XVIII
Mientras en la sala de los Rostov se seguía bailando la sexta “inglesa”, al son de una orquesta que empezaba a desafinar por el cansancio de los músicos, y los camareros y cocineros preparaban la cena, el conde Bezújov sufrió su sexto ataque. Los médicos declararon que no existía ninguna esperanza de curación. Se leyeron al enfermo las oraciones de la confesión, se le administraron los sacramentos, se hicieron los preparativos para la extremaunción y la confusión e inquietud propias de semejantes momentos se adueñaron de la casa. Afuera, al otro lado del portal, se ocultaban, entre carruajes que iban llegando, los empleados de pompas fúnebres, con la esperanza de un lujoso entierro. El general gobernador de Moscú, que por intermedio de sus ayudantes no cesó de informarse del estado del conde, aquella tarde se dirigió personalmente a decir su adiós al conde Bezújov, el célebre dignatario de Catalina II.
La suntuosa sala de recepción estaba llena. Todos se levantaron con respeto cuando el general gobernador, después de haber estado media hora a solas con el enfermo, salió de la cámara; respondió apenas a los saludos y procuró pasar lo más pronto posible ante los médicos, sacerdotes y parientes que tenían los ojos fijos en él. El príncipe Vasili, que en aquellos días había adelgazado, más pálido que de costumbre, lo acompañaba diciéndole algo en voz baja.
Después de haber acompañado al general gobernador, el príncipe Vasili se sentó en la sala con las piernas cruzadas, apartado de todos, el codo apoyado en la rodilla y los ojos ocultos tras la mano; así permaneció durante cierto tiempo; luego se levantó y, con pasos rápidos no habituales en él, dirigiendo en derredor miradas inquietas, atravesó un largo corredor y pasó a la parte trasera de la casa, donde vivía la mayor de las princesas.
Cuantos estaban en la sala débilmente iluminada cuchicheaban nerviosamente entre sí y callaban, mirando con ojos inquisitivos y ansiosos la puerta que conducía a la habitación del moribundo, que se abría con ruido débil siempre que salía o entraba alguien.
—La vida ha llegado a su término y no se pueden traspasar sus límites— decía un sacerdote viejecillo a una señora que, sentada junto a él, lo escuchaba cándidamente.
—¿No será demasiado tarde para la extremaunción?— preguntó la señora, añadiendo a sus palabras el título eclesiástico, como si careciera de opinión propia sobre ello.
—Es un gran sacramento, hija mía— respondió el sacerdote pasándose la mano sobre la cabeza, en la cual sólo quedaban algunos mechones de cabellos grises.
—¿Quién era ése? ¿El general gobernador de la plaza?— preguntaban en otro ángulo de la estancia. —¡Qué joven parece!…
—Pues pasa de los sesenta. Y dicen que el conde ya no conoce a nadie… que van a administrarle la extremaunción.
—Conocí a un señor a quien se la administraron siete veces.
La segunda de las princesas salió de la habitación del enfermo con los ojos llenos de lágrimas y tomó asiento al lado del doctor Lorrain, que, en gentil postura, con el codo apoyado en una mesa, estaba sentado bajo el retrato de Catalina II.
—Très beau— dijo el médico, respondiendo a una pregunta sobre el tiempo, —très beau, princesse, et puis à Moscou on se croit à la campagne.[95]
—N’est-ce pas?[96]— suspiró la princesa. —Entonces, ¿puede beber?
Lorrain quedó pensativo.
—¿Ha tomado la medicina?
—Sí.
El médico miró su reloj.
—Tome un vaso con agua hervida y ponga une pincée[97]— con afilados dedos indicó lo que significaba une pincée de crémor tártaro…
—No se conoce el caso de haber sobrevivido a un tercer ataque— comentaba un médico alemán hablando con un ayudante de campo.
—¡Qué hombre más apuesto era hace poco!— dijo el ayudante de campo. —Y ahora, ¿a quién pasará toda esta fortuna?— agregó en un susurro.
—Ya aparecerán los voluntarios— replicó sonriendo el alemán.
