IV
El 14 de junio, a las dos de la mañana, el Zar hizo llamar a Bálashov y, después de leerle su carta, le ordenó que la entregara personalmente a Napoleón. Alejandro le repitió que no se reconciliaría mientras quedase un enemigo armado en territorio ruso y le ordenó que se lo dijese fielmente a Napoleón. Esas palabras no figuraban en la carta, porque su tacto innato le advertía que no eran oportunas cuando se hacía la última tentativa de reconciliación, pero reiteró a Bálashov la orden de hacerlas conocer al Emperador francés.
Bálashov, acompañado por un cometa y dos cosacos, salió en la noche del 13 al 14 y al amanecer llegó a la aldea de Rikonti, ocupada por las vanguardias francesas, en la orilla del Niemen. Los centinelas de la caballería francesa le dieron el alto.
Un suboficial de húsares, de uniforme azul y gorro de piel, gritó a Bálashov que se detuviera. Éste no le hizo caso, y siguió al paso por el camino.
El suboficial frunció el ceño, masculló una injuria y echó su caballo sobre Bálashov con el sable desenvainado, y en forma grosera preguntó al general ruso si era sordo y si no oía lo que se le decía. Bálashov se dio a conocer y el suboficial mandó a un soldado en busca del oficial.
Sin atender más a Bálashov, el suboficial se puso a charlar con sus compañeros de asuntos del regimiento, sin mirar siquiera al general ruso.
A Bálashov le parecía extraño ver en tierra rusa una actitud hostil y, sobre todo, aquella absoluta falta de respeto hacia él, tan habituado a las altas esferas y a los honores, sobre todo después de su conversación con el Zar hacía tres horas escasas.
El sol asomaba entre las nubes, el aire era fresco y húmedo por el rocío; los rebaños salían de la aldea y las alondras, semejantes a burbujas en el agua, revoloteaban por los campos una tras otra y entonaban su canto.
Bálashov miraba en derredor esperando que el oficial llegase de la aldea. Los cosacos, el corneta y los soldados franceses intercambiaban, de vez en cuando, miradas en silencio.
Un coronel francés de húsares, que evidentemente acababa de saltar de la cama, salió de la aldea en un hermoso caballo gris acompañado por dos húsares. Tanto el oficial como los soldados y los caballos ofrecían un aspecto de bienestar y gallardía.
Eran los primeros días de campaña, cuando las tropas se conservan aún en perfecto estado, casi como en una revista en tiempos de paz, diferenciándose sólo por ciertos detalles bélicos en el uniforme y una moral alegre y jactanciosa que acompaña siempre a los primeros tiempos de una guerra.
El coronel francés contenía a duras penas los bostezos, pero era un hombre cortés y pareció comprender toda la importancia de Bálashov. Lo hizo pasar entre sus patrullas y le informó de que no tardaría en cumplirse su deseo de ver al Emperador, pues creía que su Cuartel General no estaba lejos.
Atravesaron la aldea de Rikonti, ante los centinelas y húsares franceses que saludaban a su coronel y miraban curiosos el uniforme ruso. A dos kilómetros, según el coronel, estaba el jefe de la división, que recibiría a Bálashov y lo conduciría al lugar debido.
El sol se había levantado y brillaba alegremente sobre los verdes campos. Acababan de subir una cuesta y de pasar una venta cuando apareció un grupo de jinetes a cuyo frente cabalgaba, en potro negro de relucientes arreos, un hombre de gran estatura, largos cabellos rizados que le caían hasta los hombros, sombrero con plumas, capa roja y largas piernas tendidas hacia delante, como es costumbre montar entre los franceses. Aquel hombre galopaba al encuentro de Bálashov; las plumas, la pedrería, los galones y entorchados de su uniforme brillaban al claro sol de junio.
