XXI
Pierre se dirigió a la casa de María Dmítrievna para comunicarle que se había hecho lo que ella deseaba: Kuraguin había salido de Moscú. Toda la casa estaba asustada y revuelta. Natasha se hallaba muy enferma, y María Dmítrievna contó en secreto a Pierre que aquella noche, después de saber que Anatole estaba casado, había intentado envenenarse con arsénico, que se había procurado en secreto. Empezó a tomarlo, pero se asustó tanto que despertó a Sonia y le contó lo que acababa de hacer. En seguida se habían tomado las medidas necesarias contra el veneno, y ahora ya estaba fuera de peligro; sin embargo, se hallaba tan débil que no podía pensarse en llevarla a Otrádnoie y fueron en busca de la condesa; Pierre vio al conde, todo compungido, y a Sonia, llorosa, pero a Natasha no la pudo ver.
Aquel día comió en el Club. En todas partes se comentaba el intento de rapto de Natalia Rostov; Pierre desmentía insistentemente el rumor, asegurando que lo único ocurrido era que su cuñado había pedido la mano de Natasha y fue rechazado. Pierre creía deber suyo ocultarlo todo y salvar la reputación de Natasha.
Esperaba con temor el regreso del príncipe Andréi y cada día se acercaba a la casa del viejo Bolkonski en busca de noticias.
El príncipe Nikolái Andréievich se había enterado por mademoiselle Bourienne de todos los rumores que circulaban por la ciudad y había leído la carta dirigida a la princesa María donde Natasha rompía con su novio. Parecía más alegre que de ordinario y esperaba a su hijo con gran impaciencia.
Unos días después de la marcha de Anatole, Pierre recibió una esquela del príncipe Andréi notificándole su llegada y pidiéndole que fuera a su casa.
En cuanto llegó a Moscú, el príncipe Andréi recibió de manos de su padre la carta de Natasha a la princesa María (que mademoiselle Bourienne había sustraído a la princesa y entregó al viejo príncipe) y hubo de escuchar de labios de su padre la noticia del fracasado rapto, corregida y aumentada.
El príncipe Andréi había llegado ya avanzada la tarde del día anterior, y a la mañana siguiente recibió la visita de su amigo. Pierre pensaba encontrarlo en una situación semejante a la de Natasha y le causó asombro cuando, al entrar en la sala, oyó la voz del príncipe Andréi que comentaba animadamente en el despacho cierta intriga de San Petersburgo. El viejo príncipe y otro interlocutor lo interrumpían de vez en cuando. La princesa María salió al encuentro de Pierre. Suspiró, indicando con los ojos el despacho donde se hallaba su hermano, como si deseara expresar así su sentimiento de condolencia por el dolor del príncipe. Pero Pierre vio en aquel rostro la alegría de la princesa por lo ocurrido y por la forma en que su hermano había recibido la noticia de la traición de su prometida.
—Ha dicho que lo esperaba— comentó la princesa. —Sé bien que su orgullo no le permite expresar sus sentimientos, pero lo soporta mejor, mucho mejor de lo que yo imaginaba. Por lo visto, tenía que ser así…
—¿Es posible que todo haya terminado por completo?— preguntó Pierre.
La princesa lo miró con asombro. No comprendía siquiera que pudiera hacerse semejante pregunta. Pierre entró en el despacho. El príncipe Andréi, a quien halló muy cambiado, vestía de paisano. Indudablemente parecía haber mejorado de salud, pero tenía una nueva arruga vertical en la frente, entre las cejas; hablaba con su padre y el príncipe Mescherski y discutía con energía y pasión. Hablaban de Speranski: la noticia de su súbito destierro y supuesta traición acababa de llegar a Moscú.
—Ahora lo juzgan y lo culpan todos aquellos que hace un mes lo ensalzaban y aquellos que no eran capaces de comprender sus fines— decía el príncipe Andréi. —Es muy fácil juzgar al caído en desgracia y achacarle todos los errores ajenos. Pero yo les digo que si algo bueno se ha hecho durante este reinado, a él se lo debemos y a nadie más.
Se detuvo cuando vio a Pierre. En su rostro hubo un ligero estremecimiento y al instante adoptó una expresión adusta.
—La posteridad le hará justicia— terminó, y se volvió a Pierre: —¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Sigues engordando!— sonrió animadamente. Pero la arruga reciente de su frente se hizo más profunda.
Pierre le preguntó por su salud.
