XIX

El ataque del 6º de cazadores aseguró la retirada del flanco derecho. En el centro, la acción de la olvidada batería de Tushin, que había conseguido incendiar la aldea de Schoengraben, detuvo el movimiento de las tropas francesas. Los franceses tuvieron que extinguir el incendio, propagado por el viento, y dieron así tiempo a organizar la retirada, realizada en el centro, a través del barranco, con precipitación y ruido, aunque las tropas se replegaban en buen orden; pero en el flanco izquierdo, constituido por los regimientos de infantería de Azov y Podolsk y por los de húsares de Pavlograd, las armas rusas habían sido atacadas y rebasadas por fuerzas francesas muy superiores, al mando de Lannes, y su situación era muy crítica. Bagration envió a Zherkov al general comandante del flanco izquierdo con la orden de retroceder inmediatamente.

Zherkov, sin separar la mano de la visera, espoleó animosamente el caballo y partió al galope. Mas, a poco de alejarse de Bagration, lo abandonaron las fuerzas, lo invadió un miedo invencible y le fue imposible avanzar hacia el peligro.

Al llegar a la altura de las tropas del flanco izquierdo no siguió hacia donde sonaba la fusilería, sino que se dedicó a buscar al general y a los mandos en sitios en que no podían encontrarse, y por eso no le fue posible comunicar la orden que llevaba.

El mando del ala izquierda correspondía por antigüedad al comandante del regimiento al que Kutúzov había revistado en Braunau y en el cual Dólojov servía como simple soldado, pero la punta extrema del ala izquierda había sido encomendada al jefe del regimiento de Pavlograd, donde servía Rostov, lo que originó un malentendido. Ambos jefes estaban en extremo disgustados entre sí, y, mientras en el flanco derecho hacía tiempo que se combatía y los franceses habían empezado ya el ataque, perdían el tiempo en recriminaciones mutuas con el único fin de ofenderse recíprocamente. Tanto el regimiento de caballería como el de infantería estaban poco preparados para la acción. Todos, desde el soldado hasta el general, parecían muy ajenos a una batalla que no esperaban y se entretenían en asuntos bien pacíficos: los de caballería, en dar el pienso a las bestias, y los de infantería, en cortar leña.

—Es superior a mí en graduación— dijo, enrojeciendo, el coronel alemán de húsares al ayudante de campo que le enviaban. —Que haga lo que quiera pero yo no puedo sacrificar a mis húsares. ¡Corneta! ¡Toca a retirada!

Pero la cosa se iba poniendo seria. Las descargas de fusilería y los cañonazos se confundían atronando en la derecha y en el centro, y los capotes franceses de los tiradores de Lannes atravesaban ya el dique del molino y formaban a la otra parte, a dos tiros de fusil. El coronel de infantería, con paso nervioso, se acercó al caballo, montó y haciéndose de pronto muy alto se dirigió erguido hacia el comandante del regimiento de Pavlograd. Ambos jefes se encontraron y saludaron correctamente, disimulando su cólera.

—Coronel, se lo repito; no puedo dejar la mitad de mis hombres en el bosque— dijo el general. —Le ruego, le ruego— repitió —ocupar la posición y preparar el ataque.

—Y yo le ruego que no se meta en lo que no le importa— replicó el coronel, cada vez más acalorado. —Si fuese usted de caballería…

—No soy de caballería, coronel; pero soy un general ruso, para su conocimiento…

—Lo sé muy bien, Excelencia— gritó de pronto el coronel, con el rostro rojo como la grana, picando al caballo.

—Venga a las avanzadas y comprobará que esta línea no sirve de nada. Yo no haré destrozar mi regimiento para darle gusto.

—No sabe lo que dice, coronel. Yo no estoy aquí por mi gusto y no le permito que me diga eso.

