IV

Cuando la mitad de Rusia estaba conquistada y los habitantes de Moscú huían a provincias lejanas, cuando se movilizaban continuas levas de milicias en defensa de la patria, se nos figura, a los que no hemos vivido en aquella época, que todos los rusos, desde el más pequeño hasta el más grande, se ocupaban sólo de ofrendar su vida para salvar su patria o llorar su pérdida. Los relatos, las descripciones de aquel tiempo, sin excepción, nos hablan de sacrificios, de amor a la patria, de la desesperación, del heroísmo y el dolor de los rusos. En realidad no fue así. Nos lo parece porque del pasado no vemos más que el interés histórico general de aquel tiempo, sin advertir todos los intereses particulares, humanos, de los hombres de entonces. Sin embargo, en el tiempo presente, esos mismos intereses personales prevalecen tanto sobre los generales que a veces llegan a borrarlos totalmente. La mayoría de los hombres de aquella época no prestaban atención alguna a la marcha general de los acontecimientos y se dejaban guiar por los propios intereses personales inmediatos; y fueron precisamente ellos los protagonistas más eficaces de los sucesos de aquel entonces.

Los que trataban de comprender la marcha general de los acontecimientos e intentaban influir en su desarrollo con actos de abnegación y heroísmo eran los miembros menos útiles de la sociedad. Lo veían todo al revés, y cuanto hacían con la mejor de sus intenciones no eran más que tonterías sin provecho, como fueron los regimientos de Pierre y Mámonov, que se entregaban al saqueo de las aldeas rusas; así fueron las hilas preparadas por las damas, que jamás llegaban a los heridos, etcétera.

Y aun quienes gustaban de hacer gala de su ingenio y de expresar sus sentimientos, al hablar de la situación de Rusia, sin darse cuenta, ponían en sus palabras la huella de la ficción, el engaño, la censura inútil o la cólera contra hombres acusados de acciones de las que nadie era culpable. En los acontecimientos históricos debe prohibirse acudir a frutos del árbol de la sabiduría. Sólo la actuación inconsciente es fructífera, y el hombre que representa un papel en los sucesos históricos no comprende nunca su importancia. Si intenta comprenderlos, enferma de esterilidad.

La trascendencia de los acontecimientos de entonces en Rusia era tanto más incomprensible para un hombre cuanto más cerca participaba en ellos. En San Petersburgo y en las provincias alejadas de Moscú, damas y caballeros con uniforme de milicias se lamentaban del destino de Rusia y de la capital, hablaban de sacrificios, etcétera. Pero en el ejército que retrocedía más allá de Moscú, casi nadie hablaba ni pensaba en la ciudad, y contemplando sus llamas nadie juraba vengarse de los franceses; se pensaba solamente en la próxima soldada, en la próxima etapa, en Matrioshka, la cantinera, o en cosas semejantes…

Sin intención alguna de sacrificarse, sino por una absoluta casualidad, puesto que la guerra lo había encontrado en pleno y prolongado servicio, Nikolái Rostov tomaba parte directa en la defensa de la patria, y por esa razón veía todo cuanto pasaba entonces en Rusia sin amargura ni pesimismo. Si alguien le hubiera preguntado qué opinaba de la situación de Rusia, habría respondido que no tenía necesidad de pensar, que para eso ya estaban Kutúzov y otros, pero había oído que iban a cubrirse las bajas en las unidades, que probablemente había lucha para mucho tiempo y que, vistas las circunstancias, era muy probable que él obtuviera el mando de un regimiento al cabo de dos años.

Así consideradas las cosas, no sólo no lamentó que lo enviaran a comprar caballos para la división a Vorónezh, lo que lo privaba de tomar parte en la contienda, sino que recibió la noticia con gran placer, placer que no ocultaba y que sus compañeros de armas comprendían perfectamente.

