XVIII

Cuando el príncipe Bagration y su séquito alcanzaron el punto más alto del flanco derecho iniciaron el descenso hacia el lugar donde se oía fuego graneado y el humo de la pólvora impedía ver nada. Cuanto más se acercaban al barranco, menor era la visibilidad y más notoria se hacía la proximidad del verdadero campo de batalla. Comenzaron a encontrar heridos; dos soldados llevaban a otro, cogido por los brazos, con la cabeza ensangrentada. Escupía y emitía roncos bramidos. La bala debía de haberle entrado por la boca o el cuello; otro caminaba solo, con paso resuelto y sin fusil; se quejaba a gritos y el dolor le hacía agitar el brazo, del que manaba abundante sangre sobre su capote. En su rostro había más susto que sufrimiento; acababa de ser herido. Atravesaron el camino y echaron cuesta abajo por una rápida pendiente; allí yacían algunos hombres. Se cruzaron con un grupo de soldados; alguno de ellos no estaba herido. Los soldados subían con gran fatiga y, a pesar de la presencia del general, siguieron hablando a grandes voces, moviendo mucho los brazos. Delante, entre el humo, vieron capotes grises alineados y el oficial, al darse cuenta de la presencia de Bagration, corrió gritando hacia los soldados que subían en tumulto y les ordenó que volvieran. Bagration se aproximó a las filas donde se sucedían los disparos, ahogando las voces de mando del oficial. Todo el aire estaba impregnado del humo de la pólvora. Los rostros de los soldados, ennegrecidos, parecían animados. Algunos limpiaban sus fusiles con las baquetas; otros echaban la pólvora y sacaban las cargas de su cartuchera; algunos disparaban. Pero nadie sabía sobre quién disparaban; era imposible ver al enemigo a causa del humo que ningún viento dispersaba. Era frecuente el silbido agradable y el zumbido de los proyectiles. “¿Qué significa esto? —pensó el príncipe Andréi al acercarse a un grupo de soldados—. No es una avanzada en orden abierto, porque están amontonados. No puede ser un ataque, puesto que no avanzan; tampoco están formados, porque no están en orden.”

El comandante del regimiento, un viejecillo flaco, débil en apariencia, de párpados caídos que casi le tapaban la mitad de los ojos seniles, dotando a su mirada de cierta dulzura, acercó su caballo al de Bagration y lo recibió cariñosamente, como recibe el dueño de la casa a un querido huésped. Informó al príncipe de que los franceses habían lanzado la caballería sobre su regimiento; que el ataque había sido rechazado, pero que la mitad de los soldados cayeron muertos o heridos. El comandante decía que el ataque había sido rechazado, aplicando ese término militar a cuanto había sucedido en su regimiento; pero en realidad él mismo ignoraba lo ocurrido en aquella media hora en las tropas confiadas a él, ni podía decir con seguridad si el ataque había sido rechazado o si el ataque había destrozado a su regimiento. Sólo sabía que, al comienzo, proyectiles y granadas habían caído sobre el regimiento y matado a bastantes hombres; que luego alguien gritó: “¡La caballería!”, y sus soldados habían comenzado a disparar. Todavía disparaban, pero no sobre la caballería, que había desaparecido, sino sobre los infantes franceses que desde el barranco tiraban sobre los rusos. El príncipe Bagration inclinó la cabeza, dando a entender que todo estaba como él deseaba y suponía. Se volvió a un ayudante de campo y le dio órdenes de que hiciera bajar de la montaña los dos batallones del 6.° de cazadores ante los que acababa de pasar poco antes. El príncipe Andréi quedó impresionado por el cambio operado en el rostro de Bagration: ahora expresaba la decisión concentrada y feliz del hombre que, en un día caluroso, a punto de echarse al agua, toma rápidamente el último impulso. Ya no tenía la acostumbrada mirada soñolienta ni ojos inexpresivos, ni el gesto fingidamente reflexivo. Sus ojos redondos, resueltos, ojos de gavilán, miraban hacia delante con entusiasmo y un tanto despectivos sin detenerse en nada, pero sus movimientos conservaban la lentitud uniforme de antes.

El comandante del regimiento suplicó al príncipe Bagration que se alejara de aquel sitio demasiado peligroso. “Se lo suplico en nombre de Dios, Excelencia”, decía, y miraba pidiendo ayuda a un oficial del séquito, que procuraba apartarse de él. “¡Mire!”, y le hacía notar las balas que incesantemente zumbaban, cantaban y silbaban en derredor. Hablaba con la voz suplicante y reprobatoria de un carpintero cuando ve al amo manejando el hacha: “Nosotros ya estamos acostumbrados, pero a usted le saldrán callos en las manos”. Hablaba como si las balas no pudieran matarlo a él y los ojos entornados añadían a sus palabras mayor persuasión. El oficial de Estado Mayor unió sus propias exhortaciones a las del comandante del regimiento, pero el príncipe Bagration no respondió; se limitó a ordenar el cese del fuego y que dejasen sitio a los dos batallones que ya se acercaban. Mientras hablaba, un viento inesperado, como una mano invisible, arrastró, de derecha a izquierda, la cortina de humo, dejando al descubierto el barranco y la montaña opuesta con tropas francesas en movimiento. Todos los ojos se fijaron a la vez en la columna francesa que avanzaba hacia las líneas rusas, serpeando entre los salientes del terreno. Podían distinguirse ya los gorros de piel de los soldados y los uniformes de los oficiales; también era visible la bandera, que ondeaba al aire.

