X

La participación del joven Rostov en el duelo de Dólojov y Bezújov no tuvo trascendencia gracias a los esfuerzos del viejo conde Rostov; en vez de ser degradado, como él esperaba, fue nombrado ayudante del general gobernador de Moscú. Por esa razón no pudo salir al campo con su familia y tuvo que permanecer todo el verano en Moscú, en su nuevo cargo. Dólojov se restableció y Rostov estrechó más aún los lazos de amistad que los unían. Dólojov permaneció, durante su curación, en casa de su madre, que lo amaba tierna y apasionadamente. La anciana María Ivánovna, que había tomado cariño a Rostov porque era amigo de Fedia, le hablaba con frecuencia del hijo.

—Sí, conde, es demasiado puro y noble para este mundo de hoy, tan depravado— decía. —Nadie ama la virtud, a todos les molesta. Dígame, ¿le parece justo y honesto lo que hizo Bezújov? Fedia, con su noble carácter, lo quería como a un amigo, y aún ahora no dice nada malo de él. La broma que gastaron al guardia de San Petersburgo la hicieron juntos, ¿no? Pues ya lo ve: Bezújov no sufrió castigo alguno y Fedia cargó con todo. ¡Cuánto sufrió! Verdad es que lo han rehabilitado, ¿pero cómo no iban a hacerlo? No creo que hubiera muchos allí tan valerosos como él y tan leales hijos de la patria. ¡Y ahora ese duelo! ¿Es que esa gente tiene sentido del honor? ¡Provocarlo, sabiendo que es hijo único, y disparar tan directamente! Por fortuna Dios tuvo piedad de nosotros. ¿Quién no tiene hoy día sus aventurillas? ¿Qué hacer si es tan celoso? Podía haberlo dado a entender, porque la cosa venía de largo. Además, provocó a Fedia pensando que no se batiría porque le debía dinero. ¡Qué bajeza! ¡Qué infamia! Ya sé que usted comprende a Fedia, querido conde. Por eso lo amo con toda mi alma, créame. Hay pocas personas que lo comprendan. ¡Es un alma tan grande, tan elevada!

Muchas veces, durante la convalecencia, el mismo Dólojov decía cosas que Rostov no habría esperado nunca de él.

—Me consideran un malvado, lo sé— decía. —No me importa; sólo deseo conocer a los que aprecio; los quiero tanto que por ellos daría mi vida. A los demás, los aniquilaría a todos si se me cruzaran en el camino. Tengo una madre a la que adoro, como ella no hay otra, y dos o tres amigos; uno de ellos tú. De los demás, sólo me fijo en los que pueden serme útiles o perjudiciales. Y casi todos son nocivos, sobre todo las mujeres. Sí, amigo mío, he conocido hombres de buen corazón, de sentimientos nobles; pero nunca he conocido a una mujer que no se venda, ya sea condesa o criada. No he hallado aún esa pureza celestial, esa devoción que busco en la mujer. Si la encontrara, daría mi vida por ella. En cuanto a las demás…— hizo un gesto de desprecio. —Créeme: si estimo aún la vida es sólo porque espero encontrar a esa criatura divina que me purifique, me regenere y me eleve. Pero tú no lo comprendes.

—Te comprendo bien, muy bien— replicó Rostov, que estaba bajo la influencia de su nuevo amigo.

En otoño, la familia Rostov regresó a Moscú. Denísov, que había vuelto a principios del invierno, se hospedó en su casa. Los primeros meses invernales de 1806, que Rostov pasó en Moscú, fueron los más felices y alegres para él y toda su familia. Nikolái traía a muchos amigos suyos a la casa de sus padres. Vera era una bella muchacha de veinte años; Sonia, a los dieciséis, ofrecía todo el encanto del capullo que se convierte en flor. Natasha, ni mujer ni niña, a veces era traviesa y divertida como una criatura de poca edad y otras, seductora como una joven.

En aquella época, la casa de los Rostov estaba saturada de una atmósfera de amor, como ocurre en los hogares donde hay muchachas muy bonitas y muy jóvenes. Cada joven que entraba en la casa de los Rostov, al contemplar aquellos rostros frescos y abiertos a todas las emociones, que sonreían posiblemente a la propia felicidad, al oír la charla deshilvanada, pero siempre afectuosa, dispuesta y esperanzada, escuchando aquella mezcolanza de sonidos, bien de canto o de música, experimentaba el mismo sentimiento de predisposición para el amor y la dicha que animaba a todas las muchachas de la casa.

Entre los jóvenes a quienes Rostov llevó a su casa, uno de los primeros fue Dólojov, que agradó a toda la familia menos a Natasha. A causa de él estuvo a punto de reñir con su hermano. Natasha insistía en que Dólojov no era bueno y que, en el duelo con Bezújov, Pierre había tenido razón sobrada y Dólojov era culpable, además de antipático y afectado.

—No tengo nada que comprender— gritaba Natasha caprichosa y obstinada: —es malo, no tiene corazón. A Denísov sí que lo quiero, es un juerguista y todo lo que quieras. Ya ves que comprendo. Pero no sé cómo decírtelo: en Dólojov todo es calculado y no me gusta; en cambio Denísov…

—Denísov es otra cosa— replicó Nikolái, dando a entender que, en comparación con Dólojov, Denísov no era nada. —Hay que comprender el alma de Dólojov. ¡Hay que verlo con su madre! ¡Qué corazón tiene!

—De eso no sé nada. Sólo sé que en su presencia me siento violenta. ¿Y sabes que se ha enamorado de Sonia?

—¡Qué tontería!

—Estoy segura. Ya lo verás.

La predicción de Natasha se cumplió. Dólojov, a quien no gustaba la compañía femenina, comenzó a frecuentar la casa de los Rostov, y la pregunta de por quién iba quedó pronto resuelta, aun cuando nadie hablara de ello. Iba por Sonia. Y Sonia lo sabía, aunque no se atreviera a decirlo; siempre que llegaba Dólojov se ponía roja como una amapola.

Dólojov comía frecuentemente con los Rostov; acudía a todos los espectáculos donde ellos iban y asistía a los bailes de adolescentes de Joguel, a los que no faltaban nunca los Rostov. Mostraba una especial atención por Sonia y la miraba de tal manera que no sólo ella era incapaz de sostener esa mirada sin ruborizarse, sino que también la vieja condesa y Natasha enrojecían al verla.

Era evidente que ese hombre fuerte y extraño se hallaba bajo la invencible fascinación de aquella muchacha morena y graciosa, que amaba a otro.

Rostov advertía algo nuevo entre Dólojov y Sonia, pero no llegaba a definir cómo eran esas nuevas relaciones. “Todos allí andan enamorados de alguien”, pensaba de Natasha y Sonia; no se sentía tan a sus anchas, como antes, con Sonia y Dólojov, por lo que rara vez se quedaba en casa.

En el otoño de 1806 se volvió a hablar, con mayor intensidad que el año precedente, de la guerra contra Napoleón. No sólo se había decidido la incorporación de diez reclutas por cada mil campesinos, sino que se llamaba todavía a otros nueve por cada millar de milicianos. En todas partes se maldecía a Bonaparte, y en Moscú no se hablaba más que de la próxima guerra. Para la familia Rostov todo el interés de esos preparativos bélicos se resumía en que Nikolái no quería, en manera alguna, quedarse en Moscú y no esperaba más que el término de la licencia de Denísov para después de las fiestas volverse con él a su regimiento. Pero su próxima partida no sólo no le impedía divertirse, sino que lo animaba más a hacerlo. Se pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, en cenas, veladas y bailes.

Guerra y paz
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