III
La princesa María aplazó su viaje. Sonia y el conde trataban de sustituir a Natasha, pero en vano. Veían que sólo ella podía evitar que su madre cayera en una desesperación rayana en la locura. Durante tres semanas, sin salir de aquella estancia, Natasha vivió junto a su madre; dormía en su misma habitación, en un sillón, la hacía comer y beber, hablaba con ella continuamente, porque sólo su voz tierna y acariciante la tranquilizaba.
La herida en el corazón de la madre no podía cicatrizar. La muerte de Petia se llevó la mitad de su vida. Al mes de recibida la noticia, aquella mujer, hasta entonces enérgica y animosa a sus cincuenta años, salió de su habitación convertida en una vieja medio muerta y sin interés ninguno por la vida. Pero la misma herida que casi mató a la condesa resucitó a Natasha.
Una vez que cicatriza la herida profunda y se juntan sus bordes, tanto la psíquica como la física, por extraño que parezca, cicatrizan también interiormente gracias al empuje de la fuerza vital.
Así curó la herida de Natasha. Ella creía terminada su vida. Pero el amor hacia su madre le hizo ver que la esencia de su vida, el amor, estaba aún viva en su alma. El amor despertó y con él la vida.
Si los últimos días del príncipe Andréi la habían acercado a la princesa María, esta nueva desgracia las unió todavía más. La princesa, que había retrasado su marcha, cuidó durante tres semanas a Natasha como si fuera una niña enferma. Las últimas semanas transcurridas junto a su madre habían minado sus fuerzas.
Una vez, a media tarde, la princesa María, al observar que Natasha temblaba de fiebre, la llevó a su propia habitación y la hizo acostar en su lecho. Echó las cortinas y se dispuso a salir, pero Natasha la llamó.
—No tengo sueño. Quédate conmigo, Marie.
—Estás cansada. Procura dormir.
—No, no. ¿Por qué me has traído aquí? Mamá preguntará por mí.
—Está mucho mejor. Hoy estuvo hablando también de él— repuso la princesa.
En la penumbra de la habitación Natasha se quedó mirando su rostro.
“¿Se parece a él? —pensaba—. Sí y no. Pero es especial: ajena, nueva, completamente desconocida. Y me quiere. ¿Qué hay en su alma? Es todo bondad. Pero… ¿cómo es, qué piensa, qué opina de mí? Sí, es maravillosa.”
—Masha— dijo atrayéndola tímidamente por la mano. —Masha… no pienses que soy mala. ¿Verdad que no? ¡Cuánto te quiero! Seamos amigas, muy amigas.
Y abrazándola, comenzó a besar las manos y el rostro de la princesa, avergonzada y contenta por esas manifestaciones de cariño.
Desde ese día fue creciendo en ellas esa amistad apasionada y tierna que sólo se encuentra entre mujeres. Se besaban sin cesar, se decían palabras cariñosas, pasaban juntas la mayor parte del tiempo. Si una de ellas salía, la otra quedaba inquieta y la buscaba sin tardanza. Juntas estaban más de acuerdo consigo mismas que solas, separadas la una de la otra. El sentimiento que las unía era excepcional, más fuerte que la amistad, porque admitían la posibilidad de vivir si estaban juntas.
A veces permanecían horas enteras en silencio; otras, ya acostadas, hablaban hasta la mañana. Y sus conversaciones giraban, sobre todo, en torno al pasado. La princesa contaba su infancia: hablaba de su madre, de su padre y de sus sueños; Natasha, que antes no entendía, ni se interesaba por aquella vida de fidelidad y sumisión, la poesía de la abnegación cristiana, ahora, gracias a su cariño por ella, amó también su pasado y comprendió ese aspecto de la vida que antes le parecía incomprensible. No pensaba aplicar a su existencia esa sumisión y ese sacrificio, porque estaba acostumbrada a buscar otras fuentes de alegría, pero comprendía y estimaba en otro ser toda aquella virtud, antes incomprendida. A su vez, para la princesa María los relatos de la infancia y adolescencia de Natasha eran como la revelación de un aspecto de la vida antes incomprensible: la fe en la vida y en los placeres de la existencia.
Nunca hablaban de él para no perturbar, según les parecía, con palabras los nobles sentimientos que las unían.
Y ese silencio tuvo por resultado que, poco a poco, sin sospecharlo siquiera, comenzaran a olvidarlo.
Natasha estaba tan delgada, tan pálida y débil que todos hablaban de su salud, y eso le agradaba. Pero a veces se apoderaba de ella no ya el miedo a la muerte sino a la enfermedad, a la debilidad y a la pérdida de su belleza; en ocasiones examinaba atentamente sus brazos, asombrada de su delgadez, o bien, por las mañanas, contemplaba en el espejo aquel rostro alargado que le parecía digno de lástima. Pensaba que así tenía que ser, y al mismo tiempo tenía miedo y se sentía triste.
En cierta ocasión subió rápidamente las escaleras, respirando fatigosamente, y acto seguido, sin ser consciente de ello, inventó un pretexto y volvió a bajarlas y a subirlas corriendo, para medir sus fuerzas y observarse.
Otra vez llamó a Duniasha y su voz vibró. Siguió llamándola, aunque la doncella ya acudía; era la misma voz de timbre grave con la cual había cantado en otros tiempos, y se escuchó a sí misma.
Natasha no sabía, ni habría creído, que bajo la impenetrable capa de légamo que taponaba su alma iban abriéndose paso los jóvenes, delicados y tiernos brotes de yerbas que, una vez arraigados, ocultarían con sus retoños llenos de vida el dolor sufrido, haciéndolo casi invisible e imperceptible. La herida cicatrizaba por dentro.
A fines de enero la princesa María partió para Moscú y el conde insistió en que Natasha fuera con ella a fin de consultar a los médicos.