III
Pierre no comunicó a nadie su llegada a San Petersburgo. No salía de casa y dedicaba todo el tiempo a la lectura de Tomás de Kempis, libro que había llegado a sus manos sin que supiera quién se lo había enviado. La lectura de este libro le proporcionaba siempre la misma sensación: el placer nunca saboreado de creer en la posibilidad de alcanzar la perfección, la posibilidad del amor fraterno y activo entre los hombres que Osip Alexéievich le revelara. Una semana después de su llegada, el joven conde polaco Villarski, a quien Pierre conocía de vista por habérselo encontrado en algunas fiestas de sociedad, entró una tarde en su habitación con el mismo aire oficial y solemne que tenían los testigos de Dólojov el día del duelo. Una vez cerrada la puerta y después de haberse cerciorado de que salvo Pierre no había nadie en la estancia, dijo:
—Vengo con una comisión y una propuesta, conde…— y prosiguió, sin sentarse. —Una persona muy importante de nuestra fraternidad ha pedido que sea usted admitido en ella antes del término acostumbrado, y quiere que yo sea su garante. Considero un sagrado deber cumplir la voluntad de esa persona. ¿Desea entrar, con mi garantía, en la asociación de los francmasones?
El tono frío, severo, de aquel hombre al que Pierre había visto casi siempre en los bailes, sonriente y cortés, entre las más distinguidas damas, extrañó a Pierre.
—Sí, lo deseo— dijo.
Villarski inclinó la cabeza.
—Otra pregunta más, conde— dijo, —a la que ruego que conteste con toda sinceridad, no como futuro masón sino como caballero: ¿ha renunciado a sus antiguas convicciones? ¿Cree en Dios?
Pierre meditó un instante.
—Sí… sí, creo en Dios— dijo.
—En tal caso…— comenzó Villarski.
Pero Pierre lo interrumpió:
—¡Sí, creo en Dios!— afirmó.
—En tal caso podemos ir, mi coche está a su disposición— dijo Villarski.
Durante todo el trayecto Villarski guardó silencio. A las preguntas de Pierre sobre lo que debía hacer o contestar explicó solamente que otros hermanos más autorizados que él lo someterían a prueba y él sólo tendría que decir la verdad.
Atravesaron el portalón de la gran casa donde se encontraba la logia, subieron una escalera oscura y entraron en una pequeña antecámara iluminada, donde, sin la ayuda de criados, se quitaron los abrigos. Después pasaron a otra habitación. Junto a la puerta apareció un hombre vestido de extraña manera. Villarski salió a su encuentro, cuchicheó algo en francés y se acercó a un pequeño armario, donde Pierre vio vestiduras que jamás había visto. Villarski sacó del armario un pañuelo y vendó los ojos de Pierre; al atárselo en la nuca, se enredó en el nudo un mechón de cabellos. Después atrajo a Pierre hacia sí, lo besó y, tomándolo de la mano, lo condujo a otro lugar. Los tirones del mechón de pelo enredado en el nudo le dolían, haciéndole arrugar la frente y sonreír avergonzado. Aquel enorme cuerpo, con los brazos colgando, el rostro contraído y sonriente, seguía con paso incierto y tímido a Villarski.
A los diez pasos Villarski se detuvo.
—Si está firmemente decidido a entrar en nuestra hermandad, debe soportar con valor cualquier cosa que le ocurra.
Pierre contestó con una señal afirmativa de la cabeza.
—Cuando oiga que llaman a la puerta, quítese la venda— añadió Villarski; —le deseo valor y éxito.
Y estrechando la mano de Pierre, Villarski salió.
