XIV

—¡Qué! ¿Es guapa? La mía, la del vestido rosa, es un encanto, se llama Duniasha…

Pero al observar el rostro de su compañero, Ilín calló. Comprendió que su héroe y jefe estaba en otra disposición de ánimo.

Rostov miró malhumorado a Ilín y, sin responderle, se encaminó con paso rápido hacia la aldea.

—¡Ya verán esos bandidos! ¡Ya les enseñaré yo!— se decía a sí mismo.

Alpátich, alargando el paso para no correr, se unió al trote del húsar.

—¿Qué decisión se ha dignado tomar?— le preguntó.

Rostov se detuvo y, apretando los puños con gesto amenazador, avanzó bruscamente hacia Alpátich.

—¿Decisión?— gritó. —¡Qué decisión, vejestorio! ¿A qué esperas? Los campesinos se sublevan, ¿y tú no sabes imponerte? Eres otro traidor como ellos… Os conozco bien… ¡Os arrancaré la piel a todos!

Y como si temiese desfogar en vano su cólera, dejó a Alpátich y siguió caminando rápidamente. El administrador, reprimiendo el sentimiento de ofensa, lo siguió al trote, sin dejar de exponer sus consideraciones. Dijo que los campesinos estaban enfurecidos, que en aquel momento sería peligroso llevarles la contraria sin contar con un destacamento militar y que lo mejor sería ir antes en busca de tropas.

—¡Ya les daré yo tropas!… ¡Yo les llevaré la contraria! —decía Nikolái fuera de sí, sofocado por una cólera insensata, brutal, y por la necesidad de desahogarse.

Sin pensar en lo que iba a hacer, se adelantó hacia la muchedumbre con paso rápido y firme. Cuanto más avanzaba, más sentía Alpátich que aquel acto irreflexivo podía tener buenos resultados. Lo mismo pensaban los campesinos, que lo veían venir enérgico y resuelto, con el rostro contraído por la ira.

Desde la llegada de los húsares a la aldea y mientras Rostov se entrevistaba con la princesa, entre la muchedumbre había surgido la discordia y la confusión. Algunos comenzaron a decir que los oficiales eran rusos y podían sentirse muy ofendidos por no haber dejado salir a la princesa. Dron era de ese parecer. Pero cuando lo expuso, Karp y otros se enfrentaron con el antiguo stárosta.

—¿Durante cuántos años has chupado a costa de la comunidad?— gritó Karp. —¡A ti te da igual! Desentierras tu alcancía y te la llevas contigo… ¿Qué te importa si nuestras casas se arruinan?

—¡Dicen que hay orden de que nadie abandone su casa y se lleve algo!— comentó otro.

De pronto, un viejecillo se acercó furibundo a Dron:

—Le tocaba a tu hijo irse como soldado, pero tuviste lástima del tuyo y en vez de enviarlo a él alistaste a mi Vanka. ¡Ah, moriremos algún día!

—¡Eso es! ¡Moriremos!

—¡Eh! ¿Qué decís? Yo no me voy de la comunidad— dijo Dron.

—¡Claro que no! ¡Buena barriga has echado!…

Los dos campesinos altos hablaban de lo suyo.

Y cuando Rostov, acompañado por Ilín, Lavrushka y Alpátich, se acercó al grupo, Karp, metiendo los dedos en el cinturón, avanzó sonriendo levemente. Dron, por el contrario, retrocedió hasta las últimas filas; los demás se apretaron unos contra otros.

—¡Eh, vosotros!— gritó Rostov acercándose rápidamente a la muchedumbre. —¿Quién es el stárosta?

—¿El stárosta? ¿Para qué lo quiere?…— preguntó Karp.

Pero no tuvo tiempo de concluir cuando un fuerte bofetón le dobló la cabeza e hizo volar el gorro.

—¡Gorros fuera! ¡Traidores!— gritó a plena voz Rostov. —¿Dónde está el stárosta?— volvió a gritar fuera de sí.

—El stárosta… llama al stárosta. Dron Zajárich, lo llaman— dijeron algunos rápidamente; todos se descubrieron.

—No intentamos sublevarnos, cuidamos el orden— dijo Karp.

Y desde diversos puntos, muchas voces comenzaron a hablar al mismo tiempo.

—¡Lo habían decidido los viejos! Son ustedes muchos a mandar…

—¿Todavía tenéis ganas de hablar?… ¡Esto es una revuelta!… ¡Bribones! ¡Traidores!— gritó Rostov fuera de sí, cogiendo a Karp por el cuello de su caftán. —¡Atadlo! ¡Atadlo!— exclamó, aunque allí no había nadie para atar a Karp, excepto Lavrushka y Alpátich.

Lavrushka, sin embargo, corrió hacia Karp y le dobló los brazos a la espalda.

—¿Ordena que llamemos a los nuestros, que están al otro lado de la cuesta?— preguntó Lavrushka.

Alpátich se volvió a los campesinos y llamó a dos para atar a Karp. Los mujiks salieron dócilmente de las filas y se quitaron los cinturones.

—¿Dónde está el stárosta?— volvió a preguntar Rostov.

Dron, con el rostro ceñudo y pálido, salió de la muchedumbre.

—¿Eres tú el stárosta? ¡Átalo, Lavrushka!— gritó Rostov, como si esa orden no pudiera hallar obstáculos.

Y, efectivamente, otros dos campesinos salieron para maniatar a Dron, quien, como si quisiera ayudarlos, se quitó el cinturón y se lo entregó.

