XIII
Había anochecido cuando el príncipe Andréi y Pierre llegaron a la puerta principal de Lisie-Gori. Al acercarse, el príncipe Andréi hizo observar con una sonrisa a Pierre el revuelo que su presencia había suscitado en la entrada de servicio. Una viejecita encorvada, que llevaba una mochila a la espalda, y un hombre de mediana estatura, de largos cabellos y vestido de negro, echaron a correr hacia el portón de salida en cuanto vieron la carretela. Dos mujeres corrieron detrás de ellos, y los cuatro, sin perder de vista el carruaje, entraron corriendo y asustados por la puerta de servicio.
—Es la gente de Dios, que María protege— explicó el príncipe Andréi. —Seguramente creyeron que llegaba mi padre. Es en lo único que mi hermana no lo obedece: mi padre manda siempre echar a esos peregrinos, pero ella los recibe.
—¿Qué significa gente de Dios?— preguntó Pierre.
El príncipe Andréi no tuvo tiempo de contestar. Le salieron al encuentro los criados y él preguntó por su padre y si lo esperaban.
El viejo príncipe estaba todavía en la ciudad y se lo esperaba de un momento a otro.
El príncipe Andréi condujo a Pierre a los aposentos —siempre ordenados y limpios— que le reservaban en la casa de su padre y se dirigió a la habitación del niño.
—Visitemos ahora a mi hermana— dijo a Pierre una vez que hubo vuelto. —Todavía no la he visto. A estas horas procura esconderse y está con su gente de Dios. Se avergonzará, pero que se aguante; así tendrás ocasión de verlos. C’est curieux, ma parole.[275]
—¿Qu’est-ce que c’est que esa gente de Dios?— preguntó Pierre.
—Ahora lo verás.
Efectivamente, la princesa María se ruborizó, su rostro se cubrió de manchas y se mostró turbada cuando entraron. En el diván de la acogedora habitación con lamparillas encendidas ante los iconos y un samovar sobre la mesa estaba sentado junto a la princesa un hombre joven de nariz larga y larga cabellera, vestido con hábitos monacales.
En el sillón próximo había tomado asiento una viejecilla flaca y arrugada, de dulce rostro infantil.
—André, pourquoi ne m’avoir pas prévenue?[276]— le reprochó afectuosamente la princesa, poniéndose delante de los peregrinos como una clueca en defensa de sus polluelos. Cuando Pierre le besó la mano, le dijo: —Charmée de vous voir. Je suis très contente de vous voir.[277]
Lo conocía de cuando todavía era un niño y ahora su amistad con Andréi, su infortunio conyugal y, sobre todo, su expresión bondadosa y sencilla la predisponían a su favor. María lo miraba con sus bellos ojos radiantes y parecía decirle: “Lo aprecio mucho, pero, por favor, no se ría de los míos”. Después de las primeras frases de saludo se sentaron.
—¡Ah! También está aquí Ivánushka— dijo el príncipe Andréi, señalando al joven peregrino.
—¡André!— dijo la princesa con voz suplicante.
—Il faut que vous sachiez que c’est une femme[278]— dijo Andréi a Pierre.
—André, au nom de Dieu!— repitió la princesa.
La actitud irónica del príncipe Andréi frente a los peregrinos y la inútil defensa que hacía de ellos su hermana demostraban que semejante polémica era habitual entre ellos.
—Mais, ma bonne amie— dijo el príncipe Andréi, —vous devriez au contraire m’être reconnaissante de ce que j’explique à Pierre votre intimité avec ce jeune homme.[279]
—Vraiment?[280]— preguntó Pierre con seria curiosidad (por la cual le quedó especialmente agradecida la princesa). Y a través de los lentes miró el rostro de Ivánushka, quien, comprendiendo que se hablaba de él, se volvió hacia ellos mirando a todos con ojos maliciosos.
No había motivo alguno para que la princesa María estuviera inquieta por los suyos. No parecían nada intimidados. La viejecilla seguía sentada en el sillón, tranquila e inmóvil, con los ojos bajos, mirando de reojo a los recién llegados; acababa de poner la taza de té en el plato boca abajo y al lado un terrón de azúcar mordisqueado en espera de que le ofrecieran más té. Ivánushka bebía en el platillo, mirando disimuladamente, con ojos picaros y femeninos, a los jóvenes.
—¿Has estado en Kiev?— preguntó el príncipe Andréi a la vieja.
