XXIII
De una casa a medio construir de la calle Varvarka, que tenía una taberna en los bajos, salían gritos, risas y canciones de borrachos. En una habitación sucia y reducida, alrededor de diez obreros ocupaban los bancos en varias mesas. Embriagados, sudorosos, con los ojos turbios, cantaban esforzándose, abrían mucho la boca y cada uno lo hacía a su manera; se veía que no tenían ganas de cantar y que sólo lo hacían para demostrar que estaban borrachos y contentos. Uno de ellos, alto y rubio, vestía una limpia camisa azul, y se notaba que era el jefe. Su rostro, de nariz recta y fina, habría parecido hermoso de no ser por los labios delgados y apretados, que se movían sin cesar, y los ojos sombríos, turbios e inmóviles. Debía, al parecer, imaginarse algo, pues movía, por encima de aquellas cabezas, con cierta solemnidad y torpeza, una mano cuyos sucios dedos separaba de modo poco natural. La manga de la camisa le resbalaba con frecuencia y él la levantaba con la mano izquierda, como si fuera muy importante tener descubierto su brazo blanco y nervudo. En medio de aquella canción se oyó en el zaguán y el porche el alboroto de una pelea. El alto hizo un gesto con la mano.
—¡Basta!— exclamó imperiosamente. —¡Ahí están peleando, muchachos!
Y, sin dejar de subirse la manga, corrió al porche.
Los demás lo siguieron. Aquella mañana habían ido a la taberna para beber, animados por el mozo alto; el tabernero les había servido vino a cambio de pieles sacadas de la fábrica. Los herreros de la forja cercana oyeron el alboroto de la taberna y, creyendo que la habían asaltado, trataron de irrumpir allí por la fuerza. Ésa era la causa de la pelea.
El dueño de la taberna luchaba con uno de los herreros. Cuando los obreros salían a la puerta, el herrero caía de bruces en la calle y otro empujaba al tabernero tratando de entrar.
El joven de la camisa remangada dio un puñetazo al herrero, que intentaba entrar, y gritó con voz salvaje:
—¡Muchachos, pegan a los nuestros!
El herrero derribado se levantó y, tocándose la cara cubierta de sangre, vociferó con voz lastimera:
—¡Socorro! ¡Me han matado!… ¡Han matado a uno! ¡Hermanos!…
Una mujer que salía de una casa próxima gritó con voz chillona:
—¡Ay, Dios mío! ¡Han matado a un hombre!
Varias personas rodearon al ensangrentado herrero.
—¡Canallas! ¿No te basta con robar a la gente y quitarle hasta la camisa?— dijo alguien al tabernero. —¿Por qué has matado a ese hombre? ¡Bandido!
El mozo alto seguía en la puerta; pasaba sus ojos turbios del tabernero a los herreros, como dudando con quién pelear.
—¡Asesino!— gritó de pronto mirando al tabernero. —¡Atadlo, muchachos!
—A ver quién es el que me ata— exclamó el tabernero, empujando a los que se abalanzaban sobre él. Se arrancó la gorra, la tiró al suelo y, como si ese gesto tuviera un sentido misterioso y amenazador, los obreros se detuvieron indecisos.
—¡Conozco muy bien la ley, hermano! Iré a la comisaría. ¿Crees que no me atreveré? No está permitido el saqueo— gritó, volviendo a coger la gorra. —¡Iré a la comisaría, lo verás…!
—También yo iré. ¿Qué te imaginas?— repetían uno tras otro el tabernero y el mozo alto.
El tabernero y el mozo alto, los dos juntos, se fueron calle adelante discutiendo. Junto a ellos caminaba el herrero ensangrentado. Los seguían los otros obreros y un buen número de curiosos, todos hablando a gritos.
En la esquina de la calle Moroseika, frente a una casa grande con las contraventanas cerradas, en la que había un rótulo de maestro zapatero, tropezaron con un grupo de veinte obreros, tristes, flacos y agotados, vestidos con batas andrajosas.
—¡Que nos pague lo que debe!— decía un obrero ceñudo de escasa barba. —Bien que nos ha chupado la sangre y cree que estamos en paz. Lleva engañándonos toda la semana y ahora, cuando estamos ya en las últimas, ¡se larga!
Al ver el grupo que venía con el hombre ensangrentado, el zapatero calló y todos se incorporaron, con ávida curiosidad, al grupo en marcha.
—¿Adónde van?
—A la comisaría para hablar con la autoridad, ya se sabe.
—¿Es verdad que los nuestros han perdido?
—¿Y tú qué pensabas? No tienes más que oír lo que dice la gente.
Se cruzaban preguntas y respuestas. El tabernero aprovechó que había más gente, se fue rezagando y volvió a su taberna.
