XIII
Pierre no había tenido tiempo de encontrar un puesto de su agrado en San Petersburgo y fue expulsado de allí por conducta turbulenta. La historia referida en el salón de la condesa de Rostov era verdad. Pierre había ayudado a sujetar al comisario a la espalda del oso. Acababa de llegar a Moscú hacía unos días y, como de costumbre, se alojaba en casa de su padre. A pesar de que suponía que el escándalo era ya conocido en Moscú y que las damas que rodeaban a su padre —siempre mal dispuestas hacia él— aprovecharían la ocasión para encizañar al conde, el día de su llegada se dirigió a las habitaciones paternas. Al entrar en la sala donde habitualmente se reunían las princesas saludó a las jóvenes, sentadas con sus labores, mientras una de ellas leía un libro en voz alta. Eran tres: la mayor, muy atildada, de alto talle y aire severo, la misma que saliera al encuentro de Anna Mijáilovna, era la que se encargaba de leer. Las menores, entrambas de rosadas mejillas y bonitas, que se distinguían entre sí únicamente por un lunar que una de ellas tenía sobre el labio, dándole mayor atractivo, bordaban en bastidor. Pierre fue recibido como un muerto o un apestado. La mayor de las princesas interrumpió la lectura y se quedó mirándolo sin decir una palabra con los ojos asustados. La segunda (la que no tenía el lunar) adoptó la misma expresión. La más joven, la del lunar, de carácter más alegre y burlón, se inclinó sobre su labor para disimular la sonrisa, seguramente provocada por aquella escena cuyo lado cómico adivinaba. Tiró, por debajo del bastidor, de los cabos y se inclinó como si quisiese examinar el dibujo, reprimiendo apenas su hilaridad.
—Bonjour, ma cousine— saludó Pierre. —Vous ne me reconnaissez pas?[84]
—Lo conozco muy bien, demasiado bien.
—¿Cómo está el conde? ¿Podría verlo?— preguntó Pierre con la torpeza de siempre, pero sin turbarse.
—El conde sufre moral y físicamente, y se diría que se preocupa usted de procurarle aun más dolores morales.
—¿Puedo ver al conde?— repitió Pierre.
—¡Hum!… Si quiere acabar de matarlo, matarlo del todo, puede verlo. Olga, ve a ver si el caldo del tío está a punto; ya va siendo la hora de su comida— añadió, mostrando así a Pierre que ellas estaban muy ocupadas en cuidar a su padre mientras que él no pensaba más que en mortificarlo.
Olga salió. Pierre permaneció unos instantes de pie, miró a las hermanas y dijo, despidiéndose:
—Entonces volveré a mi habitación. Cuando pueda verlo, me avisan.
Salió y oyó a sus espaldas una risa sonora, pero no fuerte, de la hermana del lunar.
Al día siguiente llegó el príncipe Vasili, que se alojó en casa del conde. Hizo llamar a Pierre y le dijo:
—Mon cher, si vous vous conduisez ici comme à Pétersbourg, vous finirez très mal; c’est tout ce que je vous dis.[85] El conde está muy, muy enfermo y no debes verlo para nada.
Desde entonces nadie se había ocupado de Pierre; y se pasaba los días enteros solo en su habitación en el piso de arriba.
Cuando Borís entró, Pierre recorría a grandes pasos la habitación, deteniéndose de vez en cuando en un ángulo, hacía un gesto amenazador mirando la pared, como si quisiese atravesar con la espada algún invisible enemigo, miraba severamente por encima de sus anteojos y volvía a caminar, pronunciando vagas palabras, encogiéndose de hombros y separando los brazos.
—L’Angleterre a vécu— decía frunciendo el ceño y como señalando a alguien con el dedo. —M. Pitt, comme trâitre a la nation et au droit des gens, est condamné à…[86]
No tuvo tiempo de pronunciar su sentencia contra Pitt (en aquel instante le parecía ser el mismo Napoleón, imaginaba que en compañía de su héroe había realizado la peligrosa travesía del paso de Calais y conquistado Londres) porque vio en su habitación a un joven oficial, esbelto y guapo. Se detuvo. Pierre había dejado a Borís cuando era un niño de catorce años y no lo recordaba. Pero con su espontaneidad característica le tendió la mano y sonrió amistosamente.
—¿Se acuerda de mí?— dijo Borís con tranquilidad y una sonrisa cordial. —He venido con mi madre a ver al conde. Parece que no está bien de salud.
—Sí, al parecer se encuentra mal. No lo dejan tranquilo un momento— repuso Pierre, tratando de recordar quién era.
Borís se daba cuenta de que Pierre no lo reconocía pero no creyó necesario presentarse, y sin el menor embarazo lo miró fijamente a los ojos.
—El conde Rostov le ruega que vaya a comer a su casa— dijo tras un silencio bastante largo y embarazoso para Pierre.
—¡Ah! ¡El conde Rostov!— dijo Pierre alegremente. —Entonces… ¿es usted su hijo Iliá? Figúrese que al principio no lo había reconocido. ¿Recuerda cuando íbamos de paseo a Vorobiovy Gori con madame Jacquot…? Hace ya tanto tiempo…
—Se equivoca— contestó lentamente Borís con una sonrisa osada y algo burlona. —Soy Borís, el hijo de la princesa Anna Mijáilovna Drubetskaia. Es el padre de Rostov quien se llama Iliá; su hijo es Nikolái, y yo no conozco a ninguna madame Jacquot.
Pierre agitó las manos y la cabeza como acosado por una nube de mosquitos o de abejas.