El general aceptó la invitación del coronel para aquel torneo de valor; con el pecho erguido y el ceño fruncido fue con él a inspeccionar la línea, como si todas sus divergencias fuesen a desaparecer allá abajo, en las avanzadas, bajo el fuego de las descargas. Llegados a las avanzadas, varias balas silbaron sobre sus cabezas; los dos jefes se detuvieron en silencio. No había nada que mirar, porque desde el sitio donde estuvieron antes se advertía ya bien claramente que en aquel terreno, entre matorrales y barrancos, era imposible que pudiese maniobrar la caballería. Y que los franceses rebasaban el ala izquierda. El general y el coronel se miraron con aire grave y severo, como dos gallos que se preparan a la lucha, esperando en vano un indicio de cobardía del rival. Ambos salieron airosos de la prueba. Como no tenían nada que decirse y ni uno ni otro deseaba proporcionar al contrario un pretexto para decir que fue el primero en eludir las balas, habrían permanecido así largo tiempo, probándose mutuamente el valor, si en aquel instante, en el bosque, casi a sus espaldas, no hubieran sonado disparos de fusil y algunos gritos confusos. Los franceses habían atacado a los soldados que recogían leña. Los húsares ya no podían retroceder con la infantería. A la izquierda, la retirada estaba cortada por las avanzadas enemigas. Ahora, a pesar de las dificultades del terreno, había que atacar para abrirse paso.

El escuadrón de Rostov, que apenas había tenido tiempo para montar en los caballos, se vio detenido por el enemigo. De nuevo, como en el puente de Enns, no había nada entre el escuadrón y los franceses; nada excepto aquella terrible raya de lo desconocido y del miedo, semejante a la frontera que separa a los vivos de los muertos. Todos sentían esa raya y a todos inquietaba una misma pregunta: ¿podrán o no podrán pasarla, y cómo la pasarían?

El coronel se acercó a su tropa, respondió airado a las preguntas de los oficiales y, como un hombre que sigue aferrado a su idea, dio una orden. Nadie decía nada concreto, pero en el escuadrón se difundió el rumor de un ataque inminente. Se dio la orden de formar; después se oyó el ruido de los sables al ser desenvainados. Pero nadie se movía aún. Las tropas del flanco izquierdo, lo mismo la infantería que los húsares, se daban cuenta de que los mismos jefes no sabían qué hacer y su indecisión acabó por contagiar a los subalternos.

“¡Cuanto antes, cuanto antes!”, pensaba Rostov, sintiendo que, por fin, había llegado el instante de probar las gratas emociones del ataque, de las que tanto le habían hablado sus camaradas, los húsares.

—¡Muchachos! ¡Con la ayuda de Dios!…— resonó la voz de Denísov. —¡Al trote! ¡March!…

En la primera fila ondularon las grupas de los caballos. Grachik tiró de las riendas y él mismo se puso en marcha.

A la derecha, Rostov veía las primeras líneas de sus húsares y, un poco más adelante, una franja oscura que no podía definir bien, pero que le parecía ser el enemigo. Se oían disparos, pero a lo lejos.

—¡Trote largo!— ordenó la voz de mando. Rostov sintió que Grachik recogía las ancas y se lanzaba al galope.

Presentía los movimientos de su caballo y eso lo alegraba cada vez más. Advirtió por delante un árbol solitario. Primero, ese árbol le pareció puesto en medio de la raya que él creyera tan terrible. Y cuando la dejó atrás se dio cuenta de que no era nada terrible, sino que todo se hacía cada vez más alegre y animado. “¡Oh, cómo atacaré al primero que encuentre!”, pensó Rostov, apretando la empuñadura del sable.

—¡Hu-rra-aa!— atronaron las voces.

“¡Bien! ¡Ahora que caiga bajo mis manos quien sea!”, pensaba Rostov clavando las espuelas a Grachik, que, a todo galope, pasó a los demás. Delante ya se veía al enemigo. Inesperadamente, algo como una inmensa escoba azotó al escuadrón. Rostov levantó el sable, presto a herir, pero en ese momento el soldado Nikítenko, que galopaba delante, se separó de él y Rostov sintió, como en un sueño, que seguía corriendo con inusitada rapidez y, sin embargo, no se movía del lugar en que estaba. Un húsar conocido, Bandarchuk, se le vino encima y lo miró con enfado. El caballo de Bandarchuk se hizo a un lado y siguió adelante.

