XII

Por la tarde el príncipe Andréi y Pierre tomaron el coche y se dirigieron a Lisie-Gori. El príncipe miraba a Pierre y de vez en cuando rompía el silencio con frases que denunciaban su buen humor.

Le mostraba los campos y le contaba sus perfeccionamientos agrícolas.

Pierre callaba, taciturno; sólo respondía con monosílabos y parecía abstraído en sus pensamientos.

Pensaba que el príncipe Andréi no era feliz, que estaba confundido y no conocía la verdadera luz; y que él, Pierre, debía ayudarlo, iluminarlo y elevar su espíritu. Pero cuando pensaba en lo que iba a decir, presentía que el príncipe Andréi, con una palabra, con un solo argumento, destruiría toda su doctrina. Por eso le daba miedo comenzar. Temía que su amigo pudiera burlarse de lo que para él era lo más sagrado.

—Pero, ¿por qué piensa así?— dijo de improviso, bajando la cabeza y tomando la actitud del toro que se prepara a embestir. —No debe pensar así.

—¿En qué piensas?— preguntó el príncipe Andréi, sorprendido.

—En la vida, en el destino del hombre. Eso no puede ser. También yo pensaba así, pero me ha salvado, ¿sabe qué?, la masonería. No, no sonría. La masonería no es una secta religiosa, de ritos, como pensaba antes; es la expresión única y perfecta de los aspectos mejores y eternos de la humanidad.

Y comenzó a explicar al príncipe Andréi los principios de la masonería, tal como él los entendía. La masonería, dijo, es la doctrina de Cristo, desembarazada de las trabas de la religión y del Estado, la doctrina de la igualdad, de la fraternidad y del amor.

—Sólo nuestra santa fraternidad tiene un verdadero sentido de la vida. Lo demás no es sino un sueño— decía Pierre. —Comprenda, querido amigo, que fuera de ella no hay más que engaño y mentira; estoy de acuerdo con usted en que para un hombre inteligente y bueno no hay otra solución que la suya: vivir la propia vida, esforzándose solamente en no molestar a los demás. Pero acepte nuestras convicciones fundamentales, ingrese en nuestra hermandad, entréguese, déjese guiar, y se sentirá al momento, como me pasó a mí, un eslabón en esa cadena infinita, invisible, cuyo principio está oculto en el cielo.

El príncipe Andréi, silencioso, miraba ante sí, escuchando a Pierre. Varias veces, no habiendo oído bien a causa del ruido del vehículo lo que decía su amigo, le hizo repetir sus palabras. Por la luz particular que se había encendido en los ojos del príncipe Andréi y por su mismo silencio Pierre comprendió que sus palabras no caían en el vacío, que el príncipe Andréi no lo interrumpiría ni se burlaría de él.

Se acercaron a un río desbordado que tenían que pasar en balsa. Mientras los hombres hacían entrar los caballos y el carruaje, se embarcaron.

El príncipe Andréi, acodado en la barandilla, contemplaba silencioso el brillo del sol poniente reflejado en las aguas.

—Y bien, ¿qué piensa de eso?— preguntó Pierre. —¿Por qué calla?

—¿Qué pienso? Te escuchaba. Todo eso está bien. Pero tú dices: entra en nuestra hermandad y te mostraremos el objetivo de la vida, el destino del hombre y las leyes que rigen el universo. Pero ¿quiénes sois? Sois hombres. Entonces ¿por qué lo sabéis todo? ¿Por qué yo solo no veo lo que veis vosotros? Vosotros veis sobre la tierra el reinado del bien y de la verdad, pero yo no lo veo.

Pierre lo interrumpió:

—¿Cree en la vida futura?

—¿En la vida futura?— repitió el príncipe Andréi.

Pero Pierre no le dejó tiempo para contestar, tomando esa repetición como una respuesta negativa, tanto más que conocía el ateísmo profesado antes por el príncipe Andréi.