Unos días antes de la batalla de Borodinó, Nikolái recibió el dinero y los documentos; varios húsares fueron enviados por delante, y él, con caballos de posta, salió para Vorónezh.

Sólo quien ha pasado varios meses consecutivos en un ambiente militar, de guerra, puede comprender el placer de Nikolái Rostov cuando salió de la zona del ejército con sus forrajes, carros de víveres y ambulancias. Cuando lejos de los soldados, de los convoyes y de las sucias huellas que denotan la presencia de un campamento, vio las aldeas con mujiks, campesinas, casas señoriales, campos donde pacían rebaños, estaciones de postas con sus encargados dormidos, fue tanta su alegría como si fuese la primera vez que veía esas cosas. Sobre todo le llamaba la atención y producía intensa felicidad la presencia de mujeres jóvenes y saludables sin que las rondasen una docena de oficiales alrededor; mujeres satisfechas y deseosas de que un oficial, de paso, bromeara con ellas.

En el mejor estado de ánimo posible, Nikolái llegó de noche a Vorónezh. En el hotel pidió todo aquello de que había carecido durante tanto tiempo en el ejército; y a la mañana siguiente, después de haberse afeitado con esmero y con el uniforme de gala, que no se ponía desde hacía mucho tiempo, fue a presentarse a las autoridades.

El jefe de milicias era un general a quien visiblemente divertían sus ocupaciones militares y su alta graduación. Recibió a Nikolái con aire severo (pues creía que en eso estaba el rasgo principal del servicio militar) y con palabras graves, como si tuviera derecho a ello, interrogó al joven, aprobando o desaprobando la marcha general de los acontecimientos. Pero Nikolái estaba tan contento que aquella actitud le pareció divertida.

Después del jefe de milicias, visitó al gobernador, un hombre pequeño e inquieto, muy cariñoso y sencillo.

Indicó a Rostov las cuadras donde podría encontrar lo que buscaba y le recomendó a un tratante de la ciudad y, a veinte kilómetros de allí, a un propietario rural que tenía inmejorables caballos. Además, le prometió todo su apoyo.

—¿Es usted hijo del conde Iliá Andréievich Rostov? preguntó. —Mi mujer era muy amiga de su madre. Los jueves recibo, y como hoy es jueves le ruego que venga a casa sin ceremonia— dijo el gobernador al despedirse de él.

Nikolái tomó acto seguido un coche de postas y, llevándose al sargento, recorrió los veinte kilómetros que lo separaban del propietario que le habían indicado. Este primer tiempo de su estancia en Vorónezh resultaba alegre y fácil, como suele ocurrir cuando uno mismo está bien dispuesto y las cosas le salen redondas y a gusto.

El propietario que habían indicado a Nikolái era un viejo solterón, antiguo oficial de caballería y buen conocedor de caballos, cazador y dueño de un viejo vodka centenario, de un excelente vino de Tokai y una magnífica cuadra.

Dos palabras bastaron para ultimar el negocio. Nikolái compró, por seis mil rublos, diecisiete potros excelentes, como hermanos gemelos (según él decía). Después de la comida, en la cual hizo los honores, algo más de los debidos, al Tokai, Nikolái abrazó al propietario, al que ya tuteaba, y emprendió el regreso por aquel pésimo camino.

Nikolái, de un humor excelente, no cesaba de estimular al cochero para llegar a tiempo a la velada del gobernador.

Se cambió de traje, remojó concienzudamente la cabeza, se perfumó y, con algún retraso pero con la frase: Vaut mieux tard que jamais,[569] llegó a la casa del gobernador.

No se trataba de un baile, ni nadie había dicho que se fuera a bailar, pero todos sabían que Ekaterina Petrovna interpretaría al clavicordio valses y escocesas y que se bailaría. Contando con eso, todos habían ido con sus trajes de baile.