Una vez solo en aquel lugar desconocido, Pierre siguió sonriendo. Dos veces se encogió de hombros, se llevó la mano al pañuelo como para quitárselo, pero no lo hizo. Los cinco minutos que llevaba con los ojos vendados le parecieron una hora interminable. Le pesaban los brazos, las piernas le temblaban y se sentía cansado. Experimentaba las más complejas y diversas sensaciones. Temía lo que iba a suceder y temía más aún dar muestras de su miedo. Sentía curiosidad por lo que iba a pasar o por lo que pensaban revelarle. Pero sobre todo estaba contento de haber llegado al instante en que iba a entrar, por fin, en el camino de la renovación, de la vida activa y virtuosa en que soñaba desde que conociera a Osip Alexéievich. Se oyeron fuertes golpes en la puerta. Pierre se quitó la venda y miró en derredor. Una profunda oscuridad reinaba en la habitación; sólo en un ángulo lucía una pequeña lámpara de aceite que iluminaba algo blanco. Pierre se acercó y vio que la lámpara estaba puesta sobre una mesa negra, junto a un libro abierto. Eran los Evangelios. Y aquello blanco, una calavera humana con sus órbitas y dientes. Pierre leyó las primeras palabras del Evangelio: “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios…”; dio la vuelta a la mesa y encontró una gran caja abierta: era un féretro y estaba lleno de huesos. Pierre no se asombró para nada de cuanto veía. Esperando entrar en una vida totalmente nueva, del todo diversa de la anterior, aguardaba las cosas más extraordinarias. El cráneo, el féretro, el Evangelio: todo lo esperaba y le parecía que debía esperar aún otras cosas. Miraba en derredor, esforzándose por excitar en sí un sentimiento de fervor: “Dios, la muerte, el amor, la fraternidad de los hombres”, pensaba relacionando con estas palabras la representación confusa pero luminosa de algo. Se abrió la puerta y alguien entró en la estancia oscura.
A la débil claridad de la lámpara, a la que Pierre ya se había acostumbrado, vio a un hombre de mediana estatura, que se detuvo en la penumbra; después, con pasos mesurados, se acercó a la mesa y apoyó en ella sus pequeñas manos enfundadas en guantes de piel.
Llevaba un mandil de cuero blanco que le cubría el pecho y parte de las piernas. En derredor del cuello tenía algo semejante a un collar, por debajo del cual emergía una chorrera alta y blanca que enmarcaba su alargado rostro, iluminado desde abajo.
—¿Por qué ha venido aquí?— preguntó el desconocido, volviéndose hacia donde suponía que estaba Pierre. —Si no cree en la verdad de la luz y no ve la luz, ¿por qué ha venido aquí? ¿Qué quiere de nosotros? ¿La sabiduría, la virtud, el conocimiento?
Desde que se abrió la puerta para dar paso a aquel hombre, Pierre experimentaba un sentimiento de temor y veneración, semejante a lo que sentía al confesarse siendo niño. Se sentía a solas con un hombre completamente ajeno a él por las condiciones de su vida y próximo, sin embargo, por la fraternidad con los demás hombres. El corazón de Pierre latía atropelladamente, a punto de no dejarlo respirar, cuando se acercó el rector (en el lenguaje masónico llamaban “rector” al hermano encargado de iniciar al postulante). Cuando se aproximó más reconoció en él a uno de sus conocidos, Smoliáninov, y eso le molestó. Aquel hombre no debía ser para él más que un hermano, un preceptor virtuoso. Durante unos instantes Pierre no pudo pronunciar palabra alguna, de tal manera que el “rector” hubo de repetir su pregunta.
—Sí… sí… yo… quiero renovarme— contestó Pierre con esfuerzo.
—Bien— dijo Smoliáninov, y siguió adelante: —¿Tiene idea de los medios con que nuestra orden lo ayudará a conseguir ese fin?— respondió rápida y tranquilamente.
—Yo… yo espero… la guía… el auxilio de la renovación…
A Pierre le temblaba la voz; tenía que esforzarse a cada palabra a causa de la emoción y la falta de costumbre de expresarse en ruso sobre temas abstractos.
—¿Qué idea tiene de la francmasonería?