—¡Y vosotros, escuchadme!— dijo Rostov, volviéndose a los mujiks. —Idos inmediatamente a vuestras casas y que no vuelva a oír ni una sola voz.

—No hemos hecho nada malo a nadie… Fue una estupidez… una tontería… Ya decía yo que no estaba bien…— comentaron algunas voces reprochándose mutuamente.

—Ya os lo decía yo… ¡No está bien, muchachos!— dijo Alpátich, volviendo a sus funciones.

—¡Por nuestra tontería, Yákov Alpátich!— decía la gente.

Y el grupo de campesinos se fue dispersando. A los dos mujiks atados los condujeron al patio de los señores. Detrás iban los dos borrachos.

—¡Eh! ¡Te miro y no te veo!— dijo uno de ellos a Karp.

—¿Acaso se puede hablar así con los señores? ¿Qué te creías tú?

—Eres un imbécil— confirmó otro. —Lo que se dice un imbécil.

Dos horas después, los carros estaban preparados en el patio. Algunos campesinos, muy animados, sacaban de la casa y colocaban el equipaje de los señores, y Dron, puesto en libertad por deseo expreso de la princesa María, de pie en el patio, daba órdenes a los campesinos.

—¡Así no! ¡Eso queda mal!— dijo un mujik muy alto de rostro redondo y alegre, cogiendo un cofrecillo de manos de una doncella. —Vale dinero, ¿eh? Si lo echas de cualquier manera o lo colocas debajo de una cuerda puede rozarse. Eso no me gusta. Todo tiene que quedar en orden; ponlo bajo la arpillera y cúbrelo con algo de paja. Así está bien.

—¡Cuántos libros!— exclamó el que sacaba las estanterías de la biblioteca del príncipe Andréi. —¡Cuántos libros! Tú, no te pongas en medio. Y vaya cómo pesan, muchachos.

—Sí, han escrito mucho, no se iban de juerga— comentó el mujik alto de cara redonda, haciendo un guiño y señalando los diccionarios que habían quedado encima.

Rostov, que no quería imponer su amistad a la princesa, prefirió quedarse en la aldea esperando que ella saliera. Cuando vio que el coche de la princesa abandonaba la casa, montó a caballo y la acompañó hasta el camino ocupado por las tropas rusas, a unos doce kilómetros de Boguchárovo; en la posada de Yánkovo se despidió respetuosamente de ella y por primera vez se permitió besarle la mano.

Cuando la princesa le manifestó su agradecimiento por haberla salvado, según ella decía, Rostov se ruborizó y dijo:

—¡Oh, no me avergüence usted! Cualquier policía habría hecho lo mismo. Si sólo tuviéramos que hacer la guerra a los mujiks, el enemigo no habría penetrado tan dentro de Rusia— añadió como avergonzado por algo, procurando cambiar de conversación. —Estoy encantado de haberla conocido. Adiós, princesa; le deseo felicidad y consuelo. Desearía verla en circunstancias más felices. Si no quiere ruborizarme, le suplico que no me agradezca nada.

Pero si no lo hizo más con palabras, la princesa manifestaba su agradecimiento con toda la expresión de su rostro, que resplandecía de gratitud y ternura. No podía creer que no hubiese motivos para estarle agradecida. Al contrario: para ella era indudable que, sin él, habría caído en manos de los campesinos sublevados y de los franceses y que él, para salvarla, se había expuesto a grandes y evidentes peligros; no cabía duda de que era un alma elevada y sensible que había sabido entender su situación y su dolor. Sus ojos nobles y bondadosos, humedecidos por las lágrimas cuando ella se echó a llorar contándole su desventura, no se apartaban de su imaginación.

Cuando se despidió de él y quedó sola, la princesa María notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y entonces, y no por primera vez, se preguntó si lo amaba.

Por el camino hacia Moscú, aunque la situación de la princesa no era para mostrar alegría, Duniasha, que la acompañaba en el coche, notó que varias veces se asomaba a la ventanilla y sonreía alegre y tristemente por algo.

“¿Y qué si yo me hubiera enamorado de él?”, pensaba la princesa María.

Por mucha vergüenza que le costara reconocer que había sido la primera en querer a un hombre que, tal vez, nunca se enamoraría de ella, se consoló pensando que nadie lo sabría jamás y que no sería culpable si, ocultándolo a todos, amara a alguien hasta el fin de su vida por primera y única vez.

Recordaba a veces sus miradas, su interés, sus palabras, y toda esa dicha no le parecía tan imposible. Era entonces cuando Duniasha la veía asomarse sonriente a la ventanilla. “Y pensar que tenía que venir a Boguchárovo en aquel preciso momento, y que su hermana hubiera roto con el príncipe Andréi”, se decía la princesa viendo en todo aquello voluntad de la providencia.

Muy agradable fue la impresión que produjo la princesa María a Rostov. Se sentía alegre al recordarla, y cuando sus compañeros, conocedores de la aventura de Boguchárovo, bromeaban diciendo que había ido en busca de heno y había pescado a una de las herederas más ricas de Rusia, Rostov se enfadaba. Y se enfadaba porque muchas veces le venía a la mente la idea de casarse con la dulce y agradable princesa, dueña de una enorme fortuna.

Personalmente, no podía desear una esposa mejor. Su boda colmaría la felicidad de su madre, arreglaría la situación económica de su padre y desde luego —Nikolái lo sentía— haría la felicidad de la misma princesa María.

¿Pero Sonia? ¿Y la palabra que había dado? Por ese motivo se enfadaba Rostov cuando sus compañeros bromeaban acerca de la princesa Bolkónskaia.

Guerra y paz
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