La vida de provincias en 1812 era la misma de siempre, con la única diferencia de que la ciudad parecía mucho más animada debido a la presencia de numerosas familias ricas de Moscú, y se notaba, como en todo lo que entonces ocurría en Rusia, una especial tendencia a no dar importancia a nada (¡el qué más da y así se hunda todo!), y también que las conversaciones vulgares, tan necesarias en sociedad y que antes se referían al buen o mal tiempo y a las amistades comunes, versaban ahora sobre Moscú, el ejército y Napoleón.

Los reunidos en casa del gobernador pertenecían a la mejor sociedad de Vorónezh.

Había no pocas señoras, algunas de las cuales habían conocido a Nikolái en Moscú, pero de los hombres, ninguno podía competir con aquel caballero de la cruz de San Jorge, húsar llegado para la compra de caballos, que era además el amable y educado conde Rostov. Entre los hombres había un italiano, prisionero, que había sido oficial del ejército francés, y Nikolái se dio cuenta de que la presencia de aquel prisionero aumentaba todavía más su importancia de héroe ruso. Aquello era para él como un trofeo. Nikolái lo notaba y le parecía que todos consideraban de la misma manera al prisionero italiano, hacia el cual se mostró afectuoso, con dignidad y reserva.

En cuanto apareció Nikolái con su uniforme de húsar y su olor a vino y a perfume y dijo y oyó decir varias veces vaut mieux tard que jamais, todos lo rodearon y todas las miradas se fijaron en él, y se sintió instalado de inmediato en la posición de favorito general que le correspondía por derecho en provincias y le era siempre grata; y que ahora, tras una larga privación, lo embriagaba de placer. No sólo en las paradas del viaje, sino también en las posadas y en la casa del terrateniente había sirvientas que lo hacían objeto de sus atenciones. También allí, en la fiesta del gobernador, había —así le pareció— un buen número de jóvenes damas y lindas señoritas que esperaban con impaciencia que Nikolái se fijara en ellas. Unas y otras coqueteaban con él, y las personas de edad pensaron ya desde el primer momento en casar a ese gallardo y juerguista húsar para que sentara cabeza.

Entre estas últimas se contaba la esposa del gobernador, que recibió a Nikolái como a uno de la familia, lo llamó por su nombre de pila y lo tuteó desde el principio.

Ekaterina Petrovna, en efecto, comenzó a interpretar valses y escocesas, y así empezaron los bailes, durante los cuales Nikolái, con la habilidad que lo distinguía, sedujo a aquella sociedad provinciana. Llamó la atención también su desenvuelto modo de bailar; él mismo se sorprendió un poco de bailar así aquella noche. Jamás lo había hecho, y en Moscú lo habría considerado hasta indecente y de mauvais genre. Pero aquí sentía la necesidad de sorprender a todos con algo extraordinario, con algo que debían creer normal en la capital, aunque desconocido todavía en provincias.

Durante toda la velada Nikolái demostró especial atención por una dama rubia de ojos azules, regordeta y linda, esposa de un funcionario de la provincia. Con esa ingenua convicción que muestran los jóvenes juerguistas de que las mujeres de los demás están hechas para ellos, Rostov no se apartaba de aquella dama, mostrándose al mismo tiempo muy simpático y un tanto cómplice del marido. Como si supiesen, aunque de ello no se hablaba, lo bien que lo pasarían, es decir, Nikolái con la esposa de aquel marido. Sin embargo, el marido no parecía participar de esa opinión y se esforzaba por mostrarse frío con Rostov. Pero la bondadosa ingenuidad de Nikolái era tan ilimitada que, a veces, el marido se dejaba influir involuntariamente por el alegre humor del joven. Hacia el término de la velada, sin embargo, a medida que el rostro de la esposa se encendía más y se tornaba más animado, el del marido parecía hacerse más triste y serio, como si la animación fuese común para ellos dos y la del marido disminuyera conforme aumentaba la de su esposa.

Guerra y paz
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