—¡Ah, cómo estoy! Lo confundo todo. ¡Tengo tantos parientes en Moscú! Usted es Borís… Por fin hemos podido entendernos. ¿Qué piensa de la expedición de Boulogne? Los ingleses lo pasarán mal si Napoleón atraviesa el canal. Creo que es muy posible. ¡Con tal que Villeneuve no falle!
Borís no sabía nada de la expedición de Boulogne, no leía periódicos y oía por primera vez el nombre de Villeneuve.
—Aquí, en Moscú, nos ocupamos más de chismes y de comidas que de política— dijo con su voz calmosa y burlona. —Nada sé y nada pienso sobre ese asunto. Moscú se ocupa de rumores— repitió, —y ahora precisamente no se habla de otra cosa que de usted y del conde.
Pierre sonrió con su bonachona sonrisa, como si temiera que su interlocutor estuviese a punto de decir algo de lo que después pudiera arrepentirse. Pero Borís hablaba precisa y claramente, con sequedad, sin dejar de mirarlo a los ojos.
—En Moscú no se hace otra cosa que chismorrear— prosiguió. —Todos se preguntan a quién dejará el conde su fortuna, aunque tal vez él nos entierre a todos, cosa que le deseo de todo corazón.
—Sí, todo esto es penoso, muy penoso…— murmuró Pierre. Seguía temiendo que el oficial se metiera, sin advertirlo, en una conversación embarazosa para él.
—Y usted debe pensar— afirmó Borís sonrojándose levemente, pero sin variar su voz ni su postura —que todos se afanan por recibir algo de un hombre tan rico.
“¡Ya estamos!”, pensó Pierre.
—Y yo, para evitar confusiones, quería decirle que se engañaría si nos contase a mi madre y a mí entre esas personas. Somos muy pobres, pero al menos yo, precisamente porque su padre es rico, no me considero pariente suyo, y ni mi madre ni yo pediremos nunca nada ni aceptaremos nada de él.
Pierre tardó largo rato en comprender, pero cuando vio claro el sentido de sus palabras saltó del diván, tomó la mano de Borís y con torpeza, ruborizándose mucho más que él, empezó a hablar con un sentimiento mixto de vergüenza y fastidio:
—¡Qué extraño!… Acaso yo… Pero quién podía pensar… Yo sé muy bien…
Borís lo interrumpió de nuevo:
—Me alegro de haberlo dicho todo; quizá haya sido desagradable para usted, pero excúseme— dijo, tranquilizando a Pierre, en vez de ser tranquilizado por él. —Espero no haberlo ofendido. Tengo por principio decir con franqueza las cosas… Ahora, ¿qué debo decir de su parte? ¿Vendrá a comer con los Rostov?
Borís, una vez cumplido su penoso deber, salvada la difícil situación y habiendo colocado en ella a su interlocutor, se hizo de nuevo tan agradable como antes.
—Pero escuche— dijo Pierre, recobrando la tranquilidad. —Es usted asombroso. Cuanto acaba de decir está bien… muy bien. Por supuesto, no me conoce. ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos!… Éramos dos niños… Puede creerme que yo… Lo comprendo, lo comprendo muy bien. Yo no haría una cosa así; me faltaría valor, pero está muy bien. Me alegro mucho de haberlo conocido. ¡Es extraño lo que suponía de mí!— añadió sonriendo después de un breve silencio. —Y bien, nos conoceremos mejor— y estrechó la mano de Borís. Después dijo: —Todavía no he podido ver al conde ni una sola vez. No me ha llamado… me da pena como ser humano… pero ¿qué puedo hacer?
—Entonces, ¿cree que Napoleón conseguirá hacer pasar su ejército?— preguntó Borís sonriendo.
Pierre comprendió que Borís deseaba cambiar de conversación y, como él no lo deseaba menos, comenzó a explicar las ventajas y dificultades de la empresa de Boulogne.
Un lacayo vino para llamar a Borís de parte de la princesa. Su madre se iba. Pierre prometió ir a la comida para afianzar su amistad con Borís, le apretó con fuerza la mano, mirándolo a los ojos con cariño a través de sus lentes…
Cuando Borís hubo salido, Pierre siguió largo rato paseando por la estancia, pero ya sin herir con la espada al enemigo invisible sino sonriendo al recuerdo de aquel joven simpático, inteligente y resuelto.
Como suele ocurrir en la primera juventud, sobre todo cuando uno está solo, sentía una ternura instintiva por Borís y se prometía contraer con él una buena amistad.
Entretanto, el príncipe Vasili despedía a la princesa Anna Mijáilovna, que no apartaba un pañuelo de los ojos; su rostro estaba bañado de lágrimas.
—¡Es terrible, terrible!— decía. —Pero por mucho que me cueste, cumpliré mi deber. Vendré a pasar la noche; no se puede dejarlo así; cada minuto es precioso. No comprendo a qué esperan las princesas. ¡Dios me ayudará a encontrar la manera de prepararlo!… Adieu, mon prince, que le bon Dieu vous soutienne!…[87]
—Adieu, ma bonne— respondió el príncipe Vasili apartándose de ella.
—¡Ah! Está en un estado terrible— dijo la madre al hijo, cuando se vieron en el coche. —Casi no conoce a nadie.
—Maman, no comprendo, ¿cuáles son sus relaciones con Pierre?— indagó el hijo.
—El testamento lo dirá todo, mi amigo; también nuestra suerte depende de él…
—Pero ¿por qué piensa que puede dejarnos algo?
—¡Ay, amigo! Él es tan rico y nosotros tan pobres…
—Pero maman, eso no es razón suficiente…
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué mal está el pobrecillo!— repetía la madre.