—Creo que es la hermandad e igualdad de los hombres con fines altruistas— dijo Pierre; y conforme pronunciaba esas palabras, se avergonzaba por lo que había en ellas de contraste con la solemnidad del momento. —Creo que…
—Bien— interrumpió el “rector”, que parecía satisfecho con aquella respuesta. —¿Ha buscado en la religión el medio para lograr lo que pretende?
—No. La creía injusta, no la seguí nunca— contestó Pierre, en voz tan baja que el “rector” tuvo que pedirle que repitiera sus palabras. —Era ateo.
—Usted busca la verdad para seguir sus leyes en la vida. Es decir, busca la virtud y la sabiduría, ¿verdad?— preguntó el “rector” después de una corta pausa.
—Sí, sí— confirmó Pierre.
El “rector” tosió; cruzó sus manos enguantadas sobre el pecho y comenzó a hablar.
—Ahora debo descubrirle el objetivo principal de nuestra orden; si ese objetivo coincide con el suyo, entrará en nuestra hermandad con provecho. Nuestro fin esencial, que al mismo tiempo es la base en que se asienta nuestra organización y que ninguna fuerza humana puede destruir, es la conservación y transmisión a la posteridad de cierto misterio importantísimo… que poseemos desde tiempos remotos, ya desde el primer hombre. De ese misterio depende acaso la suerte del género humano. Pero es de tal naturaleza que nadie puede conocerlo ni utilizarlo si no está preparado mediante una larga y constante purificación: a eso se debe que sean muy pocos los que puedan alcanzarlo en breve tiempo. Por ello, tenemos un segundo objetivo, que consiste en preparar a nuestros miembros, en la medida de lo posible, a mejorar sus corazones, a purificar y esclarecer su mente con los medios transmitidos por los hombres que se han esforzado en la búsqueda de tal misterio, gracias a lo cual demostraron ser aptos para su percepción. Depurando y corrigiendo a nuestros hermanos intentamos, y éste es el tercer objetivo, corregir a todo el género humano, dándole ejemplo de piedad y virtud; así intentamos combatir también, con todas nuestras fuerzas, el mal que reina en el universo. Reflexione sobre esto y volveré a verlo.
Y dicho esto, salió de la estancia.
—Combatir el mal que reina en el universo…— repitió Pierre; y se imaginó toda su futura actividad en esa esfera.
Se imaginó entre hombres iguales a como él era hasta hacía poco y mentalmente les dirigió un aleccionador y edificante discurso. Eran hombres viciosos y desventurados, a quienes ayudaba de palabra y obra, víctimas que salvaba de sus opresores. De los tres objetivos expuestos por el rector, el último —la mejora del género humano— le era el más afín. Aquel misterio importante del que le habían hablado, aunque excitaba su curiosidad, no le parecía tan esencial; y el segundo objetivo, la purificación propia, la mejora de sí mismo, lo preocupaba poco, porque en aquel instante se sentía ya corregido por entero de sus antiguos vicios y sólo dispuesto al bien.
Media hora después volvió el rector para enseñar al peticionario las virtudes correspondientes a los siete peldaños del templo de Salomón, que cada masón debía cultivar en sí mismo. Tales virtudes eran: primera, la discreción, moderación y observancia de los secretos de la orden; segunda, obediencia a los altos cargos de la orden; tercera, conducta moral; cuarta, amor a la humanidad; quinta, valor; sexta, generosidad; séptima, amor a la muerte.
—Medite frecuentemente sobre la muerte— dijo el rector —y trate de no ver en ella a un enemigo terrible, sino a un amigo… que libra de esta vida calamitosa al alma que ha sufrido en su esfuerzo por alcanzar la virtud y la lleva a un lugar de recompensa y descanso.
