VIII

Aquella noche los Rostov fueron a la Ópera, donde María Dmítrievna les había conseguido un palco.

Natasha no deseaba ir, pero no podía rechazar la gentileza de María Dmítrievna, hecha pensando exclusivamente en ella. Cuando, vestida, entró en la sala para esperar a su padre, se miró en el espejo, se vio muy bella y se sintió más triste todavía, pero con una tristeza lánguida y amorosa.

“Dios mío, si él estuviese aquí, ya no sería como era antes, tonta, tímida, sino que lo abrazaría de un modo nuevo, me apretaría contra él, lo obligaría a mirarme con sus ojos inquisitivos y curiosos, con los que tantas veces me ha mirado, y después lo obligaría a reírse como reía entonces. ¡Cómo veo sus ojos! —pensaba Natasha—. ¿Qué tengo yo que ver con su padre y su hermana? Lo amo a él solo, a él… su rostro, su mirada, su sonrisa de hombre y niño… al mismo tiempo. No, es mejor no pensar: no pensar en nada. Olvidar, olvidarlo todo por el momento. No soportaré más esta espera. Ahora mismo voy a llorar —y se apartó del espejo, haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas—. ¿Cómo puede Sonia amar a Nikolái de una manera tan igual y apacible, esperando tanto tiempo con semejante paciencia? —pensó, al ver que Sonia entraba, también engalanada y con un abanico en la mano—. No, ella es totalmente distinta. ¡Yo no puedo!”

Natasha se sentía tan enternecida y lánguida que amar y saberse amada era poco para ella; necesitaba abrazar ahora mismo al hombre amado, decir y oír de sus labios las palabras amorosas que llenaban su corazón. Mientras iba en el coche al lado de su padre y contemplaba pensativa los reflejos de los faroles que desfilaban tras los vidrios cubiertos de hielo, se sintió aún más enamorada y triste, llegó a olvidar con quién estaba y adonde se dirigían. El coche de los Rostov entró en la hilera de vehículos y se acercó lentamente al teatro, entre el crujido de las ruedas sobre la nieve helada. Natasha y Sonia descendieron ágilmente, recogiendo sus faldas; el conde salió ayudado de los criados y, entre las señoras y señores que entraban y los vendedores de programas, los tres se dirigieron al pasillo de los palcos del patio de butacas. Detrás de la puerta entornada se oía ya la música.

—Nathalie, vos cheveux[321]— murmuró Sonia.

Un acomodador se deslizó rápido entre las damas y abrió la puerta del palco. Se oyó la música más próxima: las filas de palcos iluminados aparecieron resplandeciendo de señoras con los brazos y los hombros desnudos; el patio de butacas brillaba de uniformes. La señora del palco vecino miró a Natasha con envidia muy femenina. El telón no se había levantado aún; sonaba la obertura. Natasha, componiéndose el vestido, entró con Sonia y se sentó mirando hacia las filas iluminadas de los palcos de enfrente. De un modo agradable y desagradable a un tiempo la dominó la sensación —hacía tiempo no sentida— de que muchos ojos estaban mirando sus brazos y su escote desnudos, lo que suscitó en ella un tumulto de recuerdos, deseos y emociones.

Natasha y Sonia, ambas encantadoras, y el conde Iliá Andréievich, a quien desde hacía tiempo no se veía en Moscú, atrajeron la atención general. Todos sabían, además, algo del compromiso de Natasha con el príncipe Andréi, sabían que desde entonces los Rostov vivían en el campo; y ésta era la causa de que miraran con mayor curiosidad a la prometida de uno de los mejores partidos de Rusia.

Natasha había embellecido en el campo —como decían todos—, y aquella noche, a causa de la emoción, estaba especialmente atractiva. Llamaba la atención sobre todo por su plenitud de vida y hermosura, unida a la indiferencia hacia cuanto la rodeaba. Sus ojos negros miraban a la gente sin buscar a nadie; su delicado brazo, desnudo por encima del codo, se apoyaba en la barandilla de terciopelo, y su mano se abría y cerraba inconscientemente siguiendo el compás de la obertura y arrugando entre los dedos el programa.

—Mira, ahí está Alénina con su madre— dijo Sonia.

—¡Dios mío! Mijaíl Kirilich ha engordado más aún— observó el conde.

—¡Fíjate qué toca lleva nuestra Anna Mijáilovna!