“Pero ¿qué me ocurre? ¿Por qué no avanzo? He debido caer… debo de estar muerto”, se preguntó y respondió en un instante Rostov. Estaba solo en mitad del campo. En vez de caballos a la carrera y espaldas de los húsares, no veía en derredor más que la tierra inmóvil y los rastrojos. Debajo de él brotaba una sangre tibia. “No, estoy herido y han matado a mi caballo.” Grachik intentó erguirse sobre las patas delanteras y volvió a caer, aprisionando la pierna del jinete. Fluía la sangre de su cabeza y la pobre bestia se debatía sin poderse levantar. También quiso ponerse en pie Rostov, pero volvió a caer; su bolsa de cuero quedó enganchada en la silla. No sabía dónde estaban los suyos, ni tampoco los franceses. Alrededor no había nadie.

Consiguió sacar la pierna y se levantó. “¿Por dónde queda ahora la raya que separaba tan claramente a los dos ejércitos?”, se preguntaba sin poder responderse. “Algo malo me ha sucedido… ¿Y qué debe hacerse en estos casos?”, se preguntó mientras se incorporaba; en ese momento advirtió que algo pesado le tiraba del brazo izquierdo: estaba insensible. Le parecía que no era suyo.

Lo examinó, pero no halló trazas de sangre. “¡Oh!, ahí viene alguien… Me ayudarán”, pensó con alivio, viendo que corrían hacia él varios hombres. Por delante iba un soldado uniformado con un extraño chacó y capote azul, de cara bronceada y nariz aguileña. Detrás lo seguían otros dos y después un grupo más numeroso. Uno de ellos habló en un lenguaje extraño, que no era ruso. Entre aquellos hombres, todos con el mismo chacó, iba un húsar ruso. Lo tenían sujeto por los brazos; detrás llevaban a su caballo.

“Sin duda es uno de los nuestros, prisionero… Sí… También a mí pueden apresarme. ¿Qué gente es ésa?”, pensaba Rostov sin dar crédito a lo que veía. Miraba a los franceses que se le acercaban, y a pesar de que unos segundos antes avanzaba para alcanzarlos y descargar su sable sobre ellos, su proximidad le parecía ahora algo tan terrible que no podía creer a sus ojos. “¿Quiénes son? ¿Por qué corren así? ¿Para matarme? ¿A mí, a quien tanto quieren todos?” Recordó el cariño de su madre, de la familia, los amigos, y la intención de los enemigos, de matarlo, le pareció imposible. “¡Tal vez vengan para matarme!” Estuvo más de diez segundos inmóvil sin comprender las circunstancias en que se hallaba. El francés de la nariz aguileña, el primero del grupo, se encontraba ya tan próximo que era fácil ver la expresión de su rostro. Y ese rostro encendido, extraño, del hombre que con la bayoneta calada y conteniendo la respiración avanzaba sin esfuerzo hacia él lo asustó. Sacó la pistola y en vez de disparar la tiró contra el francés y salió corriendo cuanto pudo hacia los matorrales. No corría ahora con aquel sentimiento de incertidumbre y deseos de lucha que experimentara en el puente de Enns, sino con el de la liebre acosada por los perros. Tan sólo el temor por su vida joven y feliz llenaba todo su ser; saltando aquí y allá entre los linderos con la rapidez con que corría cuando en su infancia jugaba al escondite, parecía volar sobre el campo, volviendo de vez en cuando su rostro pálido, bondadoso y juvenil; un escalofrío de terror le recorría el cuerpo. “Es mejor no volverse para mirar”, pensó. Pero al llegar junto a los arbustos se volvió una vez más. Los franceses habían quedado atrás y, precisamente en el momento en que Rostov miraba, el que conducía el grupo había pasado del trote al paso y se volvía para gritar unas palabras a otro que lo seguía. Rostov se detuvo. “No, no… es imposible que quieran matarme.” El brazo izquierdo seguía pesándole como si llevase suspendida una carga de treinta kilos. No podía ir más lejos. El francés se detuvo también y disparó. Rostov cerró los ojos y se agachó. Una bala y después otra pasaron por encima zumbando. Entonces, con un supremo esfuerzo, Rostov se sujetó el brazo izquierdo con la mano derecha y corrió hasta los arbustos. Entre los arbustos había un grupo de fusileros rusos.

Guerra y paz
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