Se volvieron todos hacia la puerta, que se abrió de nuevo para dar paso a la segunda princesa, que llevaba al enfermo la poción ordenada por Lorrain.
El doctor alemán se acercó a Lorrain.
—¿Llegará hasta mañana por la mañana?— preguntó hablando mal en francés.
Lorrain apretó los labios y agitó nerviosa y negativamente un dedo delante de la nariz.
—Esta noche, lo más tardar— murmuró en voz baja, con una discreta sonrisa en la que se traslucía su satisfacción por comprender y expresar claramente la situación del enfermo. Y se alejó.
Entretanto, el príncipe Vasili abría la puerta de la habitación de la princesa.
La estancia estaba en penumbra, sólo dos lamparillas ardían ante los iconos; olía agradablemente a incienso y flores. Toda la habitación estaba llena de pequeños muebles, mesitas y armaritos; detrás de un biombo se veía la blanca cubierta de un lecho muy alto y mullido. Ladró un perrito.
—Ah, ¿es usted, mon cousin?
La princesa se levantó, se arregló los cabellos, que siempre, aun ahora, llevaba completamente alisados, como si estuviesen pegados al cráneo y cubiertos de barniz.
—¿Ha sucedido algo?— preguntó. —Estoy tan asustada…
—No, nada; sigue lo mismo. He venido a hablar contigo de un asunto serio, Catiche— dijo el príncipe con aire cansado sentándose en la butaca dejada por ella. —¡Qué calor hace! Ea, siéntate aquí, causons.
—Creí que había ocurrido algo— dijo la princesa. Y, con su invariable expresión de pétrea severidad, tomó asiento frente al príncipe, dispuesta a escuchar. —Me gustaría dormir, mon cousin, pero no puedo.
—¿Qué hay, querida?— preguntó el príncipe Vasili, tomando la mano de la princesa y doblándola hacia abajo, como por costumbre.
Evidentemente aquel “¿qué hay?” se refería a muchas cosas que ambos comprendían bien sin necesidad de palabras.
La princesa, con su busto seco y largo en comparación con las piernas, miraba directa y fríamente al príncipe con sus ojos saltones y grises. Movió la cabeza, suspiró y se volvió hacia los iconos. Su gesto podría expresar tristeza y devoción o cansancio y esperanza en un próximo reposo. El príncipe Vasili vio en él un signo de fatiga.
—¿Y crees que todo esto es más fácil para mí? Je suis éreinté comme un cheval de poste;[98] y, a pesar de todo, debo hablarte, Catiche, y muy seriamente.
El príncipe Vasili calló. Sus mejillas temblaron nerviosamente, bien a un lado, bien al otro, lo que le dio una expresión desagradable que no se le conocía en el mundo de los salones. Tampoco sus ojos eran como de costumbre: ya miraba con irónica insolencia, ya con temor.
La princesa, que acariciaba con sus manos secas y delgadas al perrito recogido en sus rodillas, miraba directamente al príncipe Vasili; pero era evidente que no rompería el silencio con una pregunta aunque tuviera que esperar hasta la mañana.
—Ya ve, querida princesa y prima Catalina Semiónovna— prosiguió el príncipe Vasili, no sin esfuerzo, reanudando el hilo de sus palabras: —en momentos como éste hay que pensar en todo. En el porvenir, en vosotras… Os quiero a todas como a mis hijos, tú lo sabes.
La princesa seguía mirándolo con la misma mirada opaca e inmóvil.
—En fin, tengo que pensar también en mi familia— continuó el príncipe Vasili enfadado, sin mirarla, y apartando nerviosamente la mesita. —Tú, Catiche, sabes que vosotras, las tres hermanas Mámontov, y mi mujer sois las herederas directas del conde. Ya sé, ya sé que te resulta penoso pensar y hablar de estas cosas; tampoco para mí es fácil; pero, querida amiga, ya paso de los cincuenta y debo estar preparado para todo. ¿Sabes que he mandado llamar a Pierre porque el conde, indicando su retrato, exigió que viniera?