El mozo alto, sin notar que su rival había desaparecido, seguía charlando sin descanso, agitaba el brazo desnudo y atraía la atención de todos. La gente lo rodeaba, como si esperara de él la solución de todos sus problemas.
—¡Las autoridades deben poner orden, enseñar la ley, para eso están! ¿Digo bien, hermanos?— seguía diciendo el mozo alto con leve sonrisa. —Él piensa que no hay autoridades. ¿Acaso se puede vivir sin autoridad, con la de bandidos que hay?
Entre la multitud no cesaban los comentarios:
—¡Basta ya de hacer el tonto!— decían en la muchedumbre. —¿Cómo puedes creer que abandonen Moscú? Te lo dijeron en broma y tú te lo creíste. No son pocas las tropas que han llegado. No dejarán que entren como si tal cosa. Las autoridades están para eso. Más vale que escuches lo que dice el pueblo— comentaban señalando al mozo alto.
Junto a las murallas de Kitai-Górod, otro grupo rodeaba a un hombre con un capote de lana que llevaba en la mano un papel.
—¡Están leyendo un ucase! ¡Van a leer un ucase!— gritaron algunos.
Y todos se apretujaron alrededor del hombre que leía un pasquín del 31 de agosto. Cuando todos lo rodearon, pareció turbarse, y accediendo a la petición del mozo alto, que se había abierto paso hasta él, volvió a leerlo desde el principio con voz ligeramente temblona.
—“Mañana temprano iré a ver al Serenísimo («al Serenísimo», repitió solemnemente el mozo alto, sonriendo con la boca y frunciendo el ceño) para entrevistarme con él sobre el modo de ayudar a las tropas a exterminar a los malvados. También nosotros ayudaremos a liquidarlos…”— el lector se detuvo. (—¿Lo veis?— gritó triunfalmente el mozo alto. —Él lo va a solucionar todo…) —“Los aplastaremos y los mandaremos al diablo. Volveré mañana a la hora del almuerzo y pondremos en seguida manos a la obra: lo haremos, acabaremos de hacerlo y a los malvados listos dejaremos.”
Un silencio absoluto siguió a las últimas palabras. El mozo alto inclinó abatido la cabeza. Era evidente que ninguno comprendía las últimas palabras. Sobre todo, aquellas de “volveré mañana a la hora del almuerzo” parecieron disgustar al mismo lector y a los oyentes. El pueblo, que esperaba algo grandilocuente, trataba de comprender, pero esas palabras eran demasiado sencillas, demasiado comprensibles. Todos podían decir lo mismo, y, por tanto, era inoportuno hablar así en un ucase que procedía de las autoridades superiores.
La gente quedó descorazonada y silenciosa. El joven alto movía los labios y se balanceaba.
—Habría que ir a preguntarle… ¿Es aquel que viene? Pues se le podía preguntar… De otra manera… Él nos explicará…— se oyó en las últimas filas. Y la atención general se vio atraída por el coche del jefe de policía, que apareció entonces en la plaza acompañado por dos dragones a caballo.
El jefe de policía había salido aquella mañana, mandado por el gobernador, a quemar unas barcazas (y con tal motivo había ganado una respetable suma, que entonces llevaba en el bolsillo); al ver a toda aquella gente que venía a su encuentro, ordenó al cochero que se detuviera.
—¿Qué queréis?— gritó a los hombres que tímidamente, y por separado, se acercaron al coche. —Os pregunto qué queréis— repitió el jefe de policía, sin recibir respuesta.
—Señoría— dijo por último el hombre del capote gris de lana. —Señoría, ellos, según el llamamiento del excelentísimo conde, quieren luchar hasta la muerte, no piensan en sublevarse. Quieren hacer como ha dicho el excelentísimo conde…
—El conde no se ha ido. Está aquí y recibiréis sus órdenes— dijo el jefe de policía; y después gritó al cochero: —¡Adelante!
La muchedumbre se detuvo, rodeó a los que habían oído las palabras de la autoridad y siguió con los ojos al coche que se alejaba, mientras el jefe de policía miraba hacia atrás asustado. Dijo algo al cochero y el carruaje se alejó con más rapidez todavía.
—¡Nos está engañando, compañeros! ¡Vamos a ver al conde!— gritó el mozo alto.
—¡Vamos a que nos digan lo que pasa!— repitieron algunas voces.
—¡No dejéis, muchachos, que se vaya! ¡Que nos rinda cuentas! ¡Detenedlo!
La gente se lanzó a la carrera detrás del coche y, con gran alboroto, se encaminaron todos a Lubianka.
—¡Los señores y los mercaderes se han ido, y nosotros por culpa de ellos estamos perdidos! ¿Es que somos perros?— se oía cada vez con mayor frecuencia entre la muchedumbre.