“Sí, tiene que ser así”, pensó Pierre cuando, dichas aquellas palabras, el rector volvió a dejarlo solo con sus reflexiones. “Debe ser así, pero me veo todavía tan débil que amo esta vida cuyo sentido comienza ahora a revelarse.” Las otras virtudes estaban ya en su alma; Pierre las recordó contando con los dedos, valor, generosidad, conducta moral, amor a la humanidad y, sobre todo, la obediencia, que para él, ahora, era más felicidad que virtud. (¡Se sentía tan dichoso por librarse de la propia voluntad y poder someterla a quienes conocían la verdad absoluta!) Pero había olvidado la séptima virtud y no podía recordarla.
El rector volvió al poco rato por tercera vez. Preguntó a Pierre si seguía firme en su intención y decidido a someterse a cuanto se exigiera de él.
—Estoy dispuesto a todo— contestó Pierre.
—Debo decirle todavía que nuestra orden enseña su doctrina no con palabras solamente, sino también con otros medios que, acaso, actúan con más energía que las simples expresiones verbales sobre los auténticos buscadores de la sabiduría y de la virtud. Este templo, con la decoración que puede ver, debe decirle mucho más que las palabras, si su corazón es sincero. Tal vez, en el proceso de su admisión, conozca semejante modo de enseñanza. Nuestra orden imita a las sociedades antiguas, que expresaban sus doctrinas mediante jeroglíficos. El jeroglífico— siguió el rector —es la representación de un objeto no percibido por los sentidos que contiene en sí las propiedades de lo simbolizado.
Pierre sabía muy bien lo que eran los jeroglíficos, pero no se atrevía a decirlo. Escuchaba en silencio al rector, sintiendo, a juzgar por todo, que las pruebas comenzarían de un momento a otro.
—Si está decidido, debe comenzar la iniciación— dijo el rector acercándose a Pierre. —En señal de generosidad, le ruego que me entregue todos los objetos de valor que tenga.
—No traigo nada conmigo— dijo Pierre, suponiendo que le pedían la entrega de cuanto tenía.
—Lo que lleve consigo: el reloj, el dinero, los anillos…
Rápidamente, Pierre sacó el monedero y el reloj; necesitó mucho tiempo para sacarse la alianza del grueso dedo. Hecho esto, añadió el masón:
—En señal de obediencia, le ruego que se desvista.
Pierre se quitó el frac y el chaleco; y, por indicación del rector, el zapato izquierdo. El masón le abrió la camisa sobre la parte izquierda del pecho e, inclinándose, le arremangó la pernera izquierda del pantalón por encima de la rodilla. Pierre, apresurándose, intentó descalzarse del todo y levantarse la otra pernera para evitar semejante trabajo al rector, pero él le dijo que no era necesario y le dio una zapatilla para el pie izquierdo. Pierre, avergonzado, como un niño, con una sonrisa de duda y burla de sí mismo que, contra su voluntad, reflejaba su rostro, permanecía de pie, los brazos caídos y separadas las piernas, ante el hermano rector en espera de nuevas órdenes.
—Por último, en señal de sinceridad, le ruego que me revele su principal debilidad— dijo el rector.
—¿Mi debilidad? ¡Tenía tantas!— dijo Pierre.
—La debilidad que lo hacía vacilar más que otra cualquiera en la vía de la virtud— prosiguió el masón.
Pierre calló. Trataba de recordar.
“¿El vino, la gula, el ocio, la pereza, la ira, la cólera, las mujeres?”, pensó; pero no sabía por cuál decidirse.
—Las mujeres— dijo por fin con voz casi imperceptible.
El masón permaneció inmóvil y silencioso largo rato después de esa respuesta. Por fin se acercó a Pierre, tomó el pañuelo que había sobre la mesa y le vendó los ojos de nuevo.
—Por última vez le digo: concentre toda la atención en usted mismo; encadene todos sus sentimientos y busque la felicidad no en las pasiones, sino en su corazón. La fuente de la felicidad no está fuera, sino dentro de nosotros…
Pierre ya sentía brotar en sí esa refrescante fuente de felicidad que ahora llenaba su espíritu de júbilo y fervor.