XV

Pasadas las tres de la tarde, el príncipe Andréi, que había insistido en su petición, llegaba a Grunt y se presentaba a Bagration. El ayudante de campo de Napoleón aún no había llegado al destacamento de Murat y la batalla estaba por comenzar. En el campamento de Bagration no se sabía nada de lo que ocurría; se hablaba de paz, pero sin creer en su posibilidad. Se hablaba de la batalla, en cuya inminencia tampoco se creía.

Bagration, que conocía a Bolkonski como el ayudante de campo favorito y hombre de confianza del general en jefe, lo recibió con especial distinción y benevolencia. Le explicó que probablemente la batalla iba a librarse aquel mismo día o al siguiente y lo dejó en libertad para quedarse junto a él durante la acción, o en la retaguardia, para vigilar el orden durante la retirada, “lo que también era muy importante”.

—De todos modos, creo que no será hoy— dijo Bagration, como para tranquilizar a Bolkonski.

“Si es uno de esos mequetrefes del Estado Mayor enviado para recibir una condecoración, la ganará igualmente en la retaguardia; y si se quiere quedar conmigo, que se quede… Si es un oficial valiente, me será útil”, pensaba Bagration. El príncipe Andréi no replicó nada y pidió permiso para recorrer la línea y examinar la disposición de las tropas para, en caso de ataque, saber adónde era necesario acudir. El oficial de servicio, hombre apuesto, vestido con elegancia, que llevaba una sortija adornada con un diamante en el índice y hablaba mal —pero de buena gana— el francés, se ofreció para acompañar al príncipe Andréi.

Por todas partes se veían oficiales con la ropa calada y rostros sombríos, como buscando algo, y soldados que traían de la aldea puertas, bancos y vallas.

—Ya lo ve, príncipe; no podemos desembarazarnos de esta gente— dijo el oficial, señalando a los soldados. —Los jefes son demasiado débiles. Mire— y le mostraba la tienda de un cantinero, —ahí se juntan y pasan el tiempo. Esta mañana los eché a todos y ya ve, de nuevo está lleno. Debemos acercarnos, príncipe, y darles un grito; sólo es un momento.

—Entremos; comeré un poco de pan y queso— dijo el príncipe Andréi, que aún no había probado bocado.

—¿Por qué no me lo ha dicho, príncipe? Habría compartido con usted el pan y la sal.

Descabalgaron y entraron en la tienda del cantinero. Algunos oficiales, sentados ante las mesas, con los rostros encendidos y fatigados, comían y bebían.

—¿Qué significa esto, señores?— dijo el oficial de Estado Mayor con el tono reprobatorio de quien ya ha repetido la misma cosa demasiadas veces. —No pueden abandonar sus puestos. El príncipe ha ordenado que no haya aquí nadie. Y usted, señor capitán…— se dirigió a un capitán segundo de artillería, pequeño, sucio y flaco, que, descalzo, con los calcetines puestos (había entregado sus botas al cantinero para que se las secara), se puso en pie, sonriendo con poca naturalidad. —¿No le da vergüenza, capitán Tushin?— prosiguió el oficial de Estado Mayor. —Creo que usted, como artillero, debería dar ejemplo… y usted sin botas. ¡Bien lo pasaría descalzo si tocasen alarma!— el aludido sonrió. —Vayan a sus puestos, señores… todos, todos— añadió con tono autoritario.

El príncipe Andréi sonrió involuntariamente, mirando al capitán segundo Tushin, quien, sin decir palabra, pero también sonriendo, sosteniéndose alternativamente sobre uno y otro pie descalzo, miraba con sus ojos grandes, inteligentes y bondadosos ya al príncipe, ya al oficial de Estado Mayor.

—Los soldados aseguran que es más cómodo ir descalzo— dijo, sonriendo tímidamente, como deseando disimular su propio embarazo con una broma.

Pero todavía no había concluido cuando ya se dio cuenta de que su broma no caía bien y que nada tenía de graciosa. Entonces se aturdió del todo.

—Tenga la bondad de retirarse— dijo el oficial de Estado Mayor, tratando de conservar su seriedad.