—Marchan bien— comentó alguien en el séquito de Bagration.

La cabeza de la columna enemiga bajaba ya al barranco. El choque debía producirse en aquella parte de la pendiente…

Los restos del regimiento ruso formaron rápidamente y se apartaron hacia la derecha. Detrás, abriéndose paso por entre los rezagados, llegaban en perfecto orden los dos batallones del 6.° de cazadores. No habían alcanzado aún el lugar donde estaba Bagration, pero ya se oían los pasos cadenciosos, pesados y fuertes de aquella masa de hombres. A la izquierda del flanco izquierdo, muy cerca de Bagration, pasó un jefe de compañía, hombre bien plantado, de rostro redondo y expresión estúpida y dichosa, el mismo que había salido precipitadamente de la chabola de oficiales. Era evidente que en aquel momento sólo pensaba en desfilar bravamente ante su jefe.

Con la satisfacción del buen militar desfiló marcialmente, moviendo las musculosas piernas como si nadase; se erguía sin esfuerzo alguno y esta ligereza lo distinguía del pesado paso de los soldados, que avanzaban tratando de ajustar su marcha a la del comandante. Llevaba pegado a la pierna el sable desenvainado (un pequeño sable curvo, que se parecía muy poco a un arma) y mirando ya al jefe, ya a sus soldados, sin perder el paso, volvía con agilidad su vigoroso cuerpo, como concentrando todas las potencias de su alma para desfilar delante del general en jefe con la mayor marcialidad. Y sintiendo que lo hacía bien era feliz. “Un, dos…; un, dos…; un, dos…”, parecía decirse a cada paso. Y al compás de esa cadencia, la masa de soldados, con el peso de las mochilas y los fusiles, avanzaba y al marcar el paso parecía repetirse mentalmente: “Un, dos…; un, dos…”. Un comandante grueso pasó jadeando, sin acertar a marcar el paso y evitando cada matojo que encontraba en el camino; se adelantó corriendo un rezagado, respirando con fatiga y con el temor de la falta cometida dibujada en el semblante. Un proyectil de cañón, hendiendo el aire con su silbido, pasó por encima de la cabeza del príncipe Bagration y su séquito y, al compás, de “un, dos…; un, dos…”, cayó sobre la columna. “¡Cerrad las filas!”, gritó con voz animosa el comandante de la compañía. Los soldados siguieron adelante, procurando rodear el sitio donde había estallado el proyectil. Un suboficial condecorado con la cruz de San Jorge, que se había detenido en el sitio en que quedaron los muertos, se unió a la tropa, cambió el paso y cuando lo hubo hecho volvió la cabeza enfadado. “Un, dos…; un dos…”, parecía oírse en aquel silencio amenazador sobre la cadencia de los pies que golpeaban rítmicamente la tierra.

—¡Bravo, muchachos!— exclamó el príncipe Bagration.

—¡A la…, oh, oh, oh, oh!…— gritaron en las filas. Un soldado de expresión sombría, que desfilaba a la izquierda, miró a Bagration como diciendo: “Ya lo sabemos”. Otro, sin volverse, como por temor a perder el paso, también gritaba al pasar.

Se dio la orden de parar y quitarse las mochilas.

Bagration pasó revista a las filas y se apeó del caballo. Entregó las bridas a un cosaco, se quitó la capa, estiró las piernas y enderezó el gorro. La columna francesa, con sus oficiales al frente, se hizo visible al pie de la montaña.

—¡Con Dios!— gritó Bagration con voz resuelta y clara.

Por un instante se volvió hacia sus soldados, agitó levemente los brazos y con el paso torpe del jinete, aparentemente dificultoso, avanzó el primero por el terreno desigual. El príncipe Andréi notó que una fuerza irresistible lo empujaba adelante y experimentaba una felicidad inmensa.

Los franceses estaban ya cerca. El príncipe Andréi, que avanzaba junto a Bagration, distinguía bien los correajes, las rojas charreteras y aun los rostros de los soldados. Vio claramente a un viejo oficial francés que con las piernas embutidas en sus polainas subía fatigosamente por la montaña agarrándose a las matas. El príncipe Bagration no daba nuevas órdenes y, silenciosamente, seguía avanzando al frente de sus hombres. Inesperadamente, en el campo francés sonó un tiro, seguido de otro y un tercero…; las desordenadas líneas del enemigo se cubrieron de humo y comenzaron las descargas de fusilería; cayeron algunos hombres, y entre ellos el oficial del rostro redondo que tan alegre y marcialmente desfilara. En el mismo momento en que sonó el primer disparo, Bagration se volvió a las tropas y gritó: “¡Hurra!”.

Un “¡hurra!” prolongado le respondió por todas las filas. Y dejando atrás al príncipe Bagration y adelantándose unos a otros, rota la formación, pero llenos de ánimo y de júbilo, los soldados rusos se lanzaron rápidos sobre los franceses, cuyas filas habían quedado descompuestas.

Guerra y paz
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