispas que originan el incendio de Moscú; y en lugar del genio se revela la estulticia y una vileza sin comparación posible.
La invasión vuelve sobre sus pasos; huye a la desbandada, y ahora todas las casualidades no están a su favor, sino en su contra.
Se produce el movimiento en sentido inverso, de Oriente a Occidente, muy semejante al anterior de Occidente a Oriente. Como en 1805, 1807, 1809, avances parciales de Oriente a Occidente son el preludio de la gran marcha, con la misma manera de proceder: acoplamiento en grupos de enormes dimensiones, idéntica incorporación de pueblos centroeuropeos, las mismas vacilaciones a mitad de camino, igual rapidez al acercarse a la meta.
El último objetivo, París, es alcanzado: el gobierno cae y las tropas de Napoleón son vencidas; él mismo pierde toda razón de ser, su comportamiento es miserable y vil. Pero surge de nuevo una casualidad inexplicable: los aliados odian a Napoleón, en quien ven la causa de sus males. Privado de poder y de fuerza, culpable de crímenes y perfidias, deberían considerarlo como lo veían diez años antes y como lo ven un año después: un bandolero fuera de la ley. Sin embargo, por una rara casualidad, nadie lo ve así. Su papel no ha concluido aún. El hombre que diez años antes era considerado —y lo será un año después— como un bandido al margen de la ley es enviado a dos jornadas de Francia, a una isla que le dan en feudo, rodeado de una guardia y provisto de millones que le pagan por motivos que nadie sabe.