El príncipe Andréi miró una vez más al pequeño artillero. Había en él algo especial, muy poco militar y un tanto cómico, pero sumamente atractivo.

El oficial de Estado Mayor y el príncipe Andréi volvieron a montar y se alejaron.

A la salida de la aldea, después de cruzarse con soldados y oficiales de diversas armas, vieron a la izquierda las fortificaciones que se estaban abriendo en un terreno de arcilla rojiza: los soldados de algunos batallones, en mangas de camisa, a pesar del viento frío, trajinaban como blancas hormigas; por detrás del terraplén, manos invisibles arrojaban sin descanso paletadas de tierra rojiza. Se acercaron a la fortificación, la inspeccionaron y siguieron adelante. Detrás de ella dieron con algunas docenas de soldados que se turnaban sin descanso y bajaban corriendo. Hubieron de taparse la nariz y poner al trote los caballos para escapar lo antes posible de aquella atmósfera pestilente.

—Voilà l’agrément des camps, monsieur le prince— dijo el oficial de servicio.[184]

Salieron a la montaña opuesta, desde la cual ya se veía a los franceses. El príncipe Andréi se detuvo a observar.

—Aquí tenemos una batería nuestra— dijo el oficial de Estado Mayor, indicando el punto más alto; —la manda aquel tipo estrafalario que estaba descalzo. Desde allí se ve todo bien; vamos, príncipe.

—Se lo agradezco mucho, pero ahora puedo seguir solo— dijo el príncipe Andréi, que deseaba desembarazarse del oficial. —No se moleste más, por favor.

Se alejó el oficial y el príncipe Andréi quedó solo.

Conforme se acercaba al enemigo, más ordenado y alegre era el aspecto de las tropas. Por la mañana había pasado por delante de Znaim, a diez kilómetros de los franceses, y lo había encontrado desordenado, abatido. También en Grunt podía observarse cierta inquietud y temor. Pero ahora, cuanto más cerca estaban los franceses, más seguras parecían las tropas rusas. Los soldados, con sus capotes, estaban formados en filas, y el sargento y el capitán contaban a sus hombres colocando el dedo en el pecho del último de cada sección y ordenándole que levantara el brazo. Otros soldados, desparramados por todo el espacio, llevaban ramas y leños para construir sus barracas; lo hacían entre risas y alegres comentarios; junto a las hogueras, unos vestidos y otros desnudos, reparaban el calzado y los capotes o secaban camisas y peales, agrupándose en torno a las marmitas y a los cocineros. En una compañía la comida estaba lista y los soldados miraban con avidez los humeantes calderos, esperando a que el oficial, sentado sobre un tronco delante de su chabola, probara el rancho que el sargento furriel había llevado en una escudilla de madera.

En otra compañía, más afortunada pues no todas tenían vodka, los soldados rodeaban a un corpulento furriel, picado de viruelas, quien, inclinando el barrilete, vertía en las tapas de las escudillas que le iban poniendo abajo la ración fijada. Los soldados acercaban con beatitud los labios, vaciaban la tapa y después, enjuagándose la boca, se limpiaban con la manga del capote y se alejaban alegres del furriel. En todos los rostros había la misma tranquilidad, como si todo aquello no se hiciera a la vista del enemigo y antes de una acción en la que medio destacamento, al menos, había de morir, sino en algún lugar de Rusia con la perspectiva de un tranquilo descanso.

Después de recorrer el regimiento de cazadores y las filas de los granaderos de Kiev, entregados todos a las mismas pacíficas faenas, el príncipe Andréi, no lejos del gran barracón del comandante del regimiento, que sobresalía entre los demás, se encontró con una sección de granaderos, ante la que yacía un hombre con el torso desnudo. Dos soldados lo sujetaban y otros dos, en alto las flexibles varas, golpeaban rítmicamente su espalda desnuda. El castigado gritaba de un modo que no parecía natural. Un comandante corpulento iba de un lado a otro y repetía, sin prestar atención a los gritos:

—Es vergonzoso que un soldado robe. El soldado debe ser honesto, noble y valiente, y si roba a sus compañeros, no tiene honor, es un canalla. ¡Más! ¡Más!

