XI

La situación financiera de los Rostov no se había arreglado a pesar de los dos años pasados en el campo.

Aunque Nikolái, firme en su propósito, continuaba sirviendo en un oscuro regimiento y gastara relativamente poco dinero, la vida en Otrádnoie seguía siendo la misma y Míteñka, en particular, administraba de tal modo que las deudas aumentaban cada año. La única solución que le quedaba al viejo conde era trabajar en algo, y con esa intención se trasladó a San Petersburgo en busca de un empleo, y, al mismo tiempo, según decía, para divertir a las muchachas por última vez.

Poco después de su llegada a San Petersburgo, Berg pidió la mano de Vera y le fue concedida.

Aunque en Moscú los Rostov, sin saberlo ni pretenderlo, pertenecían a la mejor sociedad, en San Petersburgo la sociedad que frecuentaban era mixta e indefinida. Allí eran unos provincianos hasta los cuales no descendían ni siquiera aquellos a quienes los Rostov recibían y agasajaban en su casa de Moscú, sin preguntarles nunca a qué sociedad pertenecían.

Como en Moscú, los Rostov eran en San Petersburgo sumamente hospitalarios y en torno a su mesa se reunían las personas más diversas: vecinos de Otrádnoie, viejos propietarios de escasa fortuna con sus hijas, la dama de honor Perónskaia, Pierre Bezújov y el hijo del jefe de correos del distrito, que tenía un empleo en la capital. De los hombres, los que más frecuentaban la casa de los Rostov en Petersburgo eran Borís, Pierre (a quien el viejo conde encontró un día en la calle y lo llevó a su casa) y Berg, que se pasaba días enteros con ellos y mostraba hacia la condesa Vera las atenciones propias de alguien dispuesto a declararse.

No en vano enseñaba Berg a todos su mano derecha herida en Austerlitz, sosteniendo con la izquierda una espada totalmente inútil. Relataba su hazaña con tal insistencia y seriedad que todos acabaron por creer en el mérito y dignidad de aquel acto, por el cual recibió dos recompensas.

También se había distinguido en la guerra de Finlandia. Había recogido un casco de granada caído cerca del comandante en jefe, matando a su ayudante, y se lo llevó a su superior. Lo mismo que después de Austerlitz, contaba este episodio con tanta insistencia y durante tanto tiempo que todos creyeron que había sido preciso hacerlo, por lo cual la guerra de Finlandia le valió otras dos recompensas. En 1809 era capitán de la Guardia, con varias condecoraciones, y ocupaba en San Petersburgo puestos especiales y ventajosos.

Aunque algunos liberales sonreían al oír hablar de los méritos de Berg, era innegable que se trataba de un oficial cumplidor y valeroso, estimado por sus superiores, y un joven de costumbres intachables, de brillante porvenir y, también, de segura posición en la sociedad.

Cuatro años antes, estando con un camarada alemán en el patio de butacas de un teatro de Moscú, había dicho, señalando a Vera Rostov, sentada en un palco: “Das soll mein Weib werden”.[299] Y desde entonces estaba decidido a casarse con ella. Ahora, en San Petersburgo, al comparar su propia posición con la de los Rostov, creyó que había llegado el momento y pidió su mano.

La petición de Berg fue acogida al principio con una sorpresa poco lisonjera para él. Parecía extraño que el hijo de un oscuro gentilhombre de Livonia pidiera en matrimonio a una condesa Rostova, pero el rasgo dominante en el carácter de Berg era de un egoísmo tan infantil y bonachón que los Rostov pensaron que la boda era un acierto puesto que él mismo estaba firmemente convencido de ello, y llegó a pensar que estaba bien, que muy bien. Además, los asuntos de los Rostov andaban tan mal que el pretendiente no podía ignorarlo. Por último, Vera tenía ya veinticuatro años, frecuentaba la sociedad desde hacía tiempo y, aunque era bella y juiciosa, nadie había pedido su mano hasta entonces. Dieron su consentimiento.

