VII

Al salir de Moscú dejando a su familia, Petia se incorporó a su regimiento y al poco tiempo fue nombrado oficial de ordenanza de un general que mandaba un importante destacamento. Desde entonces, y sobre todo desde su entrada en el ejército de operaciones, con el cual había participado en la batalla de Viazma, Petia se encontraba en un estado feliz de alegre excitación al pensar que ya era un adulto y con el temor de perder alguna ocasión de ver un caso de verdadero heroísmo. Se sentía feliz por cuanto veía y experimentaba en el ejército, pero al mismo tiempo temía que lo verdadero, lo más heroico, tuviera lugar cuando él no estuviese. Y todo su empeño consistía en llegar cuanto antes a esos sitios donde no estaba.

Cuando el 21 de octubre su general expresó el deseo de enviar a alguien al destacamento de Denísov, Petia solicitó con tal insistencia aquella misión que el general no pudo negárselo. Pero recordando su loca actuación en la batalla de Viazma, cuando, en vez de ir por el camino a donde se lo enviaba, se había dirigido a la línea de fuego, al alcance de las balas enemigas, y había disparado por dos veces su pistola, le prohibió terminantemente que participara en ninguna acción de Denísov. Ésa era la razón de que se ruborizara cuando Denísov le preguntó si podía quedarse.

Antes de llegar al lindero del bosque, Petia creía que su deber era regresar inmediatamente con los suyos; pero cuando vio a los franceses, cuando conoció a Tijón y supo que aquella noche iba a producirse el ataque, con la rapidez para cambiar de opinión, propia de sus años, pensó que su general, al que hasta entonces respetara tanto, no era más que un alemán que nada valía, que Denísov, el capitán de cosacos y Tijón eran unos héroes y sería vergonzoso abandonarlos en un momento difícil.

Anochecía cuando Denísov, Petia y el capitán llegaron a la cabaña. En la penumbra se destacaban los caballos ensillados y las sombras de los cosacos y húsares que construían rápidamente pequeñas barracas y encendían el fuego en el fondo de un barranco (para que los franceses no vieran el humo). En el zaguán de la pequeña isba un cosaco con los brazos desnudos partía un cordero. Dentro había tres oficiales del destacamento de Denísov, que preparaban la mesa utilizando para ello una puerta. Petia se quitó el uniforme mojado para que se lo secaran e inmediatamente ayudó a los oficiales en los preparativos de la cena.

Al cabo de diez minutos, sobre la mesa cubierta con una servilleta apareció el vodka, una cantimplora de ron, pan blanco y cordero asado con sal.

Sentado entre los oficiales, partía con las manos —por las que resbalaba la grasa— el sabroso cordero. Estaba en plena y exaltada euforia infantil, poseído por un tierno sentimiento de amor hacia todos y convencido, por tanto, de que los demás sentían lo mismo hacia él.

—Entonces, qué piensa, Vasili Dmítrievich— dijo a Denísov, —¿no importa que me quede con usted un día más?

Y sin esperar respuesta, prosiguió:

—Me enviaron para informarme y yo me estoy informando… Sólo quiero que usted me deje ir adonde haya más… a lo principal. No necesito condecoraciones, pero querría…

Petia apretó los dientes y miró en derredor, con la cabeza alta y agitando las manos.

—Donde haya más, a lo principal…— repitió Denísov sonriente.

—Lo único que le pido es que me dé un pequeño destacamento donde pueda mandar— prosiguió Petia. —¿Qué le cuesta? ¡Ah!, ¿busca una navaja?— preguntó a un oficial, que quería cortar un pedazo de cordero.

Y sacó su pequeña navaja, a la que el oficial dedicó grandes elogios.

—Quédese con ella si le gusta. Tengo otras…— dijo Petia, ruborizándose. —¡Dios mío! ¡Me había olvidado del todo!— exclamó de pronto. —Tengo unas pasas excelentes, sin pepitas… En el regimiento hay un nuevo cantinero que nos trae cosas estupendas. Le compré diez libras… Estoy acostumbrado a comer algo dulce… ¿Quieren ustedes?