—También están las Karáguina; Julie y Borís, se ve en seguida que son novios.

—Drubetskói ha pedido su mano, acabo de enterarme— dijo Shinshin, que entraba en el palco.

Natasha volvió los ojos en la dirección que miraba su padre y vio a Julie con un espléndido collar de perlas en torno a su rojo cuello (muy empolvado, como Natasha sabía), sentada con aire feliz junto a su madre.

Detrás de ellas, con el oído pegado a los labios de Julie, aparecía la bella y bien peinada cabeza de Borís. Miraba de reojo el palco de Rostov y, sonriendo, decía algo a su prometida.

“Hablan de nosotras; de mí sobre todo —pensó Natasha—. Y seguramente está aplacando los celos de su novia. Pues se preocupa sin motivo. ¡Si supiesen lo poco que me importan!”

Anna Mijáilovna, con toca verde, el rostro feliz y festivo, sumisa siempre a la voluntad de Dios, estaba sentada detrás de los jóvenes. En su palco reinaba esa atmósfera de noviazgo, que tan bien conocía Natasha y tanto le gustaba. Volvió la cabeza y, de pronto, surgió de nuevo ante ella toda la humillación sufrida durante la visita de la mañana.

“¿Qué derecho tiene a negarme la entrada en su familia? ¡Oh! Es mejor no pensar en eso hasta la vuelta de Andréi”, dijo, y se puso a mirar los rostros conocidos y desconocidos del patio de butacas. Delante de la orquesta, en el centro mismo estaba Dólojov, de espaldas al escenario, con sus rizados y abundantes cabellos peinados hacia atrás. Vestía un traje persa y atraía las miradas de toda la sala, pese a lo cual lo veía desenvuelto e indiferente, como si estuviera en su casa. Lo rodeaban los jóvenes más distinguidos de Moscú, que él evidentemente dirigía.

Riendo, el conde Iliá Andréievich apretó el codo de Sonia, que se había ruborizado, y le indicó a su antiguo cortejador.

—¿Lo reconoces?— dijo. —¿De dónde sale?— preguntó a Shinshin. —Había desaparecido.

—Sí, había desaparecido— respondió Shinshin. —Estuvo en el Cáucaso, huyó de allí y dicen que fue ministro de no sé qué príncipe persa y que mató al hermano del Sha. Y ahora todas las damas de Moscú están locas por él: para ellas no hay más que Dolokhoff le Persan.[322] Se habla de él, se lo homenajea como se invita a comer. Dólojov y Anatole Kuraguin tienen locas a todas nuestras señoras.

En el palco vecino entró una señora alta y bella, con una enorme trenza, la espalda casi al desnudo y el pecho muy escotado, blanco y turgente. Un doble collar de gruesas perlas adornaba su cuello. Empleó bastante tiempo en acomodarse, haciendo crujir la seda pesada de su vestido.

Natasha, involuntariamente, se quedó mirando el cuello, la espalda, el pecho, las perlas y el peinado, admirando la belleza de la dama. Cuando la miraba por segunda vez, ella se volvió y, viendo a Iliá Andréievich, inclinó la cabeza saludándolo y sonrió. Era la condesa Bezújov, esposa de Pierre. Iliá Andréievich, que conocía a todos, se reclinó en el borde del palco y cambió unas palabras con ella.

—¿Está en Moscú hace mucho, condesa? Iré, iré a besar su mano. Vine por unos asuntos y he traído a mis niñas. Dicen que la Semiónovna canta divinamente. El conde Pierre Kirílovich, ¿está aquí?

—Sí, tenía intención de pasar— dijo Elena Vasílievna, y miró atentamente a Natasha.

El conde Iliá Andréievich volvió a su sitio.

—¿Es bellísima, verdad?— murmuró al oído de su hija.

—¡Una maravilla! No me extraña que se enamoren de ella.

En aquel instante sonaron los últimos acordes de la obertura y el director de orquesta golpeó el atril con la batuta. Los rezagados ocupaban sus puestos en el patio de butacas y se levantó el telón.

Se hizo el silencio en todas partes, los hombres, viejos o jóvenes, los que vestían uniforme y los de frac, todas las señoras escotadas, pero cubiertas de joyas, fijaron con curiosa avidez su atención en el escenario. Natasha miró también hacia allí.

Guerra y paz
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