Bálashov estaba ya a dos cuerpos de caballo del jinete que venía hacia él con aire solemne y teatral cuando Ulner, el coronel francés, murmuró respetuosamente: “Le roi de Naples”.[342]
En efecto, era Murat, ahora rey de Nápoles; aunque era del todo incomprensible por qué, así lo llamaban; sin embargo, él mismo estaba convencido de serlo; por eso adoptaba ahora un aire solemne y majestuoso que antes no tenía. Tan persuadido estaba de ser rey que la víspera de su partida de Nápoles, mientras paseaba con su esposa por las calles de aquella ciudad, al ver que algunos italianos gritaban “Viva il re!”,[343] se volvió con una triste sonrisa a su mujer y dijo: “Les malheureux, ils ne savent pas que je les quitte demain!”.[344]
A pesar de su convicción de ser rey de Nápoles y de lamentar la tristeza de los súbditos a quienes abandonaba, cuando le ordenaron reincorporarse al servicio y, sobre todo, después de su entrevista con Napoleón en Dantzig, cuando su augusto cuñado le dijo: “Je vous ai fait roi pour régner a ma manière, mais pas a la vôtre”[345], volvió alegremente a la carrera que le era tan familiar y, como un caballo bien alimentado pero no gordo, sintiéndose firmemente uncido y vestido de la manera más llamativa y costosa, se lanzó alegre y satisfecho por los caminos de Polonia, sin saber a dónde ni a qué iba.
Al ver al general ruso, con un movimiento solemne, propio de reyes, echó hacia atrás su cabeza, enmarcada por largos cabellos rizados, y miró interrogante al coronel francés. Éste comunicó respetuosamente a Su Majestad los títulos de Bálashov, cuyo nombre le fue imposible pronunciar.
—De Bal-machève— exclamó el Rey, solucionando decididamente la dificultad del coronel. —Charmé de faire votre connaissance, général[346]— añadió con un gesto de gracia real.
Pero en cuanto se puso a hablar en voz alta y con rapidez, toda su dignidad real lo abandonó como de improviso, y, sin notarlo, pasó al tono que le era propio, de bonachona familiaridad. Puso la mano en las crines del caballo de Bálashov.
—Eh bien, général, tout est à la guerre, à ce qu’il paraît[347]— dijo, como lamentando una circunstancia que no podía juzgar.
—Sire, l’Empereur mon maître ne désire point la guerre, comme Votre Majesté le voit[348]— respondió Bálashov, declinando el Majesté en todos los casos con la afectación inevitable de cuando se pronuncia un título nuevo aun para quien lo lleva.
El rostro de Murat resplandeció de infantil placer escuchando a monsieur de Balachoff. Pero, como royauté oblige,[349] sentía la necesidad de hablar con el embajador de Alejandro sobre cuestiones de Estado, como rey y aliado. Echó pie a tierra y, tomando a Bálashov por el brazo, se apartó unos pasos del séquito, que aguardaba con respeto. Paseando, Murat hablaba tratando de dar importancia a sus palabras. Recordó que el emperador Napoleón se había ofendido cuando se le exigió que se retirasen las tropas de Prusia, sobre todo porque esa exigencia se había hecho pública, cosa que hería la dignidad de Francia. Bálashov repuso que aquella exigencia no tenía nada ofensivo, porque…
Murat lo interrumpió:
—Entonces, ¿cree que no es el emperador Alejandro el que ha provocado esto?— preguntó de pronto con una sonrisa bonachona y estúpida.
Bálashov explicó por qué creía que el iniciador de la guerra era Napoleón.
—Eh! mon cher général— lo interrumpió Murat, je désire de tout mon coeur que les Empereurs s’arrangent entre eux et que la guerre commencée malgré moi se termine le plus tôt possible[350]— dijo Murat con ese tono propio de los criados que quieren seguir siendo amigos a pesar de las disputas de sus amos.
Y comenzó a preguntar por el gran duque y su salud, recordando los tiempos alegres y felices que había pasado con él en Nápoles. Después, de modo inesperado, como acordándose de nuevo de su dignidad real, Murat se irguió con solemnidad, tomó la postura que había ostentado durante su coronación y, agitando la mano derecha, dijo:
—Je ne vous retiens plus, général; je souhaite le succès de votre mission.[351]
Y dejando flotar en el aire su bordada capa roja y sus plumas y luciendo sus joyas, se unió al séquito que lo esperaba respetuosamente.
Bálashov siguió adelante, persuadido, según las palabras de Murat, de que lo conducirían en seguida ante Napoleón. Pero no ocurrió así: los centinelas del cuerpo de infantería de Davout lo detuvieron de nuevo a la entrada de la próxima aldea y un ayudante del jefe del cuerpo, llamado al efecto, lo condujo a la aldea donde estaba el mariscal Davout.