Y Petia corrió al zaguán, donde estaba su asistente cosaco, y volvió con una bolsa en la que habría cinco libras de pasas.

—Coman, señores, coman… Capitán, ¿no necesita una cafetera? Compré una muy buena a nuestro cantinero. Tiene cosas estupendas. Y es muy honrado, que es lo principal. Se la mandaré sin falta. Seguramente se le habrán acabado a usted los pedernales… eso suele ocurrir. Yo he traído. Tengo ahí— y señaló la bolsa —un centenar. Los compré muy baratos. Puede quedarse con los que quiera… con todos, si le parece…— y se cortó sonrojado, temeroso de haber hablado de más.

Se detuvo a pensar si no habría cometido alguna otra tontería; recordando los sucesos de la jornada, su pensamiento se detuvo en el joven francés.

“Nosotros estamos muy bien, pero ¿cómo está él? ¿Dónde lo habrán llevado? ¿Le habrán dado de comer? Quizá lo han maltratado.” Pero pensando en los pedernales temía decir nada.

“¿Y si preguntase por él? —prosiguió para sus adentros—. Pero dirán que soy un niño que se apiada de otro niño. ¡Mañana les demostraré qué niño soy! ¿Será vergonzoso preguntar por él? —pensaba Petia—. Pero ¡qué me importa!” Se ruborizó otra vez, mirando con cierta turbación a los oficiales que seguramente se iban a reír de él, y preguntó:

—¿No podríamos llamar al muchacho prisionero y darle algo de comer…? Tal vez…

—Sí. ¡Da lástima el muchacho!— dijo Denísov, que, por lo visto, no encontraba nada vergonzoso en la pregunta. —Que lo traigan. Se llama Vincent Bosse.

—Lo llamaré yo— dijo Petia.

—¡Llámalo, llámalo! ¡Da lástima el muchacho!— repitió Denísov.

Petia ya estaba junto a la puerta cuando Denísov dijo eso. Se deslizó entre los oficiales y se acercó a él.

—¡Déjeme que lo abrace! ¡Qué bien, qué estupendo!

Abrazó a Denísov y salió corriendo. Ya fuera gritó:

—¡Bosse! ¡Vincent!

—¿Por quién pregunta, señor?— preguntó una voz en la oscuridad.

Petia respondió que necesitaba al muchacho francés capturado aquella mañana.

—¡Ah! ¡Visenni!— dijo el cosaco.

Los cosacos habían cambiado ya el nombre de Vincent por el de Visenni; los mujiks y soldados lo llamaban Visenia; en ambos casos, el nombre, derivado de viesná, primavera, parecía convenir a los pocos años del muchacho.

—Se está calentando allí, junto al fuego. ¡Eh! ¡Visenni! ¡Visenia! ¡Visenia!— se oyó en la oscuridad, entre las risas de los soldados.

—Es un muchacho muy despierto— dijo un húsar que estaba junto a Petia. —Hace poco le dimos de comer. ¡Tenía muchísima hambre!

En la oscuridad se oyeron pasos y, chapoteando en el fango con sus pies desnudos, el tambor se acercó a la puerta.

—Ah! c’est vous!— dijo Petia. —Voulez-vous manger? N’ayez pas peur, on ne vous fera pas de mal— añadió con timidez, rozando cariñosamente su mano. —Entrez, entrez.[604]

—Merci, monsieur— respondió el muchacho con voz temblorosa, casi infantil; y comenzó a limpiarse en el umbral los pies sucios.

Petia deseaba decirle muchas cosas, pero no se atrevió. Turbado, se había quedado junto a él en el zaguán; en la oscuridad estrechó su mano.

—Entrez, entrez— repitió en un susurro amistoso.

“¿Qué podría hacer por él?”, se preguntaba. Abrió la puerta y dejó pasar delante al muchacho.

Cuando éste hubo entrado en la isba, Petia procuró sentarse lejos de él porque le parecía humillante dedicarle demasiada atención. Sin embargo, palpaba el dinero que llevaba en el bolsillo y se preguntaba indeciso si sería vergonzoso dárselo al muchacho.

Guerra y paz
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