VIII

Al día siguiente de la visita de Rostov a Borís, tuvo lugar la anunciada revista de las tropas austríacas y rusas, algunas recién llegadas de refresco desde Rusia y otras que habían tomado parte en la campaña con Kutúzov. Los dos Emperadores, el de Rusia con el zarévich y el de Austria con el archiduque, pasaban revista al ejército aliado, compuesto por ochenta mil hombres.

Desde el amanecer, las tropas comenzaron a concentrarse, con uniforme de gala, en el campo situado delante de la fortaleza. Miles de pies y de bayonetas, con sus banderas desplegadas, se detenían a las órdenes de los oficiales, giraban, iban formando, guardando las distancias, dejando paso a otros grupos de infantería uniformada con colores diferentes; o bien era el rítmico trote de la caballería, con sus hermosos uniformes azules, rojos y verdes, precedida de músicos de recamada indumentaria, sobre potros negros, alazanes y bayos; o más allá, entre gran estrépito de broncíneos cañones, limpios y brillantes, que retemblaban sobre los afustes, venía la artillería, detrás de la infantería y la caballería, para ocupar los puestos que les habían sido asignados. No eran sólo los generales con sus uniformes de gran gala, apretadas hasta la exageración las cinturas gruesas o delgadas, con el rostro congestionado por el cuello del uniforme, sus bandas y condecoraciones; no eran sólo los oficiales atildados y elegantes, sino cada soldado, con el rostro fresco, limpio y recién afeitado, con el correaje reluciente, los caballos almohazados, con la piel como de raso y las crines peinadas y alisadas pelo a pelo; todos tenían la sensación de que estaba ocurriendo algo muy importante y solemne. Cada general y cada soldado advertían su pequeñez, comprendían que no eran más que un grano de arena en aquel mar humano y, al mismo tiempo, sentían su potencia como parte de aquel enorme conjunto.

Al despuntar el día habían comenzado el movimiento y los preparativos, y a las diez todo estaba dispuesto y en el debido orden. La formación ocupaba un inmenso espacio; el ejército estaba extendido en tres grandes cuerpos: delante, la caballería; después, la artillería, y, por fin, la infantería.

Entre cada arma quedaba a modo de una calle. Se distinguían muy bien las tres partes del ejército: las fogueadas tropas de Kutúzov (cuyo flanco derecho, en primera línea, ocupaba el regimiento de Pavlograd), los regimientos de línea y de la Guardia, procedentes de Rusia, y el ejército austríaco. Pero todos formaban juntos, bajo idéntico mando y en el mismo orden.

“¡Ya llegan! ¡Ya llegan!”, pasó un murmullo inquieto como el viento sobre las hojas entre aquella muchedumbre. Se oyeron voces nerviosas y la agitación de los postreros preparativos sacudió a toda la tropa.

De Olmütz había salido, en efecto, un nutrido grupo que avanzaba hacia la tropa. Y en aquel momento, aunque el día era tranquilo, un leve soplo recorrió todo el ejército, agitando suavemente los gallardetes de las picas y las banderas desplegadas. El ejército parecía expresar con aquel ligero movimiento todo su júbilo ante la llegada de los Emperadores. Sonó la voz de “¡Firmes!”, que fue repetida, como el canto de los gallos a la madrugada, a lo largo de las formaciones. Todo quedó inmóvil.

En aquel silencio de muerte sólo se oía el trote de los caballos. Era el séquito de los emperadores que se acercaban al flanco; y las trompetas del primer regimiento de caballería tocaron generala. No parecían trompetas, sino el propio ejército el que emitía esos sones, jubiloso por la presencia del Soberano. Se pudo distinguir claramente la voz juvenil y afable del emperador Alejandro. Dirigió un saludo a las tropas y le contestó en pleno el primer regimiento con un “¡Hurra!” tan atronador, prolongado y gozoso que los mismos hombres se asustaron de la fuerza y del número de la muchedumbre que ellos constituían.

Rostov se encontraba en las primeras filas de las tropas de Kutúzov, a las que primero se acercó el Emperador. Sentía lo mismo que los demás: olvido de su persona, la orgullosa conciencia de poder y un entusiasmo apasionado por aquel que era la causa de aquella solemnidad.

Sentía que una sola palabra de ese hombre bastaría para que toda la masa (y él con ella, como una brizna) se arrojara al fuego o al agua, al crimen o a la muerte, o al más grande de los heroísmos; por eso no podía contener el estremecimiento y la emoción ante esa palabra ya próxima.

“¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!”, tronaba por doquier; un regimiento tras otro recibía al Emperador al toque de generala y después se repetía el “¡hurra!”, siempre en aumento, hasta confundirse en un griterío ensordecedor.

Antes de acercarse el Emperador, cada regimiento, inmóvil y silencioso, parecía un cuerpo sin vida; pero en cuanto aquél llegaba a su altura, la tropa revivía y sumaba sus clamores a los rugidos del resto de la formación ante cuyas líneas ya había pasado. Rodeados por el ensordecedor estruendo de aquellas voces, entre las masas de la tropa inmóvil y como petrificada en sus cuadros, avanzaban tranquilos, pero con orden y, sobre todo, libremente, un centenar de jinetes del séquito, y, por delante de ellos, dos hombres: los Emperadores. En ellos se concentraba la apasionada y contenida atención de toda aquella masa humana.