Y seguían los golpes de las varas flexibles y los gritos desgarradores. Pero fingidos.

—¡Más! ¡Más!— decía el comandante.

Un joven oficial se apartó con gesto de perplejidad y dolor ante aquella escena y se volvió hacia Bolkonski con una mirada interrogadora.

El príncipe Andréi, llegado a las avanzadas, siguió a lo largo de la línea del frente. Las líneas francesas y rusas se hallaban bastante separadas a derecha e izquierda, pero en el centro, donde por la mañana estuvieron los parlamentarios, ambos frentes se acercaban hasta tal punto que era posible distinguir las caras y hablar entre sí. Además de los soldados que ocupaban sus puestos, a uno y otro lado, había grupos de curiosos que miraban sonrientes a aquel enemigo tan raro y extraño.

Ya desde las primeras horas de la mañana, y a pesar de la prohibición de acercarse a las líneas, los oficiales no podían librarse de esos curiosos. Los soldados de las avanzadas, como quien observa algo original, ya no se fijaban en los franceses sino que miraban a los grupos de curiosos y esperaban aburridos a que llegara la hora del relevo. El príncipe Andréi se detuvo para observar al enemigo.

—Mira, mira— dijo un soldado a otro, señalándole a un fusilero ruso que acompañado de un oficial se acercaba a la línea y hablaba animadamente con un granadero francés. —¡Hay que ver cómo parlotea! Ni el francés puede seguirlo. ¡A ver tú, Sídorov!

—Espera, déjame escuchar. ¡Qué bien lo hace!— declaró Sídorov, que tenía fama de hablar muy bien el francés.

El soldado a quien señalaban era Dólojov. Lo reconoció el príncipe Andréi y prestó atención a lo que decía. Dólojov venía a las avanzadas con su capitán desde el flanco izquierdo, donde estaba su regimiento.

—¡Siga, siga!— lo animaba su jefe, inclinándose y tratando de no perder ni una palabra aunque le era incomprensible. —¡No dejes de hablar, por favor! ¿Qué dice?

Dólojov no contestó al capitán; discutía apasionadamente con el granadero francés. Trataban, naturalmente, de la campaña. El francés confundía a los rusos con los austríacos y afirmaba que los rusos se habían rendido y huían desde Ulm. Dólojov le aseguraba que los rusos nunca se habían rendido y que, por el contrario, batían a los franceses.

—Si nos ordenan que os arrojemos de ahí, lo haremos— decía Dólojov.

—Tened cuidado de que no os copemos con todos vuestros cosacos— replicó el granadero francés.

Los espectadores franceses rieron.

—On vous fera danser[185] como bailasteis con Suvórov— dijo Dólojov.

—Qu’est-ce-qu’il chante?— preguntó un francés.[186]

De l’histoire ancienne— respondió, creyendo que se trataba de guerras pasadas. —L’Empereur va lui faire voir a votre Souvara, comme aux autres…[187]

—Bonaparte…— empezó a decir Dólojov; pero el francés lo interrumpió.

—¡No hay tal Bonaparte! ¡Es el Emperador! Sacré nom… gritó furioso.

—¡El diablo se lleve a vuestro Emperador!

Y Dólojov añadió en ruso groseras injurias propias de un soldado. Después, alzando su fusil, se alejó de allí.

—Vámonos, Iván Lúkich— dijo al capitán.

—Bien se explica en francés— dijeron algunos soldados. —A ver tú, Sídorov.

Sídorov hizo un guiño y volviéndose a los franceses empezó a lanzar rápidamente una sarta de incomprensibles palabras.

—Capí, malá, tafá, safí, muter, cascá…— dijo procurando dar a su voz una entonación expresiva.

—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya, vaya!— rieron los soldados con tan franca hilaridad que la carcajada cruzó la línea y contagió a los mismos franceses, después de lo cual sólo quedaba, al parecer, descargar las armas, volar las cargas y volverse cuanto antes a sus casas.

Pero los fusiles permanecieron cargados, las aspilleras de las casas y de las trincheras siguieron mirando tan amenazadoras como antes y los cañones, retirados del avantrén, estaban dispuestos a disparar unos a otros.

Guerra y paz
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