—Ya lo ve— decía Berg a su compañero, al que llamaba amigo sólo porque sabía que todos tienen amigos. —Ya lo ve. Lo tengo todo bien pensado y no me casaría si no lo hubiese meditado bien y hubiera algún inconveniente. Ahora no lo hay. He asegurado la vida de mis padres proporcionándoles un arriendo en los países bálticos; y yo podré vivir muy bien en San Petersburgo con mi sueldo, con la dote de ella y mi espíritu de orden. No me caso por dinero: creo que es una vileza; pero es menester que la mujer aporte lo suyo y el marido lo suyo. Yo tengo mi carrera, ella tiene sus buenas relaciones y algunos medios. En estos tiempos ya es algo, ¿no? Y sobre todo, es una joven excelente, honesta y me ama…

Berg sonrió, ruborizándose.

—También yo la amo porque tiene muy buen carácter, es muy juiciosa. Su hermana, en cambio, siendo de la misma familia, es todo lo contrario: posee un carácter desagradable, carece de inteligencia… y, además, ¿sabe?… ¿cómo le diría?… No es una persona agradable… En cambio, mi novia… Bueno ya vendrá a casa…— continuó Berg. Quería añadir “a comer”, pero reflexionó y dijo: “a tomar el té”, y con un rápido movimiento de la lengua dejó salir una pequeña espiral de humo que parecía resumir totalmente su ideal de felicidad.

Tras la primera impresión de extrañeza en los padres por la petición de Berg, se impuso en la familia, como es costumbre en estos casos, un estado de ánimo gozoso y alegre. Pero no era una alegría sincera, sino exterior. El padre y la madre parecían confusos y avergonzados del matrimonio de su hija. Tenían la sensación de no haber querido a Vera como habrían debido y ahora se deshacían de ella con demasiada facilidad. El viejo conde era el más turbado; probablemente no habría sabido explicar la causa de esa turbación, que consistía en un problema de dinero. Ignoraba la cuantía de su fortuna, la de sus deudas, y cuánto podía asignar como dote a Vera. Cuando sus hijas nacieron había destinado a cada una de ellas una hacienda de trescientos siervos, pero una de las posesiones había sido vendida y la otra estaba hipotecada, el plazo había vencido y tuvo que ponerla en venta, por lo cual resultaba imposible entregarla como dote. Dinero tampoco tenía.

Los novios estaban prometidos desde hacía un mes, no faltaba más que una semana para la boda y el conde no había decidido aún la cuestión de la dote ni había hablado de ello con su mujer. Unas veces pensaba adjudicar a Vera el terreno de Riazán, otras vender un bosque y otras pedir un préstamo. Unos días antes de la boda, Berg entró muy de mañana en el despacho del conde y con una grata sonrisa preguntó respetuosamente a su futuro suegro cuál era la dote que había destinado a su hija Vera. El conde quedó tan confuso por la pregunta, ya esperada desde hacía tiempo, que respondió lo primero que le vino a la cabeza:

—Me gusta que te preocupes. Sí, me gusta, quedarás contento…

Y dando unas palmaditas en la espalda de Berg se levantó, deseando poner fin a la conversación. Pero Berg, siempre con su grata sonrisa, explicó que si no sabía exactamente con qué contaba Vera y no recibía una parte por adelantado, tendría que renunciar a la boda.

—Juzgue usted mismo, conde. Si ahora me permitiese celebrar la boda sin contar con medios para mantener dignamente a mi mujer, obraría como un miserable.

Todo terminó cuando el conde, sintiéndose magnánimo y deseando no oír nuevas peticiones, dijo que daría una orden de pago por valor de ochenta mil rublos. Berg sonrió afablemente y besó el hombro del conde, diciendo que estaba muy reconocido, pero que no podía comenzar una nueva vida sin recibir al contado treinta mil rublos.

—Al menos veinte mil, conde— añadió, —y la orden por sesenta mil solamente.

—Está bien, está bien— concluyó con rapidez el conde. —Pero, perdóname, querido, te daré los veinte mil al contado y una orden por ochenta mil. Así es, y ahora dame un beso.

Guerra y paz
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