V

Entretanto, Nikolái Rostov seguía en su puesto esperando al lobo. Comprendía lo que estaba sucediendo en el bosque por el ladrido de los perros y las voces de los ojeadores, que indicaban la cercanía o lejanía del animal. Sabía que en el coto había lobos jóvenes y viejos, que los perros estaban divididos en dos jaurías y perseguían a la bestia por algún sitio y que había ocurrido algo desagradable. A cada momento esperaba la aparición del lobo. Hacía mil suposiciones sobre la dirección que traería y sobre el modo de atacarlo. La esperanza sucedía a la desesperación. Pidió a Dios varias veces que el lobo se pusiera a su alcance; lo imploró con una mezcla de fervor y vergüenza, como hacen las personas que rezan en un instante de gran emoción pero por un motivo ínfimo. “¿Qué te costaría concederme este favor? —decía a Dios—. Hazlo por mí. Sé que eres grande y que cometo un pecado al pedírtelo; pero, Dios mío, haz que un lobo viejo venga hacia aquí y que, ante los ojos de mi tío que nos está mirando desde allá, Karai le salte al cuello y lo mate.” Mil veces, en esa media hora, recorrieron los ojos de Rostov, obstinados, tenaces e inquietos, la linde del bosque, con sus dos solitarios robles que extendían las ramas sobre un macizo de pobos, el barranco, con sus orillas erosionadas por el agua, el gorro del tío, que sobresalía apenas entre los arbustos de la derecha.

“No, no tendré esa suerte —pensaba—. ¡Y sería tan fácil! No, no ocurrirá. Ni en el juego ni en la guerra he tenido nunca suerte.” Austerlitz y Dólojov, uno tras otro, cruzaron vivamente por su mente. “No pido más: poder matar, una vez en la vida, a un lobo viejo”; y aguzaba el oído y la vista, tratando de percibir hasta el más pequeño rumor. Miró una vez más a la derecha y vio, en el campo desierto, algo que corría hacia él. “No, no es posible”, pensó Rostov suspirando profundamente, como el hombre que ve cumplirse lo que tanto tiempo deseara. La ventura más grande se presentaba así, simplemente, sin ruido, sin trompetería, sin señal alguna especial. Rostov no creía lo que estaba viendo; su vacilación duró un segundo. El lobo seguía corriendo y saltó pesadamente una zanja que se interponía en su camino. Era un animal viejo, de lomo gris, vientre repleto y rojizo. Corría sin prisa, como convencido de que nadie lo veía. Rostov, conteniendo la respiración, miró a los perros. Unos estaban echados en el suelo; otros permanecían de pie; pero ninguno había visto al lobo ni sospechaba nada. El viejo Karai, con la cabeza vuelta hacia sus patas traseras, buscaba con rabia una pulga castañeando los dientes amarillentos.

—¡Hululu, hululu!— dijo en voz baja Rostov entreabriendo los labios. Los perros se pusieron en pie tirando de sus traíllas y las orejas tiesas. Karai dejó de rascarse la pata, se levantó también con las orejas tiesas y movió la peluda cola con mechones de pelo.

“¿Los suelto o no los suelto?”, se preguntó Nikolái, mientras el lobo, ya fuera del bosque, avanzaba hacia él. De pronto la expresión de la bestia cambió del todo; dio un salto, como si por primera vez en su vida viera unos ojos humanos fijos en él, y, volviendo ligeramente la cabeza hacia el cazador, se detuvo. “¿Atrás o adelante? ¡Bah! ¡Es lo mismo! ¡Adelante!”…, pareció decirse, y, sin mirar, siguió avanzando a saltos tranquilos, seguros y decididos.

—¡Hululu, hululu!— se desgañitó Nikolái; y su caballo por sí mismo se lanzó cuesta abajo y saltó unos charcos, tratando de cortar el camino al lobo.

Los perros eran más veloces y se le adelantaron. Nikolái no oyó su propio grito, ni sintió el galope, ni vio a los perros ni el lugar por donde iba. No veía más que al lobo que, acelerando su carrera, saltaba sobre la cañada, sin variar de dirección. La negra Milka, perra de fuertes flancos, apareció la primera al lado de la bestia; comenzó a acosarla. Más cerca, más cerca… Casi tocaba al lobo con su cabeza; pero la fiera apenas si la miró de reojo, y la perra, en vez de acelerar su carrera, como hacía siempre, levantó la cola y frenó apoyándose en las patas delanteras.

—¡Hululu, hululu!— gritaba Nikolái.

El rojo Liubim pasó delante de Milka de un salto, se arrojó rápido sobre el lobo y le clavó los dientes en los muslos; pero inmediatamente, asustado, se echó a un lado. El lobo se detuvo, rechinó los dientes, se levantó de nuevo, volvió a saltar y corrió adelante, seguido a un metro de distancia por todos los perros, que no se acercaban a él.

“¡Va a escaparse! ¡No, eso es imposible!”, pensó Nikolái; y siguió gritando con voz ronca:

—¡Karai! ¡Hululu!— y buscó con los ojos a Karai, su última esperanza.

