XII

Desde el abandono de Moscú los mandos franceses no habían tomado decisión alguna sobre el grupo de prisioneros entre los cuales se hallaba Pierre. El 22 de octubre ya no iban con las tropas y el convoy con que habían salido de Moscú. Los cosacos se habían adueñado, ya en las primeras etapas, de la mitad del convoy de víveres que llevaban; la otra mitad se les había adelantado; de los soldados de caballería que carecían de montura no quedaba ni uno: todos habían desaparecido. La artillería, que en los primeros días se veía a la cabeza, fue ahora sustituida por el enorme convoy del mariscal Junot, custodiado por tropas de Westfalia. Detrás del grupo de prisioneros marchaba un convoy de equipos de caballería.

A partir de Viazma, las tropas francesas, que hasta entonces habían avanzado en tres columnas, eran apenas un grupo desorganizado. Los indicios del desorden, observados por Pierre en el primer alto después de Moscú, llegaban ahora a su más alto grado.

Los dos lados del camino aparecían sembrados de caballos muertos. Los rezagados de otras unidades, con sus harapientos uniformes, unas veces se unían a la columna y otras se quedaban atrás.

En ocasiones, durante la marcha, se producían falsas alarmas y los soldados del convoy tomaban sus fusiles, disparaban y huían precipitadamente, chocando unos con otros. Después volvían a unirse y se reprochaban el miedo pasado en vano.

Los tres conglomerados que avanzaban juntos —la caballería, los prisioneros y los bagajes de Junot— formaban todavía un conjunto único, aunque cada uno de ellos disminuía rápidamente.

Los ciento veinte carros de un principio habían quedado reducidos a sesenta; los demás fueron capturados por los rusos o abandonados en el camino. Otro tanto había ocurrido con el convoy de Junot, tres carros del cual, además, quedaron en poder de los soldados rezagados del cuerpo de Davout. Por las conversaciones de los alemanes, Pierre supo que la guardia puesta para esos bagajes era mayor que la de los prisioneros. Un soldado alemán había sido fusilado por orden del propio mariscal por habérsele encontrado una cuchara de plata que pertenecía a Junot.

De los tres grupos, el de los prisioneros era el que había disminuido más sensiblemente. De los trescientos treinta hombres que habían salido de Moscú, quedaban ya menos de cien. Los prisioneros molestaban a la escolta más que los bagajes del mariscal y las sillas de caballería. Los soldados comprendían que los arneses y las cucharas de Junot podían servir para algo; pero que unos soldados hambrientos y ateridos de frío tuvieran que vigilar a unos rusos también hambrientos y ateridos, casi moribundos, que no hacían más que retardar la marcha (y a los que había orden de fusilar, si se rezagaban), era algo no sólo incomprensible sino odioso. Y como temieran, en las condiciones en que se hallaban, abandonarse a la piedad para con los prisioneros y empeorar con ello su propia situación, los guardianes se mostraban especialmente severos y duros.

En Dorogobuzh, mientras los soldados (después de encerrar a los prisioneros en una cuadra) iban a saquear sus propios depósitos, algunos soldados rusos abrieron un paso por debajo de la pared intentando huir; pero, sorprendidos por los franceses, fueron fusilados en el acto.

Hacía tiempo que había dejado de cumplirse la orden dada en Moscú de que los oficiales prisioneros fueran separados de los soldados. Cuantos podían caminar lo hacían juntos, y Pierre, después de dos etapas, se unió a Karatáiev y a la perrilla lilácea de patas torcidas que lo había escogido por dueño.

Al tercer día de la salida de Moscú Karatáiev recayó con la fiebre que lo había tenido en el hospital; y a medida que el mal se agravaba Pierre se fue alejando de él. No sabía por qué, pero desde que Karatáiev se iba debilitando tenía que hacer un gran esfuerzo para acercársele. Cuando oía los leves gemidos que solía emitir al acostarse y percibía su hedor, cada vez más intenso, Pierre se apartaba lo más lejos que podía y no pensaba en él.

Siendo prisionero y viviendo en la barraca, Pierre comprendió, no de modo racional sino con todo su ser, con toda su vida, que el hombre fue creado para ser feliz, que la felicidad está en él mismo, en la satisfacción de las necesidades naturales del ser humano, y que todas las desgracias no provienen de la falta, sino del exceso. Supo que en el mundo no hay nada realmente espantoso, que no existen situaciones en las cuales el hombre sea absolutamente feliz y libre, pero que tampoco las hay en las que se sienta del todo desgraciado o falto de libertad. Comprendió que hay un límite a los sufrimientos y un límite a la libertad, y que esos límites están muy próximos; que el hombre que sufre, porque en su lecho de rosas se ha doblado un pétalo, sufre lo mismo que él cuando duerme sobre la tierra desnuda y húmeda, sintiendo frío en un costado y calor en el otro. Aprendió que cuando se ponía los ceñidos zapatos de baile sufría lo mismo que ahora, descalzo (hacía tiempo que su calzado se había roto) y con los pies llenos de ampollas. Y aprendió, por último, que cuando creyó que se casaba por su propia voluntad con su esposa no era más libre que ahora, cuando lo encerraban por las noches en una cuadra.

De todas esas cosas a las que después llamó sufrimiento, pero que entonces apenas sentía, lo peor eran los pies descalzos, excoriados y cubiertos de llagas. (La carne de caballo era nutritiva y sabrosa; el salitre de la pólvora usado en vez de la sal hasta resultaba agradable; no hacía un frío excesivo; de día, durante la marcha, sentía siempre calor y por la noche se encendían hogueras; los piojos que lo devoraban calentaban el cuerpo.) Lo único penoso, al principio, eran los pies.

Al segundo día de marcha, al contemplar sus pies cubiertos de ampollas a la claridad del fuego, Pierre pensó que no podría caminar más; pero cuando todos se levantaron, también lo hizo él, aunque cojeando; y después, una vez entrado en calor, anduvo sin sufrir, aunque por la tarde sus pies tuvieron un aspecto aún más lastimoso. Pero él no los miraba y pensaba en otras cosas.

Sólo entonces comprendió Pierre el poder de la fuerza vital del hombre y esa saludable capacidad de mudar la atención, inherente al ser humano, que como la válvula de seguridad de las calderas deja salir el exceso de vapor cuando la presión sobrepasa cierto límite.

No veía ni oía cuando fusilaban a los rezagados, aunque ya habían muerto de aquella manera más de un centenar de prisioneros. No pensaba en Karatáiev, que perdía fuerzas día a día y que no tardaría sin duda en sufrir la misma suerte. Mucho menos aún pensaba en sí mismo. Cuanto más difícil iba siendo su situación, más temible el porvenir, tanto más acudían a su mente —al margen de las circunstancias— diversas ideas alegres y tranquilizadoras, recuerdos e imágenes.

Guerra y paz
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