—Estoy bien— dijo el príncipe con una sonrisa irónica, y Pierre leyó claramente en la sonrisa de Andréi: “Estoy bien, es cierto, pero a nadie le importa mi salud”. Cambió con Pierre unas palabras sobre el pésimo estado de los caminos desde la frontera polaca, sobre varios conocidos de Pierre, a los que había visto en Suiza, y, por último, sobre el señor Dessalles, al que había traído como preceptor para su hijo Nikolái. Seguidamente volvió a intervenir con ardor en la conversación sobre Speranski, en la cual seguían enfrascados los dos viejos.
—Si fuera verdad lo de la traición— decía con vehemencia y apresuradamente, —se encontrarían pruebas de sus relaciones secretas con Bonaparte y se harían públicas. Personalmente, no me gustaba ni me gusta Speranski, pero me gusta la justicia.
Pierre reconoció en su amigo esa necesidad, que él tan bien conocía, de acalorarse y discutir sobre algo que no le importaba para apartar otras ideas demasiado dolorosas e íntimas.
Cuando marchó el príncipe Mescherski, Andréi tomó a Pierre del brazo y lo llevó a la habitación que le habían destinado. Había en ella una cama sin hacer y varias maletas y baúles abiertos. De uno de ellos sacó una cajita; la abrió y extrajo un paquete envuelto en papel. Todo lo hacía en silencio y rápidamente. Se enderezó y tosió. Su rostro estaba hosco, los labios contraídos.
—Perdóname si te importuno…
Pierre comprendió que deseaba hablarle de Natasha y su rostro expresó compasión y dolor, lo que molestó al príncipe. Continuó hablando, con voz desagradable, decidida y sonora:
—La condesa Rostova me ha rechazado y he oído decir que tu cuñado Kuraguin pretendía su mano o algo similar. ¿Es cierto?
—Sí y no— comenzó a decir Pierre. Pero el príncipe Andréi no lo dejó seguir.
—Aquí tienes sus cartas y su retrato— y tendió a Pierre el paquete que había dejado sobre la mesa.
—Devuélveselo a la condesa… si la ves.
—Está muy enferma— dijo Pierre.
—¿Es que el señor Kuraguin no consideró digna de su mano a la condesa Rostova?— preguntó.
—Se ha marchado hace mucho. Natasha estuvo a punto de morir…
—Siento mucho lo de su enfermedad— y sonrió fríamente, con la misma expresión desagradable y hostil de su padre. —¿Entonces, el señor Kuraguin no se ha dignado aceptar la mano de la condesa Rostova?— resopló varias veces.
—Mal podía casarse, porque ya está casado— contestó Pierre.
El príncipe Andréi rió de un modo desagradable, que de nuevo recordaba a su padre.
—¿Y se puede saber dónde está tu cuñado?
—Se fue a San Petersburgo… aunque la verdad es que no sé dónde está.
—Bueno, es lo mismo. Di a la condesa Rostova que es y sigue siendo completamente libre y que le deseo todo lo mejor.
Pierre recogió el fajo de cartas. El príncipe Andréi lo miró fijamente, como si quisiese recordar algo que debía decirle o, tal vez, esperando que Pierre hablara.
—Escuche, ¿recuerda nuestra conversación en San Petersburgo?— dijo Pierre. —Recuerda…
—Sí— contestó vivamente el príncipe Andréi, —la recuerdo: yo decía que debemos perdonar a la mujer culpable, pero no dije que yo podría perdonar. Yo no puedo.
—Pero, ¿acaso se puede comparar esto con…?
Pero el príncipe Andréi lo interrumpió:
—Sí, claro, pedir de nuevo su mano, mostrarse magnánimo y generoso— gritó bruscamente. —Todo eso es muy noble, pero yo no soy capaz de ir sur les brisées de Monsieur…[335] Si quieres ser mi amigo, no vuelvas a hablarme de esa… de todo ese asunto. Bien, adiós. ¿Le darás las cartas?
Pierre pasó a ver al viejo príncipe y a la princesa María.
El viejo parecía más animado que de ordinario. La princesa seguía siendo la misma de siempre, pero a través de la compasión por su hermano se traslucía su alegría por la ruptura. Viéndolos comprendió Pierre el desprecio y la animosidad que todos sentían hacia los Rostov, comprendió que ante ellos no se podía ni mencionar siquiera el nombre de la que había rechazado al príncipe Andréi y preferido a otro.
Durante la comida se habló de la guerra, que todos consideraban evidente. El príncipe Andréi discutía sin cesar, ya con su padre, ya con Dessalles, el preceptor suizo; parecía más animado que de ordinario, pero Pierre conocía bien la causa moral de aquella animación.