—Dice que no ve en la tierra el reinado del bien y de la verdad. Tampoco yo lo veía; y nadie lo puede ver, si considera nuestra vida como el fin de todas las cosas. En la tierra, precisamente en esta tierra— y Pierre indicó con la mano el campo, —no está la verdad: todo es mentira y maldad. Pero en todo el mundo, en el mundo, existe el reino de la verdad, nosotros mismos somos ahora hijos de la tierra y eternamente hijos de todo el mundo. ¿Es que no siento en lo más íntimo de mi ser que formo parte de este todo grande y armonioso? ¿Acaso no me doy cuenta de que en esta innumerable variedad de seres, en la que se manifiesta la divinidad, o la fuerza suprema si quiere, no soy más que un eslabón, un peldaño que va de los seres inferiores a los superiores? Si veo con claridad la escala que lleva desde la planta hasta el hombre, ¿por qué he de suponer que esa escala termina en mí y no va cada vez más lejos? Siento que no sólo no puedo desaparecer, como nada desaparece en el mundo, sino que seré siempre y siempre fui. Siento que, además de mí, y sobre mí, hay otros espíritus y que en ese mundo existe la verdad.

—Sí, ya sé, es la doctrina de Herder— dijo el príncipe Andréi. —Pero no será eso lo que me convenza, querido mío. Lo que me convence es la vida y la muerte: eso es lo que convence. El hecho de ver que un ser querido, ligado a ti, ante el cual fuiste culpable y ante quien esperabas justificarte— la voz del príncipe Andréi tembló y apartó el rostro, —ver que de pronto ese ser sufre, padece, deja de existir… ¿Por qué? Es imposible que no haya una respuesta. Y yo creo que existe… Eso es lo que me convence, es lo que me ha convencido.

—Sí, claro, claro. ¿Acaso no es lo mismo que estoy diciendo?— preguntó Pierre.

—No. Lo único que yo digo es que no son los razonamientos los que persuaden de la necesidad de una vida futura, sino este hecho: cuando se camina en buena armonía al lado de alguien y de pronto esa persona desaparece allá, en la nada, y tú te detienes ante ese abismo y miras. Yo he mirado…

—Sí, ¿y qué? Entonces sabe que ese allá existe, que en ese allá hay alguien. Ese allá es la vida futura y ese alguien es Dios.

El príncipe Andréi no contestó. La carretela y los caballos llevaban mucho tiempo enganchados en la otra orilla, el sol se había ocultado a medias y la helada vespertina cubría ya de estrellas los charcos de la orilla. Pierre y el príncipe Andréi, con gran asombro de los criados, del cochero y de los barqueros, seguían en la balsa y conversaban.

—Si existe Dios y hay vida futura, es que existe también la verdad y la virtud; la felicidad suprema del hombre consiste en conseguirlas— decía Pierre. —Es necesario vivir, amar, creer que no vivimos tan sólo en este jirón de tierra, sino que hemos vivido y viviremos eternamente allá, en el todo— y señaló el cielo.

El príncipe Andréi, apoyado en la barandilla de la barca, escuchaba a Pierre sin apartar la vista de los reflejos rojos del crepúsculo sobre la superficie azul del agua.

Pierre dejó de hablar. La calma era completa. La barca llevaba mucho tiempo en la orilla y sólo las olas rompían contra ella con débil chapoteo.

Al príncipe Andréi le pareció que ese rumor de las pequeñas ondas le decía, confirmando las palabras de Pierre: “Es verdad, créelo”.

El príncipe Andréi suspiró y, con ojos radiantes, cariñosos e infantiles, contempló el rostro encendido y entusiasta de Pierre, siempre tímido ante su amigo, a quien consideraba superior.

—Si de verdad fuese así…— dijo. —Pero vamos al coche— añadió, y al salir de la barca miró al cielo que le mostraba Pierre.

Por primera vez desde Austerlitz vio aquel cielo alto e infinito que había contemplado cuando yacía en el campo de batalla. En aquel instante despertó algo alegre y jubiloso en su alma, algo que llevaba largo tiempo adormecido, lo mejor que había en su ser. El sentimiento desapareció tan pronto como el príncipe Andréi volvió a la vida cotidiana y normal, pero ahora sabía que, aunque no hubiera sabido desarrollarlo, ese sentimiento seguía existiendo en él.

La entrevista con Pierre fue para el príncipe Andréi, a pesar de que exteriormente no hubiera cambiado, el comienzo de una nueva vida en su mundo interior.

Guerra y paz
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