El príncipe miró a la princesa como preguntándole, pero no pudo comprender si lo había entendido o si simplemente lo estaba mirando…
—Sólo una cosa pido a Dios, mon cousin, que sea misericordioso con él y permita a su hermosa alma abandonar tranquilamente esta…
—Sí, eso está bien, está bien— prosiguió impaciente el príncipe Vasili, frotándose la calva y acercando con ira la mesita que antes había empujado. —Pero, en fin… De lo que se trata, tú lo sabes, es que el pasado invierno el conde hizo un testamento por el que deja todos sus bienes a Pierre, en perjuicio de sus herederos directos y de nosotros…
—¡Pues no ha escrito ya pocos testamentos!— replicó tranquilamente la princesa. —Pero no puede legar nada a Pierre. Es un hijo ilegítimo.
—Ma chère— dijo de improviso el príncipe Vasili, acercando hacia él la mesita, animándose y comenzando a hablar más deprisa; —pero ¿y si ha escrito al Emperador pidiéndole la autorización para reconocer a Pierre? Compréndelo: vistos los méritos del conde, su petición será atendida…
La princesa sonrió como lo hacen quienes creen saber algo mucho mejor que aquel con quien hablan.
—Te diré más— añadió el príncipe Vasili, tomándole la mano. —La carta está escrita, y, aunque no ha sido enviada todavía, el Emperador sabe que existe. Lo importante es saber si fue destruida. Si no, cuando todo haya terminado— el príncipe Vasili suspiró, dando a entender qué pretendía decir con esas palabras de todo haya terminado —se abrirán los papeles del conde, el testamento y la carta serán entregados al Emperador y seguramente se respetará su deseo. Pierre, como hijo legítimo, lo recibirá todo.
—¿Y nuestra parte?— preguntó la princesa sonriendo irónicamente, como si creyera que todo era posible menos aquello.
—Mais, ma pauvre Catiche, c’est clair comme le jour.[99] Pierre será el único heredero legal de todo, y vosotras no recibiréis absolutamente nada. Tú debes saber, querida, si el testamento y la carta han sido escritos o si han sido destruidos. Y si por cualquier motivo fueron olvidados, tú tienes que saber dónde están y encontrarlos, porque…
—¡Es lo único que faltaba!— lo interrumpió la princesa con sarcástica sonrisa y sin variar la expresión de sus ojos. —Soy mujer, y según vosotros todas las mujeres somos estúpidas, pero sé muy bien que un hijo ilegítimo no puede heredar… Un bâtard— añadió, creyendo que traduciendo esta palabra convencería al príncipe de su sinrazón.
—¿Cómo no lo entiendes, Catiche? ¡Con lo inteligente que eres! ¿Cómo no entiendes que si el conde ha escrito al Emperador una carta solicitando la legitimación de su hijo Pierre, éste ya no será Pierre, sino el conde Bezújov, y entonces, de acuerdo con el testamento, será todo para él? Y si el testamento y la carta no desaparecen, nada queda para ti, salvo el consuelo de haber sido virtuosa et tout ce qui s’en suit.[100] Como lo oyes.
—Sé que el testamento está escrito, pero sé también que no es válido, y me parece que me toma usted por una verdadera estúpida, mon cousin— dijo la princesa con el tono de la mujer que está segura de haber dicho algo ingenioso y ofensivo.
—Querida princesa Catalina Semiónovna— replicó con impaciencia el príncipe Vasili, —no he venido aquí para cambiar contigo palabras desagradables, sino para hablarte como a una de la familia, una buena y verdadera pariente; para hablar de tus propios intereses. Te repito por décima vez que si la carta al Emperador y el testamento a favor de Pierre se hallan entre los papeles del conde, tú, palomita mía, y tus hermanas no recibiréis nada; y si no me crees a mí, cree por lo menos a las personas que entienden de estos asuntos; acabo de hablar con Dmitri Onúfrich— era el abogado de la familia —y me ha dicho lo mismo.