Con todas sus viejas fuerzas, extendido al máximo su cuerpo y sin perder de vista al lobo, corría Karai pesadamente con el fin de cortarle el paso. Pero teniendo en cuenta la velocidad del lobo y la de Karai era evidente que su cálculo fallaba. Nikolái advirtió que el lobo estaba ya cerca del bosque, donde desaparecería seguramente. Por delante de él aparecieron otros perros y un cazador, que iban casi a su encuentro. Había aún esperanza. Un perro largo, negro y joven, de una jauría que Nikolái desconocía, se lanzó rapidísimo sobre el lobo y estuvo a punto de derribarlo. La bestia, más rápidamente de lo que podía esperarse, se repuso y se echó sobre el perro, castañeó los dientes y el perro, sangrando y con el flanco destrozado, lanzó un penetrante aullido y cayó al suelo de cabeza.

—¡Karai! ¡Querido!— gimió Nikolái.

El viejo Karai se hallaba ya a cinco pasos del lobo, cortando, gracias a aquella detención, el paso a la fiera.

El lobo, sintiendo el peligro, miró a Karai de reojo, escondió aún más el rabo y aceleró su carrera. Nikolái, que sólo seguía los movimientos del perro, vio que éste se lanzaba sobre el lobo y que ambos caían revueltos en una charca que había delante de ellos.

El momento en que Nikolái vio en la charca a los perros junto al lobo y el pelo gris de una pata de la fiera, que se revolvía jadeante, y a Karai apresando su cuello, fue el más feliz de su vida. Se agarraba ya al arzón para echar pie a tierra y rematar al lobo cuando de entre la masa de perros sobresalió la cabeza del furioso animal; después, sus patas delanteras se apoyaron en el borde de la charca. El lobo rechinó desesperado los dientes (Karai ya no lo sujetaba del cuello); sacó las patas traseras y, con el rabo entre las piernas, se apartó nuevamente de los perros y siguió adelante. Karai, con la piel erizada, tal vez herido o maltratado, salió con trabajo de la charca.

—¡Dios mío! ¿Por qué?…— gritó desesperado Nikolái.

Desde la otra parte, un montero de los que acompañaban al tío galopaba para cortar la retirada al lobo; sus perros lo detuvieron de nuevo y volvieron a cercarlo.

Nikolái, su ojeador, el tío y el montero del tío daban vueltas en torno al lobo, azuzando a los perros, gritando y dispuestos a descabalgar cada vez que el lobo se paraba, y lanzándose adelante cuando conseguía dar unos pasos hacia el bosque que debía salvarlo.

Danilo, al comienzo de la cacería, al oír los gritos de los cazadores, había aparecido en la linde del bosque. Vio que Karai hacía presa en el lobo y creyó que todo había concluido. Detuvo su caballo; pero, al ver que los cazadores no desmontaban y que el lobo conseguía salir de nuevo, Danilo se lanzó de través, siguiendo la línea del bosque, para impedirle la huida. Así pudo alcanzar al lobo cuando los perros del tío lo detuvieron por segunda vez.

Danilo galopaba en silencio con el puñal en la mano izquierda, fustigando sin duelo a su caballo.

Nikolái no lo vio ni oyó hasta que el caballo del montero pasó resoplando delante de él; entonces reparó en el ruido de un cuerpo que caía y vio a Danilo en medio de los perros, echado sobre el lobo, al que trataba de agarrar por las orejas. Tanto para los perros como para los cazadores y el lobo, era evidente que ahora todo estaba terminado. La bestia, asustada, con las orejas gachas, trataba de levantarse, pero los perros la tenían bien sujeta. Danilo se levantó, dio un paso y, como si se tumbase a descansar, se echó con todo su peso sobre el lobo y lo agarró por las orejas. Nikolái quería rematarlo, pero Danilo susurró: “¡No! ¡Hay que cogerlo vivo!”; y, cambiando de posición, puso el pie sobre el cuello del lobo; hincaron un palo en sus fauces, le ataron las patas y Danilo lo volteó dos veces por el suelo.

Con rostros felices, aunque rendidos por la fatiga, los cazadores echaron al viejo lobo, todavía vivo, sobre un caballo que coceaba y relinchaba; seguido por perros aullantes lo llevaron al lugar donde todos debían reunirse. Los sabuesos habían capturado a dos lobeznos y los galgos a tres más. A ese lugar acudían los cazadores con las piezas cobradas y sus historias; todos se acercaban para ver la pieza mayor; el gran lobo viejo, con la cabeza caída de ancha testuz, el palo mordido en la boca, miraba aquella muchedumbre de hombres y perros que lo rodeaba con grandes ojos vidriosos. Cuando alguien lo tocaba, sus patas atadas se estremecían: su mirada salvaje, y al mismo tiempo ingenua, seguía los movimientos de todos. También el conde Iliá Andréievich se acercó curioso y lo tocó.

—¡Qué grande!— dijo. —Es viejo, ¿verdad?— preguntó a Danilo, que estaba junto a él.

—Sí, muy viejo, Excelencia— respondió Danilo, quitándose con rapidez el gorro.

El conde recordó su error al dejar escapar al lobo y la conducta de Danilo.

—¿Sabes, querido, que tienes muy mal genio?— dijo.

Danilo no contestó: se limitó a sonreír cohibido, con una sonrisa tímida, infantil y agradecida.

Guerra y paz
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