El bello y joven emperador Alejandro, con uniforme de la Guardia montada y el tricornio algo ladeado, atraía con su rostro simpático y su voz afable y bien timbrada las miradas de todos.

Rostov se hallaba próximo a las trompetas, y ya, de lejos, sus ojos penetrantes reconocieron al Emperador y lo siguieron mientras se acercaba. Y cuando el Soberano estuvo a veinte pasos y Nikolái pudo distinguir hasta los menores detalles de su hermoso, juvenil y feliz rostro, experimentó un sentimiento de ternura y entusiasmo como jamás conociera. Cada rasgo, cada movimiento del Emperador, todo, le parecía admirable.

Deteniéndose ante el regimiento de Pavlograd, Alejandro dijo algo en francés al emperador de Austria y sonrió.

Ante esa sonrisa, Nikolái sonrió involuntariamente y sintió una nueva oleada de amor hacia su Soberano. Habría deseado demostrar su amor de alguna manera, pero sabía que era imposible hacerlo y estuvo a punto de llorar. Alejandro llamó al comandante del regimiento y le dijo algunas palabras.

“Dios mío, ¿qué me pasaría si el Emperador se dirigiera a mí? —pensó Rostov—. Moriría de felicidad.”

El Emperador se volvió a los oficiales.

—Señores— dijo, y cada palabra sonó para Rostov como música celestial, —les doy las gracias de todo corazón.

¡Qué feliz se habría sentido Rostov de morir en aquellos momentos por su Zar!

—¡Habéis merecido las banderas de San Jorge y seréis dignos de ellas!

“¡Morir por él, sólo morir por él!”, pensaba Rostov.

El Emperador añadió algo que Rostov no llegó a percibir y los soldados gritaron “¡Hurra!” con todas las fuerzas de sus pulmones.

También Rostov gritó con brío, inclinándose sobre su silla de montar.

Deseaba que ese grito le produjera dolor, para mostrar así todo su entusiasmo por el monarca.

El Emperador permaneció unos segundos frente al regimiento de Pavlograd, como indeciso.

“¿Cómo puede mostrarse indeciso el Emperador?”, se preguntó Rostov. Y después aquella misma vacilación le pareció majestuosa y encantadora, como todo lo que el Soberano hacía.

La indecisión de Alejandro no duró más que un instante. Su pie, calzado con bota puntiaguda, según entonces se llevaban, rozó el flanco de la yegua baya inglesa que montaba; su mano, enguantada de blanco, tiró de las bridas y avanzó, acompañado por el revuelto mar de sus ayudantes. Ahora se alejaba cada vez más, para detenerse ante otros regimientos, y bien pronto Rostov no distinguió más que su penacho blanco, por encima del séquito que rodeaba a los emperadores.

Entre las personas del séquito Rostov distinguió a Bolkonski, que montaba con negligencia y desenvoltura. Rostov recordó el incidente de la víspera y se preguntó si debería provocarlo. “Claro está que no —pensó—; ¿merece la pena pensar o hablar de eso en semejante momento? ¿Qué pueden significar nuestras disputas y ofensas al lado de estos sentimientos de amor, de entusiasmo y de sacrificio? Ahora amo y perdono a todos.”

Cuando el Emperador hubo pasado revista a casi todos los regimientos, las fuerzas desfilaron ante los Soberanos en columna de honor. Rostov, montado en su Beduino recién comprado a Denísov, pasó cerrando la marcha de su escuadrón, solo y muy a la vista del Soberano.

Antes de acercarse al Emperador, Rostov, como buen jinete, espoleó al caballo y le hizo tomar aquel trote furioso que alcanzaba Beduino cuando estaba excitado: con la boca espumante inclinada hacia el pecho, la cola arqueada y tocando apenas el suelo, como si fuera a volar, Beduino pasó magníficamente, levantando muy alto, con gracia y alternativamente los pies como si también él se diera cuenta de la presencia del Emperador.

Rostov, por su parte, con las piernas echadas hacia atrás, encogido el vientre sintiéndose fundido con el caballo, desfiló ante el Emperador con rostro grave, pero beatífico, a lo diablo, según Denísov.

—¡Bien por los húsares de Pavlograd!— exclamó el Soberano.

“¡Dios mío, qué feliz sería si me ordenara arrojarme ahora mismo al fuego!”, pensó Rostov.

Terminada la revista, los oficiales recién llegados de Rusia y los de Kutúzov se reunieron en grupos y comenzaron a departir sobre las condecoraciones, los austríacos y sus uniformes, el frente de batalla, Bonaparte y lo mal que lo iba a pasar ahora, sobre todo cuando llegase el cuerpo de Essen y si Prusia se ponía de parte de los rusos.

Pero en los grupos se hablaba sobre todo del emperador Alejandro, se repetían sus gestos y palabras y todos mostraban el mismo entusiasmo por el Soberano.

No deseaban más que una cosa: marchar lo antes posible contra el enemigo. A las órdenes del Emperador era imposible no vencer, fuera cual fuere el contrario; así pensaban después de la revista Rostov y la mayoría de los oficiales.

Todos, terminada la revista, estaban más seguros de vencer de lo que habrían podido estarlo después de dos batallas victoriosas.

Guerra y paz
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