Algo pareció haber cambiado en la mente de la princesa. Sus delgados labios palidecieron (los ojos seguían siendo los mismos de antes) y su voz se hizo tan entrecortada que ella misma se sorprendió.
—¡Sólo eso nos faltaba!— dijo la princesa. —No quise antes, no quiero nada ahora.
Arrojó de sus rodillas al perrito y se compuso la falda.
—Así se agradece a las personas que lo han sacrificado todo por él— continuó. —¡Maravilloso! ¡Muy bien! Yo no necesito nada, príncipe.
—Sí, pero tú no estás sola; tienes hermanas— replicó el príncipe Vasili.
Mas la princesa no lo escuchaba.
—Sí, lo sabía desde hace tiempo; pero me olvidaba de que nada podía esperarse en esta casa sino bajeza, envidia, intriga e ingratitud, la más negra ingratitud…
—¿Sabes dónde está el testamento? ¿Sí o no?— preguntó el príncipe Vasili temblándole las mejillas más que antes.
—Sí, era una estúpida, aún creía en los seres humanos; los amaba y me sacrificaba por ellos. Pero sólo los malvados, los viles, salen adelante. Ya sé de dónde procede esta intriga.
La princesa quiso levantarse, pero el príncipe Vasili la sujetó por la mano. Catalina tenía el aspecto de la persona que acaba de perder en un minuto su confianza en la humanidad entera; miraba iracunda a su interlocutor.
—Todavía estamos a tiempo. Tú, Catiche, ten bien presente que todo esto se hizo por casualidad, en un momento de cólera, de malestar; pero después se ha olvidado. Nuestro deber, querida mía, es reparar su error, aliviar sus últimos instantes sin permitir que se cometa semejante injusticia, que no muera con el pensamiento de que ha hecho infelices a las personas que…
—A las personas que lo han sacrificado todo por él— terminó la princesa, intentando levantarse de nuevo; pero el príncipe no se lo permitió, —aunque él jamás supo apreciarlo. No, mon cousin— añadió con un suspiro, —siempre recordaré que en este mundo no hay que esperar recompensa alguna, que en este mundo no hay ni honor ni justicia… que en este mundo hay que ser malvado e intrigante.
—Bueno, voyons. Cálmate. Conozco tu buen corazón.
—No, mi corazón ya no es bueno.
—Conozco tu corazón— repitió el príncipe, —y aprecio tu amistad y querría que tú tuvieses de mí la misma opinión que yo de ti. Cálmate y parlons raison,[101] aún hay tiempo; tal vez veinticuatro horas, tal vez una… Cuéntame todo cuanto sepas del testamento, y especialmente dónde se encuentra, tú tienes que saberlo. Lo sacaremos ahora mismo y lo mostraremos al conde. Es evidente que olvidó su existencia y querrá destruirlo. Tú ya comprendes que mi único deseo es cumplir su voluntad fielmente: sólo para eso estoy aquí. No he venido más que para ayudarlo a él y a vosotras.
—Ahora lo comprendo todo— dijo la princesa. —Sé quién ha preparado esta intriga. Lo sé.
—No se trata de eso, amiga mía.
—Es su protegée,[102] su querida princesa Anna Mijáilovna, a quien no querría tener ni por sirvienta; es esa ruin e infame mujer.
—Ne perdons point de temps.[103]
—¡No, no me diga! El pasado invierno esa mujer se introdujo en esta casa y contó al conde tales horrores sobre todas nosotras y especialmente sobre Sophie (no puedo ni repetirlos) que el conde enfermó y estuvo dos semanas sin querer vernos. Fue entonces, lo sé bien, cuando escribió ese infame papel… pero yo creí que no tendría validez alguna.
—Nous y voilà.[104] ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Está en la cartera de cuero repujado que guarda bajo su almohada. Ahora lo sé— dijo la princesa sin responder. —Sí, si tengo algún pecado, un gran pecado, es el odio hacia esa miserable— siguió la princesa casi a gritos, totalmente cambiada. —¿Qué busca aquí? Pero se lo diré todo, todo. ¡Ya llegará la hora!