—Sí, padrecito— respondió parlera la vieja. —En la misma Navidad tuve la dicha de comulgar cerca de las santas reliquias; ahora vengo de Koliazin, padrecito: hubo allí un gran milagro…
—¡Vaya! ¿Y estuvo contigo Ivánushka?
—Yo llevo mi camino, padrecito; me encontré con Pelágueiushka en Yújnovo— dijo Ivánushka, tratando de dar un tono varonil a su voz.
Pelágueiushka interrumpió a su compañero, deseosa de contar lo que había visto.
—Hubo un gran milagro en Koliazin, padrecito.
—¿Qué, nuevas reliquias?— preguntó el príncipe Andréi.
—Déjala, Andréi— intervino la princesa María. —No se lo cuentes, Pelágueiushka.
—¿Por qué dices eso, madrecita? ¿Por qué no se lo voy a contar? Es bueno; es mi bienhechor, mandado por Dios. Me dio diez rublos, lo recuerdo bien. Cuando estuve en Kiev, Kirusha, el beato, me dijo: ¿por qué no vas a Koliazin? Kirusha es un verdadero hombre de Dios, va descalzo en invierno y verano. Pues me dijo: “No vas por tu camino, vete a Koliazin. Ha aparecido una imagen milagrosa; con la Virgen santísima. Nada más oírlo, me despedí de la buena gente y allá me fui…
Todos guardaban silencio: la peregrina hablaba sola con voz mesurada, aspirando el aire.
—Llegué, padrecito, y la gente me cuenta: “Hay un gran milagro: de una mejilla de la Virgen santísima brota óleo sagrado…”.
—Bueno, bueno: lo contarás después— dijo ruborizándose la princesa María.
—¿Me permite que le haga una pregunta?— dijo Pierre, volviéndose a la viejecita: —¿Lo has visto tú misma?
—¡Claro que sí, padrecito! Sí, yo misma lo he visto, fui digna de ese honor. La cara le brillaba como la luz del cielo y de la mejilla de la Virgen caía gota a gota…
—¡Pero esto es una superchería!— comentó ingenuamente Pierre, que había escuchado con gran atención a la peregrina.
—¡Padrecito! ¿Qué dices?— exclamó asustada Pelágueiushka, volviéndose a la princesa en demanda de ayuda.
—Así es como engañan al pueblo— añadió Pierre.
—¡Jesús! ¡Señor!— se santiguó la peregrina. —No digas eso, padrecito. Así le pasó a un general que no temía a Dios y dijo una vez: “Los monjes engañan”, y nada más decirlo se quedó ciego. Y en sueños vio a la Virgen santa de Pechersk, que se le acercaba y le decía: “Cree en mí y te curaré”. Entonces empezó a pedir que lo llevaran a ella. Es verdad: lo vi yo misma. Guiaron al ciego a la imagen; se acercó, cayó de rodillas y dijo: “Cúrame y te daré todo lo que el Zar me ha concedido”. Lo vi yo misma, padrecito: de repente, en la imagen apareció incrustada una estrella y el ciego recobró la vista. Es un pecado hablar así y Dios lo castiga— dijo a Pierre en tono doctrinal.
—¿Y cómo pudo la estrella pasar a la santa imagen?— preguntó Pierre.
—Habrán ascendido a la Virgen a general— comentó sonriendo el príncipe Andréi.
Pelágueiushka palideció y, de pronto, alzó los brazos al cielo:
—Padre, padre, no peques, tienes un hijo— empezó a decir, y de pálida pasó a estar súbitamente roja. —Padre, ¿qué has dicho? ¡Perdónalo, Señor!— y dirigiéndose a la princesa María prosiguió: —¿Qué es eso, madrecita?
Se había levantado y casi entre sollozos se dispuso a cargar con su mochila. Debía de ser para ella un motivo de vergüenza recibir favores en una casa donde se podían decir semejantes palabras; pero también le pesaba tener que privarse de ellos en adelante.
—¡Vaya diversión que han encontrado! ¿Por qué han venido aquí?— dijo la princesa María.
Pierre se adelantó hacia la vieja:
—Era una broma, Pelágueiushka…— dijo. —Princesse, ma parole, je n’ai pas voulu l’offenser.[281] Era una broma; no lo tomes a mal— añadió, sonriendo tímidamente y con el deseo de reparar su culpa. —Te aseguro que sólo era una broma.
Pelágueiushka se detuvo desconfiada; pero en el rostro de Pierre había un arrepentimiento tan sincero y el príncipe Andréi miraba tan tímidamente, ya a la vieja, ya a Pierre, que poco a poco se calmó.